Sobre el autor
Francisco de Arango y Parreño (La Habana, 22 de mayo de 1765-21 de marzo de 1837) fue un político y hacendado cubano, de gran labor en el movimiento reformista de principios del siglo XIX en Cuba. Después de obtener el título de abogado en 1789, realizó una serie de viajes por Europa y el Caribe para estudiar todo el sistema económico y su posible aplicación en Cuba. Una vez de vuelta en San Cristóbal de La Habana, desempeñó importantes cargos en la vida política de esta urbe dentro de los cuales destaca su ingreso a la Sociedad Patriótica de La Habana, de la que llegó a ser nombrado director (1797-1798) y socio de honor, así como la fundación de la Sociedad Económica de Amigos del País en 1791.
Como figura principal de la denominada Generación del 92 (1792) o Ilustración Reformista Cubana expuso el programa económico-social de la misma, en su Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla.
A modo de homenaje, en el aniversario de su natalicio, compartimos el fragmento de un texto poco conocido de su producción literaria.
Fragmentos de su obra
Fragmento de un discurso inédito (s. f.)
Los que tienen la desgracia de nacer cuando ya se han olvidado sus derechos y su origen, no tan solo se acostumbran á los errores reinantes sino que de ellos forman una especie de culto. Desgraciados aquellos que tratan de rehabilitarlos porque de cierto serán víctimas del fanatismo del estúpido orgullo ó del interés. Romper las cadenas de esta esclavitud ó restituir la libertad costaría, sin duda, más pena y más sangre que la que se derramó para establecer la esclavitud. Y solo fallaría esta regla cuando de repente se derrame sobre la nación una gran masa de luz que á todos los alumbre y á todos los separe de los apuros de la tiranía, dejándolos amedrentados de su aislamiento y debilidad.
La habitud, tiene todavía más imperio sobre los hombres que el despotismo. Ella es la que los mantiene encadenados á sus antiguas instituciones por defectuosas que sean.
Y debe contarse por uno de los mayores esfuerzos de una nación, el de verla de repente cansarse de sus sufrimientos, fijando la atención en la causa de su desgracia y en los medios que la asisten para resistir la opresión y hacer pedazos el yugo que la mantiene en tan grande humillación.
En Sparta, en Sparta mismo, fue donde se atrevieron los foros á cometer la iniquidad más sacrílega, a quitarle la vida sin formar juicio al Rey Apis, porque quería establecer en toda su pureza las Leyes de Licurgo. Convengamos en que el más sensible de los despotismos es el del independiente populacho. ¿Incapaz, cómo que no? Puede tener ni el conocimiento debido de los principios de justicia ni la calma necesaria para poner orden en sus decisiones, desinterés que es preciso para limitar sus pretensiones ni la previsión que es indispensable para calcular las consecuencias de sus venganzas.
No se crea que Aristóteles cuando declama contra las demagogias se contrae á los oradores que como Demóstenes se fuerzan á reanimar con el fuego de la elocuencia el amor de la patria y de las virtudes que se apagan en el alma de sus conciudadanos. Él hablaba de los falsos patriotas que sintiendo una afección de que no están penetrados, exageran los males sin corregirlos y abusando de la credulidad é ignorancia del pueblo, comunican con sus pasiones, excitan un odio á su antojo y se sirven de un instrumento para deshacerse de sus rivales y llegar á los honores que ambicionan.
Aristóteles hacía poco caso del nombre de los gobiernos. Él hallaba los mismos resultados en el monárquico que en el republicano, que en el aristocrático y democrático. Él decía que la constitución puede ser excelente, recibiendo la potestad ejecutiva en muchos ó en todos los pueblos; pero será funesto si la monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía, ó si la autoridad de la democracia cae en las manos del bajo pueblo y solo presentan el desorden de la anarquía. Aristóteles que nació en una república y vivió en medio de ellos, daba la preferencia al gobierno monárquico.
Volvamos á la verdad. El gobierno popular es el más difícil de mantener y esta dificultad crece con la extensión ó población del país. No hay que presentar al pueblo una igualdad quimérica, aunque sea con efecto la fuente y origen de todo poder, él está hecho para obedecer y no para mandar, pero él no debe obedecer sino á la equidad. Establezcamos en los imperios estas dos grandes potencias. Justifiquémosla de toda nuestra energía, que toda autoridad ceda á ella, que ellos dominen igualmente al monarca, que al magistrado, que al militar y al simple ciudadano. La libertad consiste en el firme imperio de una buena constitución y la peligrosa aristocracia en el derecho de hacerlo ceder á su voluntad, el despotismo en la facultad de hacerlo enmudecer y la anarquía en turbarlos y confundirlos.
El protector de Torquino pudo triunfar de los romanos, pero no de su odio por los Reyes.
Los hombres reciben de los gobiernos en que nacen las mismas influencias que de los climas. Los que ven el día en un país de buenas leyes son tan dichosos como los que nacen bajo de un bello cielo.
Antes de que se logre que una columna de luz se derrame por toda una nación y como de concierto la ilustren cuantas chispas de ese fuego brillaron un instante cayeron prontamente en la noche de la ignorancia, se desvanecieron luchando con la irresistible fuerza de las habitudes.
Casi todos aquellos que hubieran podido ilustrar á los hombres sobre sus verdaderos derechos han escrito ó han hablado separadamente. Todos carecían de autoridad y no tenían otra que la que para decir verdad de la razón á todos los sabios. Rarísimas veces los oye la multitud —Sócrates, Platón, Pitágoras, no revelaban su presencia sino á algunos discípulos de cuya discreción tenían pruebas—. Cicerón no se hubiera atrevido á decir en la tribuna lo que él escribió sobre las leyes, los dioses y la República.
La injusticia: según Cicerón, consiste en atacar la persona ó la propiedad de otro, ó en ofender á aquel que es atacado más también por su desgracia, solo obligados á la fuerza se acercan á la razón. Parece que esto es para ellos un elemento extraño á que no pueden resistir.
Qué ejemplo para los pueblos en que algunos individuos muy afectados en la pérdida de algunos privilegios concurren á los extranjeros solicitando socorros. ¡Ah! huyamos de nuestra patria si acaso nos ha sugerido intolerables injusticias y no apelemos jamás al socorro de otras naciones cuya ambición se aprovechará de nuestras invalidades haciendo al principio el papel de mediador y después el de soberanos.
Conozco —decía Rouseau á los poloneses— la dificultad que tiene el proyecto de dar libertad á vuestro pueblo. Mi único temor no me lo inspira el interés mal entendido ó el amor propio y preocupaciones de los amos. Aún vencido este obstáculo quedan en pie los vicios y bajeza de los esclavos. La libertad es un alimento sano, pero de fuertes y vigorosos. Yo me río de ciertos pueblos que dejándose motinar por gentes revolucionarias se atreve a hablar de libertad sin tener ni aún idea de ella y con el corazón lleno de todos los vicios de los esclavos que piensan que para ser libres es bastante ser amotinados. Tierna y santa libertad si estas pobres gentes pudieran conocerte, si supieran á que precio se te adquiere y consagra, si estuvieran impuestos de que tus leyes son más austeras que el yugo de los tiranos, sus débiles almas esclavas de las pasiones, te temerían cien veces más que á la misma servidumbre.
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