Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 8 de septiembre de 1474 – Ferrara, 6 de julio de 1533) fue un poeta italiano, autor del poema épico Orlando furioso (1516), que constituye una continuación del poema épico inacabado Orlando enamorado, del poeta italiano Matteo Maria Boiardo, y trata del amor del paladín Orlando por Angélica en el marco de las leyendas de Carlomagno y de la guerra de los caballeros cristianos contra los sarracenos. Obra maestra del Renacimiento, se estructura en 46 cantos compuestos en octavas. En él Ariosto hace gala de un profundo lirismo, de extraordinaria imaginación y habilidades narrativas y de un finísimo sentido del humor. El poema fue escrito entre 1506 y 1516, año de su publicación; aunque la corrección definitiva no fue concluida hasta 1532. Hoy les compartimos el primer canto de esta pieza magistral.
Canto primero
1 Canto las damas y los caballeros, las armas, los amores, las audaces y corteses empresas de aquel tiempo en que los moros dieron guerra a Francia cruzando el mar de África y siguiendo a su rey Agramante, airado y joven, para vengar la muerte de Troyano sobre el rey Carlo, emperador romano. 2 Diré a la vez de Orlando cierta cosa que ni en prosa ni en verso ha sido dicha: quien por hombre tan sabio era tenido se volvió por amor furioso y loco, si es que aquella que casi igual me tiene y que lima mi ingenio por momentos permite que me sea concedido el que baste a acabar lo prometido. 3 Quered, oh generosa Hercúlea prole, adorno y esplendor de nuestro siglo, Hipólito, aceptar lo que este humilde servidor vuestro quiere y puede daros. Lo que os debo, pagarlo puedo en parte con las palabras que la tinta engendra; no me culpéis si lo que os doy es poco, pues cuanto os puedo dar, os lo doy todo. 4 Oiréis, entre los más preclaros héroes que me apresto a nombrar con alabanza, recordar a Rugero, antigua cepa de vuestros ilustrísimos ancestros. Su gran valor y sus famosas gestas os haré oír, si me prestáis oído y cesan vuestros altos pensamientos para que algo de espacio hallen mis versos. 5 Orlando, mucho tiempo enamorado de Angélica la bella, y que al seguirla dejó en la India, en Media y en Tartaria infinitos trofeos inmortales, al fin con ella regresó a Poniente, donde al pie de los altos Pirineos, con las gentes de Francia y de Alemania el rey Carlo tenía su acampada, 6 para aplacar los bríos de los reyes Marsilio y Agramante, envanecidos el uno de juntar toda la gente de África capaz de empuñar armas, el otro por lograr que España ayude a destruir el gran reino de Francia. Y así Orlando llegó en un buen momento, pero se acabaría arrepintiendo, 7 pues luego le quitaron a su dama: ¡así yerra a menudo el juicio humano! Aquella a la que tanto defendiera desde el confín hespérido al eolio, sin empuñar espada y entre amigos y aun en su tierra le es arrebatada. Se la quitó el emperador queriendo sabiamente apagar un grave incendio. 8 No hacía mucho que nació entre Orlando y su primo Rinaldo una disputa: por causa de la bella, ambos tenían en deseo amoroso ardiendo el alma. Carlo, molesto porque la discordia afectaba al valor de sus guerreros, determinó alejar a la doncella confiándola al duque de Baviera. 9 Prometió concederla al caballero que en tal jornada, en ocasión tan alta, matase mayor número de infieles y mejor le sirviese con su brazo. Lo que pasó, contrario fue al deseo, pues salió huyendo la cristiana gente, el duque, entre otros muchos, fue apresado y quedó el pabellón abandonado. 10 Era allí donde estuvo la doncella como premio ofrecido al que venciese; pero antes del combate, presagiando que en aquella jornada la Fortuna a la cristiana fe sería adversa, montó en su silla y decidió marcharse: entró en un bosque y, luego, en un sendero vio que a pie se acercaba un caballero. 11 Calado el yelmo, la coraza prieta, la espada al flanco y el escudo al brazo, corría más ligero por el bosque que el villano desnudo en pos del palio. Nunca tan presta fue la pastorcilla al apartar el pie de la serpiente, como en frenar Angélica fue rauda cuando vio que el guerrero se acercaba. 12 De un paladín gallardo se trataba, hijo de Amón, señor de Montalbán, a quien Bayardo, su corcel, un día se escapó de su mano en raro lance. En cuanto su mirada dio en la dama, reconoció al instante, aun desde lejos, el bello rostro y el semblante angélico que en amorosa red lo tiene preso. 13 La dama da la vuelta al palafrén, lo aguija a toda rienda por el bosque, ya por los claros o las espesuras, sin buscar el camino más seguro: fuera de sí, desencajada y pálida, deja que el corcel vaya a su capricho. Aquí y allá, vagó tanto en la selva, que acabó por hallar una ribera. 14 En la ribera dio con Ferragut, todo cubierto de sudor y polvo, a quien la mucha sed y el gran cansancio lo habían alejado del combate. Después, para su mal, al detenerse con ansia de beber precipitada, el yelmo, ay, se le cayó en el río y ya casi lo daba por perdido. 15 Despavorida, la doncella iba gritando lo más fuerte que podía; con los gritos se yergue el sarraceno en la orilla, y al ver su rostro cerca la conoce al momento, aunque ella estaba, por el temor, muy pálida y turbada; de tiempo atrás no sabe nada de ella, pero es sin duda Angélica la bella. 16 Como él era cortés y quizá ardía su corazón como el de los dos primos, con petulancia le ofreció su ayuda como si conservase aún el yelmo: sacó la espada y fue desafiante a Rinaldo, que en nada le temía. Se conocían bien, y muchas veces estuvieron sus armas frente a frente. 17 Así dio inicio una feroz batalla a espadas, pues a pie se combatían: ni la armadura, ni la espesa malla, ni aun un yunque aguantara tales golpes. Mientras se afanan uno contra otro, el palafrén aprieta más el paso, pues cuanto lo permiten sus pezuñas lo aguija la doncella puesta en fuga. 18 Después de mucho fatigarse en vano cada guerrero en someter al otro, ninguno de los dos pudo tenerse por más diestro en el uso de las armas; el primero en hablar al caballero de España fue el señor de Montalbán, como quien tiene el corazón ardiendo y se consume sin hallar remedio. 19 Dijo al pagano: —Crees que la ofensa es sólo para mí, y es también tuya: si es que acaso los rayos luminosos del nuevo sol te han abrasado el pecho, ¿qué ganas con tenerme entretenido? Aunque al final me mates o me apreses, no creas que será tuya la dama, pues cuanto más tardamos, más escapa. 20 Mejor será, si de verdad la amas, que te atravieses pronto en su camino para que se demore y no se vaya todavía más lejos. Sólo entonces, cuando ella esté en nuestro poder, la espada habrá de decidir quién la hace suya: porque tan largo afán, de lo contrario, no hará otra cosa que perjudicarnos—. 21 No disgustó al pagano la propuesta y la competición fue interrumpida; tal paz nació entre ellos, de tal modo la ira y el odio se desvanecieron, que el pagano al partir no permitió que el buen hijo de Amón siguiese a pie: con gentileza en su corcel lo monta y a la zaga de Angélica galopa. 22 ¡Oh gran bondad de antiguos caballeros! Eran rivales, en la fe contrarios, tenían todo el cuerpo dolorido con los feroces golpes que se dieron, y ahora van juntos por oscuras selvas y torcidas veredas sin recelo. Cuatro espuelas picaban al caballo y llegó hasta un sendero bifurcado. 23 Como ignoraban cuál de los caminos había preferido la doncella (pues en los dos había huellas frescas sin diferencias que los distinguiesen), siguieron el designio de la suerte, Rinaldo uno, Ferragut el otro. Se adentró por el bosque el sarracino y volvió al punto del que había salido. 24 Está de nuevo, pues, en la ribera en donde el yelmo se le hundió en el agua. Como sabe que no hallará a la dama, piensa en recuperar el yelmo hundido, y por la parte donde le cayera se abisma en lo más hondo de las ondas, pero en la arena está tan sepultado, que muy arduo será recuperarlo. 25 Con una enorme rama deshojada hizo un largo varal y lo más hondo del río revolvió, y no quedó parte que no batiera, hurgara y removiera. Así iba prolongando su dilema con insistencia y rabia jamás vistas, cuando emergió del río un caballero mostrando el pecho con aspecto fiero. 26 Iba todo cubierto de armadura, excepto la cabeza, y sujetaba en la mano derecha un yelmo: el mismo que Ferragut había buscado en vano. Se volvió a Ferragut con gesto airado y dijo: —Oh tú, marrano, fementido, ¿por qué te irritas por perder el yelmo si hace tiempo que debes devolvérmelo? 27 Acuérdate, pagano, que al dar muerte al hermano de Angélica juraste (¡y aquí lo tienes!) que a los pocos días tirarías también el yelmo al río. Y ahora que la Fortuna favorece mi deseo y no el tuyo, no te enfades; y si te enfadas, piensa que la causa no es otra que tu falta de palabra. 28 Si pretendes un yelmo fino y bueno, busca otro con más honor logrado: el paladín Orlando lleva uno que fue de Almonte, y es quizá más fino el que Rinaldo le quitó a Mambrino. Gana con tu valor alguno de esos y déjame este a mí, pues lo juraste y la palabra debe respetarse—. 29 Tan improvisamente aparecida esta sombra en el agua, el sarraceno, pálido el rostro y erizado el pelo, enmudeció y no pudo decir nada. Cuando oyó que el mismísimo Argalía, a quien había dado muerte, ahora le afeaba su falta de palabra, de vergüenza y de ira se abrasaba. 30 Como era cierto lo que le decía y no supo inventar ninguna excusa, se quedó enmudecido y sin respuesta; le horadó el corazón tanta vergüenza, que juró por la vida de Lanfusa no cubrir su cabeza con más yelmo que aquel tan especial que en Aspramonte le quitó el buen Orlando al fiero Almonte. 31 Esta vez observó su juramento mucho mejor que en otras ocasiones. Insatisfecho parte, y todavía durante muchos días se concome. Sólo piensa en hallar al paladino y por doquier lo busca sin descanso. Otra ventura al buen Rinaldo espera, pues caminó por diferente senda. 32 Al poco ve Rinaldo ante sus ojos a su corcel dando feroces saltos: —¡Para, Bayardo, so, detén el paso, que siento el infortunio de tu ausencia!—. Pero el sordo caballo no retorna y escapa cada vez más velozmente. Rinaldo insiste y de ira se consume, mas sigamos a Angélica que huye. 33 Huye a través de selvas espantosas, lugares yermos y deshabitados. Los ruidos que oye entre el follaje y las ramas de cedros, olmos y hayas hacen que, con temores no previstos, encuentre aquí o allá rumbos extraños, y en cualquier sombra vista en la montaña se teme que Rinaldo esté a su espalda. 34 Igual que la gamuza o cabritilla que entre las frondas de su bosque ha visto que el leopardo desgarró a su madre las entrañas, el pecho o la garganta, y huye del cazador entre las selvas temblando de pavor y de recelo: en cualquier zarza que al pasar menea se imagina en las fauces de la fiera. 35 Un día con su noche fue vagando y aun otro día sin saber por dónde. Llegó por fin a un bosquecillo ameno que el aire más sutil refresca y mueve. Dos arroyos clarísimos renuevan la hierba sin descanso, y el murmullo de su lento fluir entre las guijas produce una dulcísima armonía. 36 Creyendo, pues, que estaba ya segura y alejada mil millas de Rinaldo, cansada del calor y del camino, decide reposar por un momento: desmonta entre las flores y da suelta al caballo, que al verse sin las riendas yerra en torno a las ondas cristalinas, de fresca hierba y de verdor ceñidas. 37 Cerca de allí ve una espesura llena de espinos blancos y de rosas rojas que en el agua se espeja, y amparada del sol por las altísimas encinas; permite así este espacio la más fresca estancia entre las sombras más secretas, y es la fronda tan rica y tan tupida, que ni entra el sol, ni puede entrar la vista. 38 En su interior las tiernas hierbas forman un suave lecho que al reposo invita. Entra la bella dama y allí mismo se tiende, se acurruca y se adormece. Pero por poco tiempo, porque cree oír unas pisadas que se acercan. Se levanta del lecho muy despacio y ve en la orilla a un caballero armado. 39 No sabe si es amigo o enemigo, dudosa entre el temor y la esperanza, y aguarda con tal ansia el fin del lance, que en su aflicción ni a suspirar se atreve. Desciende el caballero junto al río posando la mejilla sobre el brazo: tan abstraído está en su pensamiento que parece de ruda piedra hecho. 40 Más de una hora estuvo pensativo y cabizbajo el paladín doliente; después, con tono triste y afligido tan suavemente comenzó a dolerse, que hasta una roca se compadeciera y un tigre cruel clemente se tornara. Suspira y llora y son como veneros sus mejillas, y el pecho un Mongibelo. 41 —Pensamiento que hielas y que abrasas mi corazón, por el dolor roído, ¿qué puedo hacer si ya he llegado tarde y otro ha cogido el fruto antes que yo? Sólo obtuve palabras y miradas y otro ha gozado del botín entero. Si no hay fruto ni flor que yo merezca, ¿por qué mi corazón sufre por ella? 42 La doncella es lo mismo que la rosa, que en su jardín reposa protegida entre espinas y está sola y segura, pues no hay grey ni pastor que se le acerque; el aire y el rocío de la aurora y la tierra y el agua la tutelan. Los galanes y las enamoradas en el pecho o la sien suelen mostrarlas. 43 Pero en cuanto la rosa es arrancada del verde cepo, del materno tallo, pierde todo el favor, gracia y belleza que los hombres y el cielo le conceden. La virgen, que su flor custodiar debe más que sus ojos o su vida y deja que otro la coja, pierde su excelencia y los demás amantes la desprecian. 44 Que sea vil a los demás y sólo la ame aquel a quien hizo tanta ofrenda. ¡Ay, Fortuna cruel, Fortuna ingrata! Los demás triunfan, yo sin nada muero. ¿Será que no merezco ya su gracia? ¿Será que puedo ya perder mi vida? ¡Prefiero ver mis horas acabadas y dejar de vivir, si no he de amarla!—. 45 Si alguno me pregunta quién es este que derrama en el río tantas lágrimas, le diré que es el rey de la Circasia Sacripante, de amor atormentado; y diré más, porque su pesadumbre tiene una sola causa, el ser amante, uno más de los que esta hermosa tiene: ella lo ha conocido fácilmente. 46 A causa de este amor había llegado desde Oriente hasta donde el sol se abate; en India se enteró, para su mal, que ella seguía a Orlando hacia Poniente; y en Francia supo que el emperador la encerró para darla al más intrépido paladín que en la guerra contra el Moro con más honor sirviese al Lis de Oro. 47 Él asistió al combate y allí supo de la cruel derrota del rey Carlo: buscó algún rastro de la bella Angélica, pero no hubo manera de encontrarlo. Ésta es, pues, la penosa y triste nueva que lo hace padecer de mal de amores y proferir palabras tan sombrías, que de lástima el sol se detendría. 48 Mientras éste se aflige y se lamenta haciendo de sus ojos tibias fuentes y va diciendo muchas más razones que no creo preciso referiros, decide su fortuna caprichosa que al oído de Angélica se acerquen, y así tal ocasión se le presenta, que ni en mil años alcanzar creyera. 49 Con enorme atención la bella atiende al llanto, a las palabras y al semblante de aquel que jamás deja de adorarla; no es la primera vez que ella lo sabe, pero, incapaz de compasión, se muestra más fría y dura que una roca, al modo de quien a todos sin piedad desdeña, pues nadie en su opinión es digno de ella. 50 Pero el verse perdida en aquel bosque le aconseja tomarlo como guía, pues es muy terco el que no pide ayuda cuando se halla con el agua al cuello. Si esta oportunidad desaprovecha, jamás encontrará tan buena escolta, pues conoce hace mucho al rey y sabe que es más leal que cualquier otro amante. 51 Mas no tiene intención de dar alivio al ansia que destruye a quien la ama, ni reparar tanto dolor pasado con el placer que todo amante ansía, sino tan sólo urdir algún engaño para poder tenerlo esperanzado, y en cuanto de este ardid se haya servido, vuelta a su natural empedernido. 52 Del matorral oscuro y fosco sale de improviso ostentando su belleza, igual que de la selva o de la gruta aparecen Diana o Citerea, y dice: —Paz, amigo, y que a tu lado defienda Dios mi fama y no permita que contra la razón, porque no hay causa, tengas de mí una opinión tan falsa—. 53 No con más gozo, no con tanto asombro levantó madre alguna la mirada hacia el hijo al que diera por perdido cuando sin él volvieron los ejércitos, como gozo y asombro el sarraceno sintió al ver de improviso ante sus ojos aquel altivo porte, los modales gallardos y el angélico semblante. 54 De dulce y amoroso afecto henchido, hacia su amada y diosa fue corriendo, que estrechamente se abrazó a su pecho (cosa que en el Catay nunca la hiciera). Este abrazo le lleva el pensamiento al refugio natal, al reino patrio, y así se aviva en ella la esperanza de volver a ver pronto su morada. 55 Ella le cuenta todo lo ocurrido desde que le ordenó viajar a Oriente para solicitar al rey la ayuda de sericanos y de nabateos; y le cuenta que Orlando la ha salvado de la muerte, la infamia y los peligros, y que conserva la virgínea flor igual que estaba el día en que nació. 56 A lo mejor era verdad, mas nadie con dos dedos de frente lo creyera; pero él, que sucumbió en peores yerros, sin extrañarse lo creyó posible. Lo que ve el hombre, Amor lo hace invisible, y Amor nos hace ver lo que no existe. En fin, se lo creyó, que el triste suele creerse fácilmente lo que quiere. 57 —Si por bobo no supo el caballero de Anglante aprovechar las ocasiones —para sí se decía Sacripante—, pues peor para él, que la Fortuna no le volverá a hacer tan gran obsequio; yo no tengo interés en imitarlo ni en desaprovechar un bien tan grande, porque no haría más que lamentarme. 58 Fresca y lozana cogeré la rosa, pues la tardanza mengua su esplendor. Sé bien que a una mujer no hay cosa alguna que le sea más dulce y placentera, pese a que ella se muestre desdeñosa y tal vez melancólica y doliente. Ni por desdén fingido o por rechazo dejaré de pintar lo que he trazado—. 59 Así dice, y en tanto que se apresta al dulce asalto, llega a sus oídos desde el bosque vecino un gran estrépito y a su pesar desiste de la empresa: se cala el yelmo (pues, a vieja usanza, llevaba siempre presta la armadura), le apareja las riendas al caballo y se monta en la silla, lanza en mano. 60 Por el bosque aparece un caballero ostentando fiereza y gallardía: de blanco cual la nieve va vestido y un cándido penacho por cimera. Viendo el rey Sacripante con fastidio que aquella aparición inoportuna interrumpió el placer que tanto ansiaba, lo contempla con pérfida mirada. 61 Se acerca y sin dudar lo desafía, creyéndose capaz de derribarlo. El otro, que no creo que valiese ni una migaja menos, vindicándose, corta las amenazas por lo sano, aguija y a la vez la lanza enristra. Con ímpetu arremete Sacripante y frente a frente corren a atacarse. 62 Ni leones ni toros al batirse con tanta furia y crueldad acuden como van al combate estos guerreros, que a la par destrozaron sus escudos. Con el tremendo choque se estremecen fértiles valles y desnudos cerros; menos mal que eran buenas las corazas e hicieron que sus pechos se libraran. 63 No torcieron su marcha los caballos y se embistieron como dos carneros; el del guerrero infiel, que era magnífico, murió al instante tras la acometida; cayó el otro también, mas fue bastante sentir la espuela para levantarse. El del rey sarraceno halló la muerte trabando con su peso a su jinete. 64 Y cuando el vencedor desconocido vio abatido al rival bajo el caballo, sin interés por proseguir la lucha, se quedó satisfecho con el duelo y se lanzó al galope por la selva siguiendo la vereda más derecha. Cuando el pagano sale de su aprieto, ya se ha alejado el otro un largo trecho. 65 Igual que se levanta el aturdido y medroso labriego tras el rayo que lo sorprendió arando con sus bueyes, muertos a causa del furor fulmíneo, y ve sin hojas ni prestancia el pino que cotidianamente divisaba, así cuando se irguió quedó el pagano, y Angélica lo estaba presenciando. 66 Gime y suspira, pero no dolido por algún hueso roto o algún brazo dislocado, mas sólo por vergüenza: jamás tuvo en la vida tal sonrojo; y por si fuese poco haber caído, su amada fue la que le prestó ayuda. A fe mía que hubiese enmudecido a no ser que ella hubiese hablado y dicho: 67 —Animaos, señor, no os angustiéis, pues no tuvisteis culpa en la caída: fue culpa del corcel, que precisaba pasto y reposo, no nuevos torneos. Y no merece gloria aquel guerrero que como perdedor se ha comportado: por lo que a mí respecta, pienso y creo que en marcharse del campo fue el primero—. 68 Mientras ella consuela al sarraceno, al galope tendido en un rocín, portando un cuerno y un morrión colgados, acude de improviso un mensajero que les parece exhausto y abatido. Se acerca a Sacripante y le pregunta si ha cruzado un guerrero la floresta con blanco escudo y cándida cimera. 69 Respondió Sacripante: —Me ha rendido aquí mismo y acaba de marcharse; dime su nombre, por favor, que quiero saber quién me dejó tan mal parado—. Y el mensajero dijo: —Sin demora daré satisfacción a tu deseo: debes saber que te tiró por tierra el ínclito valor de una doncella. 70 Es mujer muy gallarda y muy hermosa y no voy a esconderte más su nombre: es Bradamante quien te ha arrebatado todo el honor que habías conseguido—. Tras esta explicación del mensajero no acabó el sarraceno muy contento: sin saber qué decir ni hacer, se queda con la cara encendida de vergüenza. 71 Reflexionó durante largo tiempo en lo ocurrido, pero siempre en vano, porque al saberse por mujer vencido, más se entristece cuanto más lo piensa; y sin decir palabra, quedamente montó el otro corcel y ofreció a Angélica la grupa, postergando su cortejo para mejor y más feliz momento. 72 En cuanto de aquel sitio se alejaron un par de millas, un enorme estruendo se oyó a su alrededor y parecía que el bosque entero estaba estremeciéndose; apareció un corcel majestuoso, con paramento de oro guarnecido: vadea arroyos, matorrales salta y a su paso los árboles arrasa. 73 —Si no enturbia mis ojos —dijo ella— la confusión del aire o del follaje, Bayardo es el corcel que está cruzando el bosque por la parte más espesa. Lo reconozco sin dudar: Bayardo. ¡Qué bien ha comprendido nuestro apuro! Una montura para dos no basta y viene a remediar lo que nos falta—. 74 Desmonta el circasiano y se aproxima con la intención de asirlo por el freno; se volteó el corcel como un relámpago y le dio con las ancas su respuesta, mas no atinó de lleno la pezuña. ¡Pobre del paladín si lo alcanzaba! Con su coz rompería este caballo un monte de metal en mil pedazos. 75 Después acude manso a la doncella con humilde semblante y gesto humano, igual que un perro que rabea y salta cuando tras unos días ve a su amo. El buen Bayardo aún la recordaba: en Albraca comía de su mano en el tiempo en que estaba enamorada de Rinaldo, mas él la despreciaba. 76 Toma la rienda con su mano izquierda y con la otra le acaricia el pecho; Bayardo, con ingenio prodigioso, se deja sujetar como un cordero; la ocasión aprovecha Sacripante y lo monta, lo aguija y lo domeña. Entonces deja Angélica la grupa de su corcel y ocupa la montura. 77 Echa un vistazo alrededor y aprecia que a pie se está acercando un hombre armado; de desdén y de cólera encendida, ve que es el sucesor del duque Amón. Más que a su propia vida él la desea; cual la grulla al halcón lo odia ella. Hubo un tiempo en que él la odiaba a muerte y ella lo amó: se revolvió su suerte. 78 Sucedió por efecto de las aguas con virtudes opuestas de dos fuentes que están en las Ardenas, no muy lejos: una produce un amoroso afán, la otra llena de odio a quien la bebe y al punto hiela las antiguas llamas. De una gustó Rinaldo: ama y adora; Angélica bebió el odio en la otra. 79 Aquel licor mezclado con secreta ponzoña que el amor trueca en desprecio, hace que en cuanto ha visto ya a Rinaldo se le nublen a Angélica los ojos, y con voz temblorosa y con el rostro tristísimo suplica a Sacripante que no espere más tiempo a aquel guerrero y que con ella continúe huyendo. 80 —¿Es que acaso he perdido tanto crédito con vos —dijo después el sarraceno— que me creéis inepto e incapaz de defenderos hoy de este guerrero? ¿Acaso os olvidáis de las batallas de Albraca y de la noche en que, luchando por vuestra salvación, solo y desnudo, os libré de Agricán y de los suyos?—. 81 Ella no le responde y ya no sabe qué hacer, porque Rinaldo se aproxima amenazando al sarraceno a voces, pues ha reconocido a su caballo y el angélico rostro que ha encendido su corazón en amoroso fuego. Lo que se avino entre estos dos soberbios para el canto siguiente lo reservo.
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