Leer se encuentra en relación directa con una ley muy importante de la creación, que reza de este modo: no hay egresos sin ingresos. Es una de las más fabulosas maneras de ingresar. Vivencialmente, todo creador asimila con insaciable voracidad, pues cada segundo de su existir le resulta enorme y fatalmente sensible. Vivir es ejercicio metabólico, y hay que cumplirlo alta y hondamente si se quiere crear, tanto en dirección horizontal como vertical. Vivir, para un creador, incluye todos los cuadrantes de la duración, y exhibe, como el árbol —símbolo de vida y cultura—, un geotropismo positivo y otro negativo, y en el jalón armonioso de ambos es que logramos la fructificación de lo transcendente. Pero leer es otra faceta de lo vivido, que sobresale por una intensa abundancia y una abundante extensión. Donde no alcanza la vivencia directa según las posibilidades que signan en específico a cada existencia, la de leer se propaga y conquista inimaginables baluartes. En principio, liga generacionalmente, y a través de sus mágicas operaciones cohabitamos con los que un día fueron sobre la tierra. A través suyo nos vamos hacia todas partes y venimos de todas partes —según la rica asunción de la esfericidad martiana— con la carga de vida que nuestros ojos y sienes puedan sostener, con lo cual nuestras miradas —y sus potencialidades de visualización— se matizan y aumentan estereométricamente. Crecemos, más allá de nosotros, en nosotros, desde nosotros, y basta con esculpir en un soporte la entrega de nuestra palabra para posibilitar el saludo de los que ya germinan sobre el pulso estremecido del tiempo. Leer es una perfecta bisagra, y una llave que abre todas las puertas, tanto de las pulsaciones como de los horizontes, pues en el hechizado polígono de la página esa acción magnífica suscita un alzamiento de catedrales con el polvo de oro de los signos.
(Apunte del 25 de enero del año 2020 extraído de un cuaderno personal de notas. La ilustración es una descarga gráfica del autor).
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