Leer es imaginar. La imaginación es la antesala del pensamiento. El primer pensamiento es siempre una imagen. En su origen, el término imagen quiere decir idea. Así que por razones consustanciales a nuestra naturaleza, la imaginación —que es el proceso por el cual obtenemos y elaboramos imágenes según diferentes fines—es la primera operación cognoscitiva, nuestra más directa relación con lo que existe allá fuera y dentro de nosotros mismos. En el plano de la más profunda relación con la realidad, tanto objetiva como subjetiva, la posibilidad de exteriorizar e intercambiar imágenes es una verdadera revolución del ser, un giro copernicano en la intelección y manipulación del mundo. Uno de esos puntos nodales es la aparición de la escritura, que eleva la representación para nuestro propio proceso del pensar. La escritura no emplea un material objetivo —como el hueso, el barro, la piedra, la madera, el mineral, el mármol…—para inscribir la imaginación. Emplea un signo que es el signo de los signos, una imagen-palabra, una idea-palabra, una Palabra. La historia de la escritura y la invención primero del libro y de la imprenta después cuentan la maravillosa novela de cómo logramos que lo que imaginamos para pensarlo pueda ser plasmado y distribuido. Así que cualquier lector frente a una página se encuentra imaginando, está inmerso en un proceso profundo que consiste en imaginar. Si no imagina, no puede atravesar el signo hacia las pantallas comunicativas que destellan detrás de la opacidad sígnica. No ve nada, es decir, solo ve palabras. Quien ve solo palabras no ve realmente nada. Cuando lo escrito es cotidiano y persigue un intercambio práctico, tal vez vea, dada la costumbre del diálogo ya sumamente consensuado, que ha acabado en seco estereotipo; pero cuando lo escrito es material de introspección y sensibilidad, por el grado de fricción y sumersión en lo inconsciente que puede desarrollar, es poco probable que vea con suficiente luz, y se le antoje un cuerpo ciego, totalmente caprichoso e irracional. Lo primero es siempre alcanzar la imagen. Si no se alcanza la imagen, no se lee. Incluso en el lenguaje expositivo directo, no ya el de ficción, es indispensable la imaginación para poder delinear la concepción del mundo que se nos trasmite: en esa cosmovisión que captamos por vía intuitiva es que arribamos a lo comunicado, que es siempre una esfera de interacción, un trasiego de subjetividades plasmando con precisión y elegancia. Así que la poesía, por ejemplo, como una de las más altas e integrales de las comunicaciones conocidas, urge de una capacidad generosa de imaginación por parte del lector. El lector tiene la obligación de imaginar, no exactamente de comprender según leyes ecuacionales. El que más imagina, mejor lee. Pero tiene que imaginar según los signos que se le proveen, sin adulterarlos, contaminarlos o enderezarlos hacia fines ajenos a la lectura. La lectura establece las reglas de operatividad para la imaginación del lector, sin que el lector pierda su autonomía: él cocrea, añade, enriquece, colora, multiplica, irradia el sentido, pero tiene que sujetarse a los significados. Los significados también son dinámicos, pero lo más movilizador y participante es el sentido. Y el sentido se elabora con mayor plausibilidad cuando se tiene una fina y abundante imaginación.
(Apunte del 23 de marzo del año 2020 extraído de un cuaderno personal de notas. La ilustración es una descarga gráfica del autor).
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