Honoré de Balzac (Tours, 20 de mayo de 1799-París, 18 de agosto de 1850) fue un novelista francés representante de la llamada novela realista del siglo XIX. Trabajador infatigable, elaboró una obra monumental, La comedia humana, ciclo coherente de varias decenas de novelas cuyo objetivo era describir de modo casi exhaustivo a la sociedad francesa de su tiempo para, según su famosa frase, hacerle «la competencia al registro civil». El siguiente cuento pertenece al gran conjunto de La comedia humana, matizado, además de por las grandes novelas, por cuentos y relatos.
La Bolsa
A Sofka
¿No ha observado usted, señorita, que, cuando colocaban dos figuras en adoración a ambos lados de una bella santa, los pintores o los escultores de la Edad Media nunca dejaron de imprimirles un parecido filial? Al ver su nombre entre los que me son queridos y bajo cuya protección pongo mis obras, acuérdese de esa conmovedora armonía, y encontrará aquí no tanto un homenaje como la expresión del fraternal afecto que le profesa
Su servidor
DE BALZAC.
Hay para las almas fáciles a la efusión una hora deliciosa que sobreviene de improviso en el momento en que todavía no es de noche y ya no es de día; el fulgor crepuscular lanza entonces sus suaves colores o sus extraños reflejos sobre todos los objetos, y favorece una ensoñación que armoniza vagamente con los juegos de la luz y de la sombra. El silencio que casi siempre reina en ese instante lo vuelve más especialmente grato a los artistas que se recogen, se distancian unos pasos de sus obras en las que no pueden seguir trabajando, y las juzgan embriagándose con el tema cuyo sentido íntimo se manifiesta entonces ante los ojos interiores del genio. Quien no haya permanecido pensativo al lado de un amigo durante ese momento de poéticos sueños comprenderá a duras penas sus indecibles beneficios. Merced al claroscuro, las argucias materiales empleadas por el arte para hacer creer en las realidades desaparecen por completo. Si se trata de un cuadro, los personajes que representa parecen hablar y andar: la sombra se vuelve sombra, la luz es luz, la carne está viva, los ojos se mueven, la sangre corre por las venas y las telas proyectan tonos irisados. La imaginación ayuda a la naturalidad de cada detalle y entonces solo se ven las bellezas de la obra. En ese momento, la ilusión reina despóticamente: ¿despierta acaso con la noche? Para el pensamiento, ¿no es la ilusión una especie de noche que nosotros amueblamos de sueños? La ilusión despliega entonces sus alas, arrastra el alma al mundo de las fantasías, mundo fértil en caprichos voluptuosos donde el artista olvida el mundo positivo, la víspera y el día siguiente, el futuro, todo, hasta sus miserias, tanto las buenas como las malas. En esa hora de magia, un joven pintor, hombre de talento, y que en el arte no veía más que el arte mismo, estaba subido en una escalera de mano que le servía para pintar un enorme y alto lienzo casi terminado. Allí, criticándose, admirándose de buena fe, nadando en el curso de sus pensamientos, se sumía en una de esas meditaciones que arroban el alma y la acrecientan, acarician y consuelan. Su ensoñación duró mucho tiempo sin duda. Llegó la noche. Sea que quisiera bajar de la escalera, sea que hubiese hecho un movimiento imprudente creyéndose en el suelo, el hecho no le permitió tener un recuerdo exacto de las causas de su accidente, se cayó, su cabeza fue a dar contra un taburete, perdió el conocimiento y permaneció inmóvil durante un lapso de tiempo cuya duración no pudo apreciar. Una dulce voz le sacó de la especie de embotamiento en que estaba sumido. Cuando abrió los ojos, el fulgor de una luz intensa se los hizo cerrar al instante; pero, a través del velo que envolvía sus sentidos, oyó el cuchicheo de dos mujeres y sintió dos jóvenes, dos tímidas manos entre las que reposaba su cabeza. Pronto recuperó el conocimiento y pudo percibir, a la luz de una de esas antiguas lámparas llamadas de doble corriente de aire, la más deliciosa cabeza de joven que nunca había visto, una de esas cabezas que a menudo pasan por un capricho del pincel, pero que de pronto hizo realidad para él las teorías de ese bello ideal que cada artista se crea y del que proviene su talento. El rostro de la desconocida pertenecía, por así decir, al tipo fino y delicado de la escuela de Prudhon, y poseía también esa poesía que Girodet daba a sus figuras fantásticas. La frescura de las sienes, la regularidad de las cejas, la pureza de las líneas, la virginidad fuertemente impresa en todos los rasgos de aquella fisonomía, hacían de la joven una creación perfecta. El talle era esbelto y delgado, las formas frágiles. Sus ropas, aunque sencillas y limpias, no anunciaban fortuna ni miseria. Al volver en sí, el pintor expresó su admiración con una mirada de sorpresa y dio las gracias balbuciendo. Notó su frente oprimida por un pañuelo y reconoció, a pesar del peculiar olor de los talleres de pintor, el fuerte aroma del éter, empleado sin duda para sacarlo de su desvanecimiento. Luego terminó viendo a una anciana, que se parecía a las marquesas del Antiguo Régimen, y que sostenía la lámpara mientras daba consejos a la joven desconocida.
—Señor –respondió la joven a una de las preguntas hechas por el pintor cuando todavía se encontraba presa del aturdimiento producido en sus ideas por la caída–, mi madre y yo hemos oído el ruido de su cuerpo al caer al suelo, y hemos creído oír un gemido. El silencio que ha sucedido a la caída nos asustó, y nos hemos apresurado a subir. Al encontrar la llave en la cerradura, felizmente nos hemos permitido entrar y lo hemos visto tendido en el suelo, inmóvil. Mi madre ha ido a buscar todo lo necesario para hacer una compresa y reanimarle. Está herido en la frente, aquí, ¿lo nota?
—Sí, ahora sí –respondió.
—Bah, no será nada –dijo la anciana–. Por suerte, su cabeza ha ido a dar contra este maniquí.
—Me siento infinitamente mejor –respondió el pintor–, solo necesito un coche para volver a casa. La portera irá a buscarme uno.
Quiso reiterar su agradecimiento a las dos desconocidas; pero, a cada frase, la anciana le interrumpía diciendo:
—Mañana, señor, procure ponerse sanguijuelas o hacerse una sangría, beba unas tazas de vulneraria, cuídese, las caídas son peligrosas.
La joven miraba a hurtadillas al pintor y los cuadros del taller. Su actitud y sus miradas revelaban un recato perfecto; su curiosidad podía tomarse como distracción, y sus ojos parecían expresar ese interés que las mujeres muestran, con una espontaneidad llena de gracia, por todo lo que es una desgracia para nosotros. Las dos desconocidas parecían olvidar las obras del pintor en presencia del pintor doliente. Cuando las hubo tranquilizado sobre su estado, se retiraron tras examinarlo con una solicitud tan desprovista de énfasis como de familiaridad, sin hacerle preguntas indiscretas ni tratar de inspirarle el deseo de conocerlas. Sus acciones estuvieron marcadas por el sello de una naturalidad exquisita y por el buen gusto. Sus modales nobles y sencillos produjeron al principio poco efecto sobre el pintor; pero más tarde, cuando recordó todas las circunstancias de aquel suceso, se sintió vivamente impresionado. Al llegar al piso sobre el que estaba situado el taller del pintor, la anciana exclamó con voz suave:
—Adélaïde, te has dejado abierta la puerta.
—Ha sido para ir a socorrerme –respondió el pintor con una sonrisa de agradecimiento.
—Madre, usted ha bajado hace un momento –replicó la joven sonrojándose.
—¿Quiere que lo acompañemos hasta abajo? –dijo la madre al pintor–. La escalera está oscura.
—Se lo agradezco, señora, estoy mucho mejor.
—¡Agárrese bien a la barandilla!
Para que pueda comprenderse todo lo que esta escena podía tener de estimulante y de inesperado para el pintor, hay que añadir que solo hacía unos pocos días había instalado su taller en el sobrado de aquella casa, situada en el lugar más oscuro, y por tanto el más lleno de barro, de la calle de Surène, casi ante la iglesia de la Madeleine, a dos pasos de su piso, que se encontraba en la calle de los Champs-Élysées. La celebridad que le había ganado su talento y lo había convertido en uno de los artistas más apreciados en Francia, empezaba a alejarlo de la necesidad y disfrutaba, según su expresión, de sus últimas miserias. En vez de ir a trabajar a uno de esos talleres situados cerca de los arrabales y cuyo módico alquiler se hallaba antes en relación con la modestia de sus ganancias, había satisfecho un deseo renovado a diario, ahorrándose una larga caminata y la pérdida de un tiempo que para él se había vuelto más precioso que nunca. Nadie en el mundo hubiera inspirado tanto interés como Hippolyte Schinner si hubiera consentido en darse a conocer; pero no hacía a la ligera la confidencia de los secretos de su vida. Era el ídolo de una madre pobre que lo había educado a costa de las más duras privaciones. La señorita Schinner, hija de un granjero alsaciano, nunca había estado casada. Su alma tierna fue lastimada cruelmente en el pasado por un hombre rico que no se preciaba de poseer gran delicadeza en amor. El día en que, joven y en todo el esplendor de su belleza, en toda la gloria de su vida, sufrió, a expensas de su corazón y de sus bellas ilusiones, ese desencanto que nos alcanza tan despacio y tan deprisa, porque queremos creer lo más tarde posible en el mal y siempre nos parece que llega demasiado pronto, ese día fue todo un siglo de reflexiones, y fue también el día de los pensamientos religiosos y de la resignación. Rechazó las limosnas del que la había engañado, renunció al mundo y convirtió en gloria su falta. Se entregó por entero al amor maternal pidiéndole, a cambio de los goces sociales de los que se despedía, todas sus delicias. Vivió de su trabajo, acumulando un tesoro en su hijo. Y más tarde, en un día, en una hora, este le pagó los largos y lentos sacrificios de su indigencia. En la última exposición, su hijo había recibido la cruz de la Legión de Honor. Los periódicos, unánimes a favor de un talento ignorado, aún resonaban con elogios sinceros. Los artistas mismos reconocían a Schinner por un maestro, y los marchantes cubrían de oro sus cuadros. A los veinticinco años, Hippolyte Schinner, al que su madre había transmitido su alma de mujer, había comprendido mejor que nunca su situación en el mundo. Queriendo devolver a su madre los goces de que la sociedad la había privado durante tanto tiempo, vivía para ella, esperando a fuerza de gloria y fortuna verla un día feliz, rica, considerada, rodeada de hombres célebres. Por eso, Schinner había elegido sus amigos entre los hombres más honorables y más distinguidos. Exigente en la elección de sus relaciones, quería elevar todavía más su posición, que su talento ya había llevado tan alto. Obligado a permanecer en la soledad por aquella madre de elevados pensamientos, el trabajo al que se había consagrado desde su juventud le había permitido conservar las bellas creencias que adornan los primeros días de la vida. Su alma adolescente no desconocía ninguno de los mil pudores que hacen del joven un ser aparte cuyo corazón rebosa felicidad, poesía, esperanzas vírgenes, débiles a ojos de la gente que se cree de vuelta de todo, pero profundos porque son sencillos. Estaba dotado de esas maneras dulces y corteses que tan bien sientan al alma y seducen incluso a quienes no las comprenden. Era de buena figura. Su voz, que salía del corazón, removía en el de los demás sentimientos nobles, y daba muestras de verdadera modestia por cierto candor de su acento. Al verle, se sentían arrastrados hacia él por una de esas atracciones morales que los sabios, por suerte, aún no saben analizar: encontrarían en ellas algún fenómeno de galvanismo o la secuela de no sé qué fluido, y formularían nuestros sentimientos mediante proporciones de oxígeno y de electricidad. Quizás estos detalles permitan comprender a la gente de carácter audaz y a los hombres pagados de sí mismos por qué, durante la ausencia del portero, al que había enviado en busca de un coche a la esquina de la calle de la Madeleine, Hippolyte Schinner no hizo a la portera pregunta alguna sobre las dos personas cuyo buen corazón se había desvelado por él. Pero aunque respondiese con sí y no a las preguntas, naturales en tal circunstancia, que le fueron hechas por aquella mujer sobre su accidente y sobre la oficiosa intervención de las inquilinas que ocupaban el cuarto piso, no pudo impedir que obedeciese al instinto de los porteros; le habló de las dos desconocidas de acuerdo a los intereses de su política y según los juicios subterráneos de la portería.
—Ah –le dijo–, sin duda se trata de la señorita Leseigneur y su madre, que viven aquí hace cuatro años. Todavía no sabemos lo que hacen esas damas; por la mañana, y solo hasta mediodía, viene a ayudarlas una vieja sirvienta medio sorda y que no habla más que un mudo; por la tarde, dos o tres viejos señores, condecorados como usted, señor, uno de ellos con coche y criados, y al que se le suponen sesenta mil libras de renta, llegan a su casa, y a menudo se quedan hasta muy tarde. Por lo demás, son inquilinas muy tranquilas, como usted, señor; y además ahorrativas, porque viven con nada; en cuanto llega una carta, la pagan. Lo curioso, señor, es que la madre se apellida de distinto modo que la hija. ¡Ah!, cuando van a las Tullerías, la señorita va muy flamante, y nunca sale sin que la sigan unos cuantos jóvenes a los que ella da con la puerta en las narices, y hace bien. El propietario no toleraría…
El coche había llegado, Hippolyte dejó de oir y volvió a su casa. Su madre, a la que contó su aventura, vendó de nuevo su herida y no le permitió volver al día siguiente al taller. Consultado el médico, que le extendió varias recetas, Hippolyte se quedó tres días en casa. Durante esa reclusión, su imaginación desocupada le recordó vivamente, y como por fragmentos, los detalles que siguieron a la escena de su desvanecimiento. El perfil de la joven se dibujaba con fuerza sobre las tinieblas de su visión interior: veía de nuevo el rostro marchito de la madre o aún sentía las manos de Adélaïde, recuperaba un gesto que al principio le había impresionado poco, pero cuyas gracias exquisitas fueron puestas de relieve por el recuerdo; luego, una actitud o los sonidos de una voz melodiosa embellecidos por la distancia reaparecían de golpe, como esos objetos que hundidos en el fondo de las aguas vuelven a la superficie. Por eso, el día que pudo reanudar su trabajo, regresó temprano al taller; pero la visita que indiscutiblemente tenía derecho a hacer a sus vecinas fue la verdadera causa de su prisa; ya se le habían olvidado sus cuadros empezados. En el momento en que una pasión rompe sus mantillas, se encuentran placeres inexplicables que comprenden los que han amado. De ahí que algunas personas sabrán por qué subió el pintor despacio los escalones del cuarto piso, y conocerán el secreto de las pulsaciones que se sucedieron rápidamente en su corazón en el momento en que vio la puerta oscura del modesto piso habitado por la señorita Leseigneur. Esta joven, que no llevaba el apellido de su madre, había despertado mil simpatías en el joven pintor, que quería ver entre ella y él algunas semejanzas de situación, y la dotaba de las desgracias de su propio origen. Mientras trabajaba, Hippolyte se dejó llevar encantado por pensamientos amorosos, e hizo mucho ruido para obligar a las dos damas a ocuparse de él como él se ocupaba de ellas. Se quedó hasta muy tarde en el taller, comió allí; luego, hacia las siete, bajó a casa de sus vecinas.
Ningún pintor de costumbres se ha atrevido a iniciarnos, tal vez por pudor, en los interiores realmente curiosos de ciertas existencias parisinas, en el secreto de esas viviendas de donde salen, con vestidos tan frescos y elegantes, mujeres tan brillantes que, ricas en apariencia, dejan ver en cualquier parte de su casa los signos de una fortuna equívoca. Si la pintura queda dibujada aquí con demasiada franqueza, si el lector la encuentra de una extensión excesiva, no acuse a la descripción, que forma, por así decir, cuerpo con la historia, pues el aspecto del piso habitado por sus dos vecinas influyó mucho en los sentimientos y esperanzas de Hippolyte Schinner.
La casa pertenecía a uno de esos propietarios en los que preexiste un profundo horror por las reparaciones y las mejoras, uno de esos hombres que consideran su posición de propietario parisino como un estado. En la gran cadena de las especies morales, esa gente ocupa el lugar intermedio entre el avaro y el usurero. Optimistas por cálculos, todos ellos son fieles al statu quo de Austria. Si les habláis de mover de sitio una alacena o una puerta, de practicar el más indispensable de los respiraderos, sus ojos brillan, su bilis se remueve, se encabritan como caballos asustados. Cuando el viento ha derribado algunas tejas de sus chimenea, se ponen malos y dejan de ir al Gymnase o a la Porte-Saint-Martin a causa de las reparaciones. Hippolyte, que, a propósito de ciertas mejoras imprescindibles en su taller, había disfrutado gratis de la representación de una escena cómica con el señor Molineux, no se extrañó de los tonos negros y grasientos, de los colores aceitosos, de las manchas y otros accesorios bastante desagradables que decoraban los revestimientos. Por otro lado, tales estigmas de miseria no carecen de poesía a ojos de un artista.
La señorita Leseigneur salió a abrir ella misma la puerta. Al reconocer al joven pintor, lo saludó; luego, al mismo tiempo, con esa habilidad parisina y esa presencia de ánimo que da el orgullo, se volvió para cerrar la puerta de un tabique vidriado a través del cual Hippolyte habría podido vislumbrar algunas prendas de ropa tendidas sobre cuerdas encima de hornillos económicos, un viejo catre, las brasas, el carbón, las planchas, el fregadero, la vajilla y todos los utensilios propios de los hogares modestos. Unas cortinas de muselina bastante limpias ocultaban cuidadosamente aquelcapharnaüm, palabra de uso común para designar familiarmente esa especie de laboratorios, mal iluminado además por unos huecos por los que se filtraba la luz de un patio contiguo. Con la rápida ojeada de los artistas, Hippolyte vio el destino, los muebles, el conjunto y el estado de aquella primera pieza dividida en dos. La parte honorable, que servía a un tiempo de recibimiento y de comedor, estaba tapizada con un viejo papel de color aurora y con rebordes aterciopelados, fabricado sin duda por Réveillon, y cuyos agujeros y manchas habían sido cuidadosamente disimulados con obleas. Unas estampas representando las batallas de Alejandro por Lebrun, pero en marcos desdorados, adornaban simétricamente las paredes. En medio de aquella pieza había una mesa de caoba maciza, de forma anticuada y bordes gastados. Una pequeña estufa, cuyo tubo recto y sin codo apenas se percibía, se hallaba delante de la chimenea, cuyo hogar contenía un armario encastrado. Por extraño contraste, las sillas ofrecían algunos vestigios de un pasado esplendor, eran de caoba tallada; pero el cuero rojo del asiento, los clavos dorados y los cañutillos mostraban cicatrices tan numerosas como las de los viejos sargentos de la Guardia Imperial. Esa pieza servía de museo para ciertas cosas que solo se encuentran en esa clase de hogares anfibios, objetos sin nombre que participan a la vez del lujo y de la miseria. Entre otras curiosidades, Hippolyte reparó en un catalejo magníficamente adornado, suspendido sobre el pequeño espejo verdoso que decoraba la chimenea. Para emparejar aquel extraño mobiliario, había entre la chimenea y el tabique un mal aparador pintado en caoba, de todas las maderas la más difícil de imitar. Pero las baldosas rojas y resbaladizas, las malas y pequeñas alfombras colocadas delante de las sillas, y los muebles, todo relucía con esa limpieza frotada que presta un falso lustre a los objetos viejos y acentúa todavía más sus defectos, su edad y sus largos servicios. Reinaba en aquella pieza un olor indefinible, resultado de las exhalaciones de la leonera mezcladas con los vapores del comedor y los de la escalera, aunque la ventana estuviese entreabierta y el aire de la calle agitase las cortinas de percal, cuidadosamente corridas a fin de ocultar el vano donde los inquilinos precedentes habían dejado constancia de su presencia con diversas incrustaciones, especie de frescos domésticos. Adélaïde abrió rápidamente la puerta de la otra habitación, donde introdujo al pintor con cierto placer. Hippolyte, que en el pasado había visto en casa de su madre los mismos signos de indigencia, los observó con la singular viveza de impresión que caracteriza las primeras adquisiciones de nuestra memoria, y captó mejor de lo que habría hecho cualquier otro los detalles de aquella existencia. Al reconocer las cosas de su vida de niño, aquel buen joven no sintió ni desprecio por aquella desgracia oculta, ni el orgullo del lujo que acababa de conquistar para su madre.
—Bueno, señor, espero que no se resienta ya de su caída –le dijo la anciana madre levantándose de una vieja mecedora colocada junto a la chimenea y ofreciéndole un sillón.
—No, señora. Vengo para darles las gracias por los buenos cuidados que me prestaron, sobre todo a la señorita, que me oyó caer.
Al decir esta frase, impregnada de la adorable estupidez que prestan al alma las primeras turbaciones del amor verdadero, Hippolyte miraba a la joven. Adélaïde encendía la lámpara de doble corriente de aire, sin duda para hacer desaparecer una vela contenida en una gran palmatoria de cobre y adornada con algunas estrías en relieve conseguidas gracias a un vaciado extraordinario. Saludó con un gesto ligero, fue a poner la palmatoria en el recibimiento, volvió para colocar la lámpara sobre la chimenea y se sentó al lado de su madre, algo más atrás que el pintor, a fin de poder contemplarle a gusto mientras fingía estar muy ocupada en el vértice de la lámpara, cuya luz, captada por la humedad de un cristal empañado, chisporroteaba debatiéndose con una mecha negra y mal cortada. Al ver el gran espejo que adornaba la chimenea, Hippolyte puso enseguida los ojos en él para admirar a Adélaïde. El pequeño ardid de la joven no sirvió, pues, más que para azorar a los dos. Mientras hablaba con la señora Leseigneur, ya que Hippolyte le dio ese apellido a la ventura, examinó el salón, pero de forma discreta y a hurtadillas. Apenas se veían las figuras egipcias de los morillos de hierro en un hogar lleno de cenizas donde unos tizones trataban de juntarse ante un falso tronco de terracota, enterrado con tanto cuidado como puede serlo el tesoro de un avaro. Una vieja alfombra de Aubusson muy remendada, muy pasada, gastada como el traje de un inválido, no cubría por completo el piso cuya frialdad se dejaba sentir en los pies. Las paredes tenían por adorno un papel rojizo, imitando lustrina con dibujos amarillos. En medio de la pared opuesta a las ventanas, el pintor vio una hendidura y las rendijas producidas en el papel por las puertas de una alcoba donde sin duda dormía la señora Leseigneur, y que ocultaba mal un canapé colocado delante. Frente a la chimenea, encima de una cómoda de caoba cuyos adornos no carecían de riqueza ni de gusto, se hallaba el retrato de un militar de alta graduación que la escasa luz no permitió distinguir al pintor; pero, por lo poco que vio, pensó que aquel espantoso mamarracho debía de haber sido pintado en China. En las ventanas, unas cortinas de seda roja estaban descoloridas como el mueble tapizado de amarillo y rojo de aquel salón de dos tonalidades. Sobre el mármol de la cómoda, una preciosa bandeja de malaquita contenía una docena de tazas de café, magníficamente pintadas y hechas sin duda en Sèvres. Encima de la chimenea se elevaba el eterno reloj de péndulo del Imperio, un guerrero guiando los cuatro caballos de un carro cuya rueda lleva en cada radio la cifra de una hora. Las bugías de los candelabros estaban amarillentas por el humo, y en cada esquina de la repisa se veía un jarrón de porcelana coronado de flores artificiales llenas de polvo y guarnecidas de moho. En el centro de la pieza, Hippolyte pudo ver una mesa de juego preparada y cartas nuevas. Para un observador, había un no sé qué de desolador en el espectáculo de aquella miseria maquillada como una anciana que quiere hacer mentir a su rostro. Ante aquel espectáculo, cualquier hombre de buen sentido se habría planteado en secreto y desde un principio esta especie de dilema: o estas dos mujeres son la probidad misma, o viven de intrigas y del juego. Pero al ver a Adélaïde, un joven tan puro como Schinner debía creer en la inocencia más perfecta y prestar a las incoherencias de aquel mobiliario las causas más honorables.
—Hija mía –dijo la vieja dama a la joven–, tengo frío, enciéndenos un poco de fuego y dame mi chal.
Adélaïde fue a una habitación contigua al salón donde sin duda dormía ella, y volvió trayendo a su madre un chal de cachemira que, nuevo, debió de costar mucho, sus dibujos eran indios; pero viejo, ajado y lleno de remiendos, armonizaba con los muebles. La señora Leseigneur se envolvió en él muy artísticamente y con la habilidad de una anciana que pretendiese hacer creer en la verdad de sus palabras. La joven corrió enseguida a la leonera y reapareció con un puñado de astillas que arrojó valientemente al fuego para reanimarlo.
Sería bastante difícil traducir la conversación que tuvo lugar entre estas tres personas. Guiado por el tacto que casi siempre prestan las desgracias sufridas desde la infancia, Hippolyte no osaba permitirse la menor observación sobre la posición de sus vecinas, al ver a su alrededor los síntomas de una estrechez tan mal disimulada. La pregunta más simple hubiera sido indiscreta y solo tenía derecho a hacerla una amistad de muchos años. Sin embargo, el pintor estaba profundamente preocupado por aquella miseria oculta, su alma generosa sufría por ello; pero, sabiendo lo que toda clase de compasión, incluso la más amistosa, puede tener de ofensivo, estaba incómodo por el desacuerdo existente entre sus pensamientos y sus palabras. Las dos señoras hablaron al principio de pintura, pues las mujeres adivinan muy bien la secreta intranquilidad que causa una primera visita; quizá ellas también la sienten, pero la naturaleza de su espíritu les proporciona mil recursos para vencerla. Al preguntar al joven sobre los procedimientos materiales de su arte, sobre sus estudios, Adélaïde y su madre supieron animarlo para que hablara. Las indefinibles naderías de su conversación animada por la benevolencia indujeron con toda naturalidad a Hippolyte a emitir observaciones o reflexiones que pintaron la naturaleza de sus costumbres y de su alma. Los pesares habían marchitado prematuramente el rostro de la vieja dama, sin duda bella en el pasado; pero ya solo le quedaban los rasgos salientes, los contornos, en una palabra, el esqueleto de una fisonomía cuyo conjunto indicaba una gran finura, mucha gracia en el movimiento de los ojos, en los que se reconocía la expresión peculiar de las mujeres de la antigua corte y que nada podría definir. Aquellos rasgos tan finos, tan sutiles, lo mismo podían denotar sentimientos malvados, hacer suponer la astucia y la malicia femeninas en un alto grado de perversidad, que revelar las delicadezas de un alma bella. En efecto, para los observadores vulgares, el rostro de la mujer tiene de embarazoso lo siguiente: que la diferencia entre la franqueza y la duplicidad, entre el genio de la intriga y el genio del corazón, es imperceptible en ellos. El hombre dotado de una vista penetrante adivina esos matices inasequibles que producen una línea más o menos curva, un hoyuelo más o menos profundo, una protuberancia más o menos abombada o prominente. La apreciación de estos diagnósticos pertenece por completo al dominio de la intuición, la única que puede hacer descubrir lo que cada cual está interesado en ocultar. Con el rostro de aquella vieja dama ocurría lo mismo que con el piso que habitaba: parecía tan difícil saber si aquella miseria cubría vicios o una alta probidad como reconocer si la madre de Adélaïde era una antigua coqueta habituada a sopesar todo, a calcular todo, a vender todo, o una mujer cariñosa, llena de nobleza y de amables cualidades. Pero, a la edad de Schinner, el primer impulso del corazón es creer en el bien. Por eso, al contemplar la frente noble y casi desdeñosa de Adélaïde, al mirar sus ojos llenos de sentimiento y de ideas, respiró, por así decir, los suaves y modestos perfumes de la virtud. En medio de la charla, aprovechó la ocasión de hablar de los retratos en general, para tener derecho a examinar el horroroso pastel en el que todas las tonalidades habían palidecido, y cuyo polvo se había caído en gran parte.
—Sin duda, ustedes aprecian esta pintura por el parecido, ¿verdad?, porque el dibujo es horrible –dijo mirando a Adélaïde.
—Fue hecha en Calcuta, con mucha prisa –respondió la madre con una voz emocionada.
Contempló el informe bosquejo con ese abandono profundo que dan los recuerdos de felicidad cuando despiertan y caen sobre el corazón como un benéfico rocío a cuyas refrescantes impresiones nos gusta abandonarnos; pero también hubo en la expresión del rostro de la anciana los vestigios de un duelo eterno. Por lo menos así quiso interpretar el pintor la actitud y la fisonomía de su vecina, a cuyo lado fue entonces a sentarse.
—Señora –dijo–, dentro de poco tiempo los colores de ese pastel habrán desaparecido. El retrato ya solo existe en su memoria. Allí donde usted seguirá viendo un rostro que le es querido, los demás ya no podrán ver nada. ¿Me permitirá usted que traslade ese parecido al lienzo? En él quedará fijado con mayor o menor solidez que sobre este papel. Concédame, en gracia a nuestra vecindad, el placer de prestarle ese favor. Hay horas en las que a un artista le gusta descansar de sus grandes composiciones con trabajos de un alcance menos elevado, para mí será una distracción rehacer esa cabeza.
La anciana se estremeció al oír estas palabras, y Adélaïde lanzó sobre el pintor una de esas miradas recogidas que parecen ser un chorro del alma. Hippolyte quería pertenecer a sus dos vecinas por algún vínculo y ganarse el derecho a mezclarse en su vida. Su ofrecimiento, al dirigirse a los afectos más vivos del corazón, era el único que podía hacer: satisfacía su orgullo de artista y no tenía nada de ofensivo para las dos damas. La señora Leseigneur aceptó sin premura ni pesar, pero con esa conciencia de las grandes almas que conocen la extensión de los lazos que anudan semejantes obligaciones, y que los convierten en un elogio magnífico, en una prueba de afecto.
—Me parece –dijo el pintor— que ese uniforme es el de un oficial de marina.
—Si –respondió ella–, es el de los capitanes de navío. El señor de Rouville, mi marido, murió en Batavia a consecuencia de una herida recibida en un combate contra un navío inglés que encontró frente a las costas de Asia. Iba a bordo de una fragata de cincuenta y seis cañones, y el Revenge era un navío de noventa y seis. La lucha fue muy desigual; pero se defendió con tanto valor que pudo sostenerla hasta la noche y escapar. Cuando regresé a Francia, Bonaparte aún no tenía el poder, y me negaron una pensión. Cuando, hace poco, volví a solicitarla, el ministro me dijo con dureza que si el barón de Rouville hubiese emigrado, yo le habría conservado; que sin duda hoy sería contralmirante; en fin, su Excelencia terminó hablándome de no sé qué ley sobre prescripción de derechos. Si di ese paso, al que mis amigos me habían empujado, solo fue por mi pobre Adélaïde. Siempre he sentido repugnancia a tender la mano en nombre de un dolor que arrebata a una mujer su voz y sus fuerzas. No me gusta esa tasación pecuniaria de una sangre irremediablemente vertida…
—Madre, ese tema de conversación siempre le hace daño.
Tras estas palabras de Adélaïde, la baronesa Leseigneur de Rouville inclinó la cabeza y guardó silencio.
—Señor –dijo la joven a Hippolyte–, yo creía que los trabajos de los pintores eran por lo general poco ruidosos.
A esto, Schinner empezó a sonrojarse al recordar el ruido que había hecho. Adélaïde no prosiguió y le salvó de alguna mentira al levantarse de pronto cuando oyó el ruido de un coche que se detenía en la puerta; fue a su habitación, de donde volvió enseguida con dos candelabros dorados provistos de velas ya empezadas que encendió rápidamente; y, sin esperar el sonido de la campanilla, abrió la puerta de la primera pieza, donde dejó la lámpara. El ruido de un beso dado y recibido llegó hasta el corazón de Hippolyte. La impaciencia que el joven sintió por ver quién trataba a Adélaïde con tanta familiaridad no quedó satisfecha inmediatamente, pues los recién llegados mantuvieron con la joven una conversación en voz baja que le pareció muy larga. Por fin, la señorita de Rouville reapareció seguida por dos hombres cuyo traje, fisonomía y aspecto son toda una historia. El primero, de unos sesenta años, llevaba uno de esos trajes inventados, según creo, para Luis XVIII, a la sazón reinante, y en los que el problema indumentario más difícil fue resuelto por un sastre que debería ser inmortal. Ese artista conocía, a buen seguro, el arte de las transiciones, que fue el genio de aquel tiempo tan inestable políticamente. ¿No es mérito rarísimo saber juzgar la propia época? Aquel traje, que los jóvenes de hoy pueden tomar por fábula, no era ni civil ni militar y podía pasar al mismo tiempo por militar y por civil. Unas flores de lis bordadas adornaban las vueltas de los faldones traseros. También los botones dorados estaban flordelisados. Sobre los hombros, dos presillas de galón parecían reclamar dos hombreras inútiles. Estos dos síntomas de milicia estaban allí como una petición sin recomendación. En el viejo, el ojal de aquel traje de paño azul turquí estaba florido con varias cintas. Sin duda, debía de llevar siempre en la mano su tricornio adornado con un cordón de oro, porque las nevadas alas de sus cabellos empolvados no ofrecían huella de la presión del sombrero. Parecía no tener más de cincuenta años, y gozar de una salud robusta. Aunque revelaba el carácter leal y franco de los viejos emigrados, su fisonomía también denotaba las costumbres libertinas y fáciles, las pasiones alegres y la despreocupación de aquellos mosqueteros, tan célebres antaño en los fastos de la galantería. Sus gestos, su actitud y sus modales anunciaban que no quería corregirse ni de sus ideas monárquicas, ni de su religión ni de sus amoríos.
Una figura realmente fantástica seguía a este pretencioso volatinero de Luis XIV (ese fue el remoquete que dieron los bonapartistas a esos nobles restos de la monarquía); pero, para pintarla bien, habría que convertirla en objeto principal del cuadro en el que solo es un accesorio. Imaginad un personaje seco y enjuto, vestido como lo estaba el primero, pero del que no era, por así decir, más que el reflejo, o la sombra si queréis. El traje, nuevo en uno, era viejo y ajado en el otro. El polvo de los cabellos parecía menos blanco en el segundo, menos brillante el oro de las flores de lis, más desesperadas y más retorcidas las trabillas de las hombreras, más débil la inteligencia, más avanzada la vida hacia el término fatal que en el primero. En fin, hacía realidad esta frase de Rivarol sobre Champcenetz: «Es mi claro de luna». No era más que el doble del otro, el doble pálido y pobre, pues entre ellos había toda la diferencia que existe entre la primera y la última prueba de una litografía. Aquel viejo mudo fue un misterio para el pintor, y siguió siendo un misterio. El caballero, pues era caballero, no habló, y nadie le habló. ¿Era un amigo, un pariente pobre, un hombre que permanecía junto al viejo galán como una señorita de compañía junto a una vieja dama? ¿Ocupaba el lugar intermedio entre el perro, el loro y el amigo? ¿Había salvado la fortuna o solamente la vida de su bienhechor? ¿Era el Trim de un nuevo capitánTobías? Por otra parte, igual que en casa de la baronesa de Rouville, siempre excitaba la curiosidad sin satisfacerla nunca. ¿Quién podía, durante la Restauración, recordar el afecto que unía antes de la Revolución a este caballero con la mujer de su amigo, muerta hacía veinte años?
El personaje que parecía ser la más nueva de aquellas dos ruinas avanzó galantemente hacia la baronesa de Rouville, le besó la mano y se sentó a su lado. El otro saludó y se puso cerca de su modelo, a una distancia representada por dos sillas. Adélaïde fue a apoyar sus codos sobre el respaldo del sillón ocupado por el viejo gentilhombre, imitando, sin saberlo, la pose que Guérin dio a la hermana de Dido en su célebre cuadro. Aunque la familiaridad del gentilhombre fuese la de un padre, por el momento dio la impresión de que sus libertades desagradaban a la joven.
—¡Vaya! ¿Estás enfadada conmigo? –dijo él.
Luego lanzó sobre Schinner una de esas miradas oblicuas llenas de malicia y astucia, miradas diplomáticas cuya expresión revelaba la prudente inquietud y la curiosidad cortés de las personas bien educadas que parecen preguntar al ver a un desconocido: «¿Es de los nuestros?».
—Aquí tiene a nuestro vecino –dijo la anciana señalándole a Hippolyte–. El señor es un pintor célebre cuyo nombre debe resultarle conocido a pesar de su desinterés por las artes.
El gentilhombre reconoció la malicia de su vieja amiga en la omisión del apellido, y saludó al joven.
Por supuesto –respondió–, he oído hablar mucho de sus cuadros en el último Salón. El talento tiene hermosos privilegios, señor –añadió mirando la cinta roja del artista–. Esa distinción, que nosotros tenemos que adquirir al precio de nuestra sangre y de largos servicios, ustedes la obtienen jóvenes; pero todas las glorias son hermanas, añadió llevándose las manos a su cruz de San Luis.
Hippolyte balbució unas palabras de agradecimiento y volvió a su silencio, contentándose con admirar con un entusiasmo creciente la bella cabeza de la joven que lo tenía cautivado. Sumido rápidamente en aquella contemplación, no volvió a pensar en la miseria profunda de la vivienda. Para él, el rostro de Adélaïde destacaba en una atmósfera luminosa. Respondió brevemente a las preguntas que le dirigieron y que oyó afortunadamente gracias a una singular facultad de nuestra alma, cuyo pensamiento a veces puede en cierto modo desdoblarse. ¿A quién no le ha ocurrido permanecer sumido en una meditación voluptuosa o triste, escuchar su voz interior, y asistir a una conversación o a una lectura? Admirable dualismo que a menudo ayuda a soportar con paciencia a la gente aburrida. Fecunda y risueña, la esperanza derramó en él mil pensamientos de felicidad, y ya no quiso observar nada de lo que le rodeaba. Niño lleno de confianza, le pareció vergonzoso analizar un placer. Tras cierto lapso de tiempo, se dio cuenta de que la anciana y su hija jugaban con el viejo gentilhombre. En cuanto al satélite de este, fiel a su estado de sombra, permanecía de pie detrás de su amigo, cuyo juego le preocupaba, respondiendo a las mudas preguntas que le hacía el jugador con pequeñas muecas de aprobación que repetían los movimientos interrogadores de la otra fisonomía.
—Du Haiga, pierdo siempre –decía el gentilhombre.
—Se descarta mal –respondía la baronesa de Rouville.
—Hace tres meses que no he conseguido ganarle una sola partida –contestó él.
—¿El señor conde tiene ases? –preguntó la anciana.
—Sí. Otra vez un punto.
—¿Quiere que le aconseje? –decía Adélaïde.
—No, no, quédate delante de mí. ¡Canastos!, sería perder demasiado no tenerte delante.
La partida acabó por fin. El gentilhombre sacó de su bolsa y dijo, lanzando dos luises sobre el tapete, no sin humor:
—¡Cuarenta francos, justo como el oro. ¡Y diantre!, ya son las once.
—Son las once –repitió el personaje mudo mirando al pintor.
Al oír esta frase con mayor claridad que todas las otras, el joven pensó que era hora de retirarse. Volviendo entonces al mundo de las ideas vulgares, encontró algunos lugares comunes para tomar la palabra, saludó a la baronesa, a su hija, a los dos desconocidos, y salió presa de las primeras felicidades del amor verdadero, sin tratar de analizar los pequeños acontecimientos de aquella velada.
Al día siguiente, el joven pintor sintió el más violento deseo de ver de nuevo a Adélaïde. De haber escuchado a su pasión, habría entrado en casa de sus vecinas a las seis de la mañana, al llegar a su taller. Tuvo sin embargo la suficiente sensatez para esperar hasta la tarde. Pero tan pronto como creyó que podía presentarse en casa de la señora Rouville, bajó, llamó, no sin que su corazón latiese con fuerza; y, ruborizándose como una muchacha, pidió tímidamente el retrato del barón de Rouviile a la señorita Leseigneur que había acudido a abrirle.
—Pero pase –le dijo Adélaïde, que sin duda le había oído bajar de su taller.
El pintor la siguió, cohibido, desconcertado, sin saber qué decir, tan estúpido le volvía la felicidad. Ver a Adélaïde, escuchar el rumor de su vestido, tras haber deseado durante toda una mañana estar cerca de ella, después de haberse levantado cien veces diciendo: «¡Voy a bajar!» y no haber bajado, era para él vivir tan intensamente que tales sensaciones demasiado prolongadas le habrían gastado el alma. El corazón posee el singular poder de dar un valor extraordinario a cualquier nadería. ¿Qué alegría no es para un viajero recoger una brizna de hierba, una hoja desconocida, si ha arriesgado la vida en esa búsqueda? Las naderías del amor son así, la anciana no estaba en el salón. Cuando la joven se encontró en él a solas con el pintor, trajo una silla para alcanzar el retrato; pero, al darse cuenta de que no podía descolgarlo sin poner el pie sobre la cómoda, se volvió hacia Hippolyte y le dijo ruborizándose:
—No soy bastante alta. ¿Quiere cogerlo usted?
Un sentimiento de pudor, que ponían de manifiesto la expresión de su semblante y el acento de su voz, fue el verdadero motivo de su ruego; y el joven, comprendiéndolo así, le lanzó una de esas miradas inteligentes que son el lenguaje más dulce del amor. Al ver que el pintor lo había adivinado, Adélaïde bajó los ojos con un movimiento de orgullo cuyo secreto pertenece a las vírgenes. Sin encontrar nada que decir, y casi intimidado, el pintor cogió entonces el cuadro, lo examinó con mucha seriedad poniéndolo a la luz junto a la ventana, y se fue sin decirle a la señorita Leseigneur otra cosa que: «Se lo devolveré pronto». Durante ese rápido instante, los dos sintieron una de esas conmociones vivas cuyos efectos sobre el alma pueden compararse a los que produce una piedra lanzada al fondo de un lago. Las reflexiones más dulces nacen y se suceden, indefinibles, multiplicadas, sin objeto, agitando el corazón como las arrugas circulares que pliegan largo rato la onda a partir del punto en que ha caído la piedra. Hippolyte volvió a su taller armado con aquel retrato. Su caballete ya había sido provisto de un lienzo, junto a una paleta cargada de colores; los pinceles estaban limpios, y escogidos el lugar y la luz. Así que, hasta la hora de comer, trabajó en el retrato con ese ardor que los artistas ponen en sus caprichos. Volvió aquella misma noche a casa de la baronesa de Rouville, y se quedó desde las nueve hasta las once. Aparte de los diferentes temas de conversación, la velada fue muy parecida a la anterior. Los dos viejos llegaron a la misma hora, tuvo lugar la misma partida de los cientos, los jugadores dijeron las mismas frases, la cantidad perdida por el amigo de Adélaïde fue tan considerable como la perdida la víspera; solo Hippolyte, algo más audaz, se atrevió a hablar con la muchacha.
Así transcurrieron ocho días, durante los cuales los sentimientos del pintor y los de Adélaïde sufrieron esas deliciosas y lentas transformaciones que llevan las almas a una perfecta comprensión. Por eso, de día en día, la mirada con que Adélaïde acogía a su amigo se volvió más íntima, más confiada, más alegre, más franca; su voz, sus modales tuvieron algo más untuoso, más familiar. Schinner quiso aprender a jugar a los cientos. Ignorante y novicio, dejaba de marcar o marcaba mal los puntos con toda naturalidad, y, como el viejo, perdió casi todas las partidas. Sin haberse confiado aún su amor, los dos enamorados sabían que se pertenecían el uno al otro. Ambos reían, charlaban, se comunicaban sus pensamientos, hablaban de sí mismos con la ingenuidad de dos niños que, en el espacio de una jornada, se conocen como si se hubieran visto desde hacía tres años. Hippolyte se complacía en ejercer su poder sobre su tímida amiga. Fueron muchas las concesiones que le hizo Adélaïde, que, temerosa y llena de abnegación, era víctima de esos falsos enfados que el pretendiente menos hábil o la joven más ingenua inventa, y de los que se sirven sin cesar, igual que los niños mimados abusan del poder que les da el amor de su madre. Así, toda familiaridad cesó enseguida entre el viejo conde y Adélaïde. La muchacha comprendió las tristezas del pintor y los pensamientos ocultos en los pliegues de su frente, en el acento brusco de las pocas palabras que pronunciaba cuando el viejo besaba, sin remilgos, las manos o el cuello de Adélaïde. Por su parte, la señorita Leseigneur no tardó en pedir a su enamorado una cuenta severa de sus menores acciones; se sentía tan desgraciada, tan inquieta cuando Hippolyte no iba, sabía reñirle tan bien por sus ausencias que el pintor hubo de renunciar a ver a sus amigos, a frecuentar la sociedad. Adélaïde dejó traslucir los celos naturales en las mujeres al saber que, a veces, al salir de casa de la señora de Rouville, a las once de la noche, el pintor aún hacía algunas visitas y recorría los salones más brillantes de París. En su opinión, esa clase de vida era mala para la salud; luego, con esa convicción profunda a la que prestan tanto poder el acento, el gesto y la mirada de una persona querida, pretendió «que un hombre obligado a prodigar a varias mujeres a la vez su tiempo y las gracias de su talento no podía ser objeto de un afecto muy intenso». Así pues, el pintor se vio inducido, tanto por el despotismo de la pasión como por las exigencias de una joven enamorada, a vivir exclusivamente en aquel pequeño piso donde todo le agradaba. En fin, nunca hubo amor ni más puro ni más ardiente. Por ambas partes, la misma fe, la misma delicadeza hicieron crecer aquella pasión sin tener que recurrir a esos sacrificios con los que muchas personas tratan de demostrarse su amor. Entre ellos existía un intercambio continuo de sensaciones tan dulces que no sabían cuál de los dos daba o recibía más. Una inclinación involuntaria volvía cada vez más estrecha la unión de sus almas. El progreso de aquel sentimiento verdadero fue tan rápido que, dos meses después del accidente al que el pintor había debido la dicha de conocer a Adélaïde, la vida de ambos se había vuelto una misma vida. Por la mañana, la joven, al oír los pasos del pintor, podía decirse: «¡Ya está ahí!». Cuando Hippolyte volvía a casa de su madre a la hora de comer, nunca dejaba de pasar a saludar a sus vecinas; y por la noche acudía con puntualidad de enamorado a la hora acostumbrada. De tal modo que la mujer más despótica y más ambiciosa en amor no habría podido hacer el más leve reproche al joven pintor. Por eso Adélaïde saboreó una felicidad pura y sin límites al ver hacerse realidad en toda su extensión el ideal que tan natural es soñar a su edad. El viejo gentilhombre iba con menos frecuencia, el celoso Hippolyte le había reemplazado por la noche en el tapete verde, en sus constantes pérdidas en el juego. Sin embargo, en medio de su dicha, pensando en la desastrosa situación de la señora de Rouville, pues había obtenido más de una prueba de sus estrecheces, se vio asaltado por un pensamiento importuno. Al volver a su casa ya se había dicho varias veces: «¡Cómo! ¿Veinte francos todas las noches?». Y no se atrevía a confesarse a sí mismo odiosas sospechas. Tardó dos meses en hacer el retrato, y cuando lo hubo terminado, barnizado y enmarcado, lo consideró una de sus mejores obras. La señora baronesa de Rouville no había vuelto a hablar de él. ¿Era indiferencia u orgullo? El pintor no quiso buscar una explicación a ese silencio. Se confabuló alegremente con Adélaïde para poner el retrato en su sitio durante una ausencia de la señora de Rouville. Y un día, durante el paseo que su madre solía dar por las Tullerías, Adélaïde subió sola, por primera vez, al taller de Hippolyte so pretexto de ver el retrato a la favorable luz bajo la que había sido pintado. Se quedó muda e inmóvil, presa de una contemplación deliciosa en la que se fundían en uno solo todos los sentimientos de la mujer. ¿No se resumen todos en una admiración hacia el hombre amado? Cuando el pintor, inquieto por aquel silencio, se inclinó para ver a la joven, esta le tendió la mano sin poder decir una palabra; pero dos lágrimas habían caído de sus ojos; Hippolyte cogió aquella mano, la cubrió de besos y, durante un momento, se miraron en silencio, queriendo ambos confesarse su amor pero sin atreverse a hacerlo. El pintor conservó la mano de Adélaïde entre las suyas, un mismo calor y un mismo impulso les hicieron saber entonces que sus corazones latían con tanta fuerza el uno como el otro. Demasiado emocionada, la joven se alejó suavemente de Hippolyte y dijo, lanzándole una mirada llena de ingenuidad:
—¡Qué feliz va a hacer a mi madre!
—¡Cómo! ¿Solo a su madre? –preguntó él.
—¡Oh, yo ya lo soy demasiado.
El pintor bajó la cabeza y permaneció en silencio, asustado ante la violencia de los sentimientos que el acento de aquella frase despertó en su corazón. Comprendiendo entonces ambos el peligro de aquella situación, bajaron y colocaron el retrato en su sitio. Hippolyte almorzó por primera vez con la baronesa, que, enternecida y deshecha en llanto, quiso darle un beso. Por la noche, el viejo emigrado, antiguo camarada del barón de Rouville, hizo a sus dos amigas una visita para anunciarles que acababa de ser nombrado vicealmirante. Sus navegaciones terrestres a través de Alemania y Rusia le habían sido contabilizadas como campañas navales. Al ver el retrato, estrechó cordialmente la mano del pintor y exclamó:
—A fe que, aunque no merezca la pena conservar mi vieja osamenta, daría quinientas pistolas por verme retratado y tan parecido como lo está mi viejo amigo Rouville.
Ante aquella propuesta, la baronesa miró a su amigo y sonrió, dejando traslucir en su rostro las muestras de una repentina gratitud. Hippolyte creyó adivinar que el viejo almirante quería ofrecerle el precio de los dos retratos al pagar el suyo. Su orgullo de artista, quizá tanto como sus celos, se ofendió:
—Señor, si yo pintase retratos, no habría hecho este.
El almirante se mordió los labios y se puso a jugar. El pintor se quedó al lado de Adélaïde, que le propuso seis partidas a los cientos, él aceptó. Mientras jugaban, observó en la señora de Rouville un ardor por el juego que no dejó de sorprenderle. Nunca aquella anciana baronesa había manifestado un deseo tan ardiente por ganar, ni un placer tan intenso al palpar las monedas de oro del gentilhombre. Durante la velada, la felicidad de Hippolyte se vio turbada por malas sospechas que le infundieron desconfianza. Entonces, ¿vivía del juego la señora de Rouville? ¿No jugaba en aquel momento para pagar alguna deuda, o empujada por alguna necesidad? Quizá no había pagado el alquiler. Aquel viejo parecía ser lo bastante astuto para no dejarse robar impunemente su dinero. ¿Qué interés lo guiaba hasta aquella casa pobre, a él, tan rico? ¿Por qué, tan familiar antes con Adélaïde, había renunciado a confianzas adquiridas y tal vez debidas? Estas involuntarias reflexiones le indujeron a examinar al anciano y a la baronesa, cuyo aire de inteligencia y ciertas miradas de soslayo lanzadas sobre Adélaïde y sobre él le desagradaron. «¿Estarán engañándome?» fue para Hippolyte una última idea, horrible, ultrajante, en la que precisamente creyó lo bastante para sentirse torturado. Quiso quedarse hasta que los dos viejos se hubieran marchado para confirmar sus sospechas o disiparlas. Sacó su bolsa para pagar a Adélaïde; pero, arrebatado por sus angustiosos pensamientos, la puso sobre la mesa, y se sumió en una ensoñación que no duró mucho; luego, avergonzado de su silencio, se levantó, respondió a una pregunta trivial de la señora de Rouville y se acercó a ella para escrutar mejor, mientras hablaba, aquel viejo rostro. Salió presa de mil incertidumbres. Tras bajar unos cuantos escalones, volvió para recoger su bolsa olvidada.
—He olvidado mi bolsa –le dijo a la joven.
—No –respondió ella sonrojándose.
—Creía que estaba ahí –repuso él señalando la mesa de juego.
Avergonzado por Adélaïde y por la baronesa al no ver la bolsa allí, las miró con un aire alelado que las hizo reír, palideció y dijo palpándose el chaleco:
—Me habré equivocado, debo de tenerla encima.
En uno de los compartimentos de aquella bolsa había quince luises, y en el otro algunas monedas de calderilla. El robo era tan flagrante, lo negaban con tal descaro, que Hippolyte ya no tuvo la menor duda sobre la moralidad de sus vecinas; se detuvo en la escalera, que bajó penosamente; sus piernas temblaban, sentía vértigos, sudaba, tiritaba, y no tenía fuerzas para caminar, mientras luchaba con la atroz conmoción causada por el derrumbamiento de todas sus esperanzas. Desde ese momento, atrapó en su memoria una multitud de observaciones, en apariencia ligeras, pero que corroboraban sus horribles sospechas y que, al probarle la realidad del último hecho, le abrieron los ojos sobre el carácter y la vida de aquellas dos mujeres. ¿Es que habían esperado a que el retrato fuese entregado para robar aquella bolsa? Premeditado, el robo parecía aún más odioso. Para su desgracia, el pintor recordó que, desde hacía dos o tres veladas, Adélaïde, mientras fingía examinar, con curiosidad propia de una joven, la peculiar labor de la redecilla de seda gastada, probablemente verificaba el dinero que contenía la bolsa haciendo bromas inocentes en apariencia, pero que sin duda tenían por objeto espiar el momento en que la cantidad fuese lo bastante elevada para merecer la pena robarla. «El viejo almirante quizá tiene excelentes razones para no casarse con Adélaïde, y entonces la baronesa habrá tratado de…». Ante esta suposición se detuvo, sin concluir su pensamiento, que fue destruido por una reflexión muy justa. «Si la baronesa –pensó– espera casarme con su hija, no me habrían robado». Luego, para no renunciar a sus ilusiones, ni a su amor, arraigado ya con tanta fuerza, trató de buscar alguna justificación en el azar. «La bolsa se habrá caído al suelo –se dijo–, se habrá quedado en mi sillón. Quizá la llevo encima, ¡soy tan distraído!». Se registró con movimientos rápidos y no encontró la maldita bolsa. Su cruel memoria volvía a pintarle por momentos la fatal verdad. Veía con toda claridad su bolsa extendida sobre el tapete; pero, como ya no dudaba del robo, disculpaba a Adélaïde diciéndose que no se debía juzgar tan deprisa a los desgraciados. En aquella acción en apariencia tan degradante había sin duda un secreto. No quería que aquel orgulloso y noble rostro fuese una mentira. Sin embargo, aquel piso tan miserable le pareció desprovisto de la poesía del amor que lo embellece todo: lo vio sucio y deteriorado, lo consideró como la representación de una vida interior sin nobleza, ociosa, viciosa. Nuestros sentimientos, ¿no están, por así decir, escritos sobre las cosas que nos rodean? A la mañana siguiente se levantó sin haber dormido. El dolor del corazón, esa grave enfermedad moral, había hecho en él enormes progresos. Perder una felicidad soñada, renunciar a todo un futuro, es un sufrimiento más agudo que el causado por la ruina de una felicidad ya sentida, por más completa que haya sido: ¿no es la esperanza mejor que el recuerdo? Las meditaciones en que de pronto cae nuestra alma son entonces como un mar si orillas en cuyo seno podemos nadar durante un momento, pero donde nuestro amor debe ahogarse y perecer. Y es una muerte horrible. ¿No son los sentimientos la parte más brillante de nuestra vida? De esa muerte parcial provienen, en ciertos organismos, los grandes estragos producidos por los desencantos, por las esperanzas y las pasiones frustradas. Es lo que le ocurrió al joven pintor. Salió temprano, fue a pasear bajo las frescas sombras de las Tullerías, absorto en sus ideas y olvidado de todo el mundo. Allí encontró por casualidad a uno de sus amigos más íntimos, un compañero de colegio y de taller, con el que siempre había vivido mejor de lo que se vive con un hermano.
—Bueno, Hippolyte, ¿qué te pasa? –le dijo François Souchet, joven escultor que acababa de obtener el primer premio y pronto debía partir para Italia.
—Soy muy desgraciado –respondió gravemente Hippolyte.
—Solo una pena de amor puede entristecerte. Dinero, gloria, consideración, no te falta nada.
Insensiblemente empezaron las confidencias, y el pintor confesó su amor. En el momento en que habló de la calle de Surène y de una joven alojada en un cuarto piso: —¡Alto ahí! –exclamó alegremente Souchet–. Es una jovencita a la que voy a ver todas las mañanas a la Asunción, a la que hago la corte. Pero, querido, si la conocemos todos. ¡Su madre es baronesa! ¿Es que crees en las baronesas alojadas en un cuarto piso? Brrr ¡Ah, bueno!, eres un hombre de la edad de oro. Aquí, en esta alameda, vemos a su anciana madre todos los días, pero tiene una cara y un porte que lo dicen todo. ¡Cómo! ¿No has adivinado lo que es por su manera de llevar el bolso?
Los dos amigos pasearon largo rato, y varios jóvenes que conocían a Souchet o a Schinner se unieron a ellos. La aventura del pintor, considerada de poca importancia, les fue contada por el escultor.
—¡Y también él –decía– ha visto a esa pequeña!
Hubo comentarios, risas, burlas inocentes impregnadas de la alegría habitual de los artistas, pero que hicieron sufrir horriblemente a Hippolyte. Cierto pudor del alma le hacía sentirse incómodo al ver el secreto de su corazón tratado tan a la ligera, su pasión desgarrada, hecha jirones, y una joven desconocida, y cuya vida parecía tan modesta, sujeta a juicios verdaderos o falsos, emitidos con tanta despreocupación. Fingió sentirse movido por un espíritu de contradicción, pidió con toda seriedad a cada uno pruebas de sus afirmaciones, y las bromas empezaron de nuevo.
—Pero, querido amigo, ¿has visto el chal de la baronesa? –decía Souchet.
—¿No has seguido a la pequeña cuando va correteando por la mañana a la Asunción? –decía Joseph Bridau, joven pintorzuelo del taller de Gros.
—¡Ah!, entre otras virtudes, la madre tiene cierto vestido gris que me parece todo un modelo –dijo Bixiou, el caricaturista.
—Escucha, Hippolyte, –continuó el escultor–, ven aquí hacia las cuatro, y analiza un poco el modo de andar de la madre y de la hija. Si después dudas todavía, pues bueno, nunca se conseguirá nada de ti: serás capaz de casarte con la hija de tu portera.
Presa de los sentimientos más opuestos, el pintor dejó a sus amigos. Le parecía que Adélaïde y su madre debían estar por encima de aquellas acusaciones, y en el fondo de su corazón sentía remordimientos por haber sospechado de la pureza de aquella joven, tan bella y tan sencilla. Fue a su taller, pasó ante la puerta del piso donde estaba Adélaïde, y sintió dentro de sí un dolor de corazón sobre el que ningún hombre se engaña. Amaba a la señorita de Rouville tan apasionadamente que, a pesar del robo de la bolsa, seguía adorándola. Su amor era el del caballero Des Grieux que admiraba y purificaba a su amante hasta en la galera que lleva a prisión a las mujeres perdidas. «¿Por qué mi amor no había de convertirla en la más pura de todas las mujeres? ¿Por qué abandonarla al mal y al vicio sin tenderle una mano amiga?». Esa misión le agradó. El amor saca partido de todo. Nada seduce más a un joven que jugar el papel de genio benéfico con una mujer. Hay un no sé qué de novelesco en esa empresa que conviene a las almas exaltadas. ¿No es la abnegación la más amplia bajo la forma más elevada y la más graciosa? ¿No hay cierta grandeza en saber que se ama lo bastante para amar incluso donde el amor de los demás se extingue y muere? Hippolyte se sentó en su taller, contempló su cuadro sin hacer nada, viendo sus figuras solo a través de algunas lágrimas que rodaban de sus ojos, sosteniendo el pincel en la mano, avanzando hacia la tela como para suavizar un tono, pero sin tocarla. La noche le sorprendió en esa actitud. Despertado de su ensueño por la oscuridad, bajó, encontró al viejo almirante en la escalera, le lanzó una mirada sombría al saludarle, y escapó. Había tenido la intención de entrar en casa de sus vecinas, pero la vista del protector de Adélaïde le heló el corazón e hizo desvanecerse su propósito. Se preguntó por enésima vez qué interés podía llevar a un anciano de buena fortuna, con ochenta mil libras de renta, a aquel cuarto piso donde perdía unos cuarenta francos todas las noches; y ese interés, creyó adivinarlo. Al día siguiente, y en los sucesivos, Hippolyte se lanzó al trabajo para tratar de combatir su pasión con el entusiasmo de las ideas y la fogosidad de la inspiración. Lo consiguió a medias. El estudio le consoló sin llegar, no obstante, a sofocar los recuerdos de tantas horas de ternura pasadas junto a Adélaïde. Una noche, al abandonar su taller, encontró entreabierta la puerta del piso de las dos damas. Había una persona de pie, en el hueco de la ventana. La disposición de la puerta y de la escalera no permitía al pintor pasar sin ver a Adélaïde, la saludó fríamente lanzándole una mirada llena de indiferencia; pero, juzgando los sufrimientos de aquella joven por los suyos propios, sintió un estremecimiento interior al pensar en la amargura que aquella mirada y aquella frialdad debían arrojar en un corazón enamorado. ¿Coronar los más dulces goces que jamás hayan sentido dos almas puras con un desdén de ocho días, y con el desprecio más profundo, más completo?… ¡Horrible desenlace! Quizá habían encontrado la bolsa, y quizá todas las noches Adélaïde había esperado a su amigo. Este pensamiento tan sencillo, tan natural, hizo sentir de nuevo al amante remordimientos, se preguntó si las pruebas de afecto que la joven le había dado, si las deliciosas conversaciones henchidas de un amor que le había encantado, no merecían al menos una investigación, no valían una justificación. Avergonzado de haberse resistido durante una semana a los impulsos de su corazón, y sintiéndose casi un criminal por aquel combate, esa misma noche fue a casa de la señora Rouville. Todas sus sospechas, todos sus malos pensamientos se disiparon al ver a la joven pálida y demacrada.
—Dios mío, ¿qué le pasa? –le dijo después de haber saludado a la baronesa.
Adélaïde no le respondió, pero le dirigió una mirada llena de melancolía, una mirada triste, descorazonadora, que le hizo daño.
—Sin duda ha trabajado usted mucho –dijo la anciana–, está cambiado. Nosotras somos la causa de su reclusión. Ese retrato habrá retrasado algunos cuadros importantes para su prestigio.
Hippolyte se sintió feliz por encontrar una excusa tan buena para su falta de cortesía.
—Sí –dijo–, he estado muy ocupado, pero he sufrido…
A estas palabras, Adélaïde levantó la cabeza, miró a su enamorado, y sus ojos inquietos ya no le reprocharon nada.
—¿Y nos ha creído tan indiferentes a lo que puede ocurrirle de bueno o de malo? –dijo la anciana.
—He hecho mal –contestó él–. Sin embargo, hay pesares que no podrían confiarse a nadie, ni siquiera a un sentimiento menos reciente que este con el que me honran ustedes…
—La sinceridad, la fuerza de la amistad no deben medirse por el tiempo. He visto a viejos amigos que, en la desgracia, no derramaban ni una lágrima –dijo la baronesa moviendo la cabeza.
—Pero ¿qué le ocurre entonces? –preguntó el joven a Adélaïde.
—¡Oh, nada –respondió la baronesa–. Adélaïde ha pasado varias noches acabando una labor femenina, y no ha querido hacerme caso cuando le decía que un día más o menos importaba poco…
Hippolyte no escuchaba. Al ver aquellas dos figuras tan nobles, tan serenas, se avergonzaba de sus sospechas, y atribuía la pérdida de su bolsa a algún azar desconocido. Aquella velada fue deliciosa para él, y quizá también para ella. ¡Hay secretos que las almas jóvenes entienden tan bien! Adélaïde adivinaba los pensamientos de Hippolyte. Sin querer confesar sus errores, el pintor los reconocía, volvía a su amada más enamorado, más afectuoso, tratando así de comprar un perdón tácito. Adélaïde saboreaba unas alegrías tan perfectas, tan dulces que se daba por pagada suficientemente de todos los pesares que habían rozado con tanta crueldad su alma. La armonía tan verdadera de sus corazones, aquella comprensión llena de magia, fue sin embargo turbada por unas palabras de la baronesa de Rouville.
—¿Echamos nuestra partidita? –dijo ella–, porque mi viejo Kergarouët no me perdona.
Aquella frase despertó todos los temores del joven pintor, que se ruborizó al mirar a la madre de Adélaïde: pero sobre aquel rostro no vio más que la expresión de una bondad sin falsía: ninguna segunda intención destruía su encanto, su finura no era pérfida, su malicia parecía dulce, y ningún remordimiento alteraba su calma. Entonces se sentó ante la mesa de juego. Adélaïde quiso compartir la suerte del pintor, pretendiendo que él no conocía el juego de cientos y necesitaba un partner. La señora de Rouville y su hija se hicieron, durante la partida, señas de inteligencia que inquietaron a Hippolyte, sobre todo porque iba ganando; pero al final, una última jugada convirtió a los dos enamorados en deudores de la baronesa. Al querer buscar dinero en su faltriquera, el pintor retiró sus manos de encima de la mesa, y entonces vio delante de él una bolsa que Adélaïde había deslizado sin que él se diera cuenta, la pobre niña tenía en sus manos la antigua y fingía buscar en ella dinero para pagar a su madre. Toda la sangre de Hippolyte afluyó tan vivamente a su corazón que a punto estuvo de perder el conocimiento. La bolsa nueva que sustituía a la suya, y que contenía sus quince luises, estaba bordada de perlas de oro. Las anillas, las borlas, todo demostraba el buen gusto de Adélaïde, que sin duda había gastado todo su peculio en los adornos de aquella deliciosa labor. Era imposible decir con más delicadeza que el regalo del pintor solo podía ser recompensado por un testimonio de ternura. Cuando Hippolyte, abrumado de felicidad, volvió los ojos hacia Adélaïde y hacia la baronesa, las vio temblando de placer y felices por aquella adorable superchería. Se encontró a sí mismo pequeño, mezquino, necio; habría querido poder castigarse, desgarrarse el corazón. Algunas lágrimas asomaron a sus ojos, se levantó con un impulso irresistible, tomó a Adélaïde en sus brazos, la estrechó contra su corazón, le robó un beso; luego, con la buena fe de los artistas: «Se la pido por esposa», exclamó, mirando a la baronesa.
Adélaïde lanzaba al pintor miradas medio enojadas, y la señora de Rouville, algo sorprendida, buscaba una respuesta cuando la escena fue interrumpida por el ruido de la campanilla. El viejo vicealmirante apareció seguido por su sombra y por la señora Schinner. Tras haber adivinado la causa de las penas que su hijo trataba en vano de ocultarle, la madre de Hippolyte se había informado por algunos amigos sobre Adélaïde. Justamente alarmada ante las calumnias que pesaban sobre aquella joven sin que el conde de Kergarouët lo supiera, cuyo nombre le fue revelado por la portera, había ido a contárselas al vicealmirante, que, furioso, «quería –según dijo– cortarles las orejas a aquellos bergantes». Animado por su rabia, el almirante había confiado a la señora Schinner el secreto de sus pérdidas voluntarias en el juego, dado que el orgullo de la baronesa solo le dejaba ese ingenioso medio de socorrerla.
Cuando la señora Schinner hubo saludado a la señora de Rouville, esta miró al conde de Kergarouët, al caballero du Haiga, viejo amigo de la difunta condesa de Kergarouét, a Hippolyte, a Adélaïde, y dijo con la gracia del corazón:
—Parece que esta noche estamos en familia.
París, mayo de 1832
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