La persona que me puso en contacto con Basilia Papastamatíu, hará 30 años, fue Ezequiel Vieta, y me dijo que eran amigos y que ella escribía unos textos muy raros. Vieta, a quien yo entonces le preguntaba muchísimas cosas, como hice durante los 12 o 13 años que duró nuestra amistad, recuerdo que me miró medio incómodo cuando le pedí que me explicara cómo eran esos textos. Son muy extraños, repitió, y añadió que parecía prosa sin ser prosa, pero que había versos. Algo así. No puedo precisar si entonces Basilia le había prestado copias de algunos poemas suyos, y él puso esas copias en mis manos, durante alguna estancia en el mezzanine de Miramar, o si el hecho ocurrió cuando visité a Basilia por primera vez, que fue el día en que ella y yo nos sentimos como si estuviésemos dentro de una suerte de conjura literaria porque descubrió que yo leía entonces a algunos ensayistas franceses que ella admiraba (el Foucault de Las palabras y las cosas, por ejemplo) porque hacían de la reflexión un acto creativo muy singular.
El día de la visita yo llevé un cuento que ella leyó allí mismo. Recuerdo, con bastante precisión, de que el cuento, sobre un vampiro, estaba escrito en presente y en primera persona y que finalizaba así: “La noche acaece”. A ella le pareció como mínimo un tanto manierista y estilizado el hecho de que yo hubiera escrito una frase como esa, y empezamos a dialogar sobre ella, y sobre otras posibilidades de indicar que simplemente anochecía, o que la noche llegaba, o que se hacía de noche, y comprendí que estaba frente a una persona a quien las palabras le importaban y le importan muchísimo.
De entonces a acá, hemos cultivado una amistad sin efusiones, a veces complicada, pero firme, y hemos continuado conversando, y yo he escrito algunos trabajos sobre sus textos, y ella se ha aproximado al ensombrecimiento de mi espíritu, a mis libros, y siempre desde esa perspectiva del rigor y la lucidez. La verdad es que no sé cómo logra ella situarse en la aparente neutralidad de su sistema (el sistema de sus versos), o de qué modo alcanza a reverenciar, como si tal cosa, una especie de voz apolínea que guarda dentro de sí a una voz dionisíaca y tenaz que a su vez guarda a otra voz, en este caso medular y que es la más auténtica. Acaso ese pequeño misterio se explica en la analogía que ella misma, como ser humano, logra establecer contradictoriamente con su poesía, en la cual quizás estén sus ideas sobre la literatura. No han sido pocas las veces que me he preguntado cuáles son los fundamentos de la articulación que se produce entre su personalidad y la escritura asentada, cimentada con severidad y con una singular prudencia estilística, que vemos en sus libros, obras a mi modo de ver absolutamente inusuales, precisas, casi confinadoras, reclusivas, y de un grado notable de exigencia.
Alguna vez definí su poesía como una corriente exploratoria que se acerca, sin ademanes excesivos, a lo exhausto, y no a causa de un debilitamiento sino debido a una radicalidad extremada en la búsqueda de lo esencial. Ella, más que escribirlos, dibuja sus versos, o los susurra después de oírlos dentro de sí una y otra vez hasta saciarse de aquello que no puede ser dicho de otra manera.
Durante muchos años ya, Basilia Papastamatíu ha ejercido la poesía sin reconocer, en el lirismo definido por la historia literaria, la autoridad clásica de ciertas convenciones. Sin contaminarse de la experiencia narrativa de la poematicidad, tal y como hoy se nos aparece, ella busca y halla en la materia del poema el fluir y el rumor (nunca su visibilidad) de ciertas historias. Por otra parte cabría decir que esa especie de intransigencia no significa una aproximación a esos aires tenues y livianos donde el sujeto, atomizado por la cotidianidad, o satelizado por abstracciones hijas de la irresolución metafórica, explota sin que sepamos hacia dónde va.
Ella es una suerte de descarnadura sigilosa. Sus creaciones no buscan sorprendernos desde el escenario de la metáfora como construcción pública, sino desde el salón donde la metáfora, artefacto inevitable por demás, es algo soterrado y que no muestra su ingeniería en tanto gesto. Un poeta, un escritor total, se ensimisma, descree del peso de los accidentes de la vida, de las mentiras que dijo, de las humillaciones que soportó, de la frivolidad a que sucumbió, y entonces vuelve el rostro hacia el papel —al inicio y al final siempre hay un papel y unos trazos— y concentra allí la lengua de su experiencia.
Me refiero a una escritora que oye cosas, ve cosas, sueña cosas y, con un desasimiento que anula los días y deja tan sólo sus palabras, regresa a un tipo original de decir. La descarnadura de que hablo, notación devota del silencio, casi borra en ella la marca del estilo, pero se trata de una operatoria llena de paradojas, pues no se lee un texto de Basilia Papastamatíu sin dejar de identificarla.
Asuman la forma que asuman, sus poemas son muy congruentes entre sí. Adoptan algunas formas elementales que van repitiéndose como si ellas mismas, las formas, las construcciones, fueran el resultado de un proceso de esencialización, o como si traducir la experiencia personal y del mundo, o pensar en la condición de la poesía, se transformaran en actos intercambiables, en sucesos del yo acaecidos en el territorio común del lenguaje. Ella no es reiterativa sino obsesiva. Su compulsión no acaba de saciarla.
Para mí, lector de algunos poetas, lector decoroso quizás, el trazo sucinto y desprovisto es una renuncia que esconde pasiones extremadas a consecuencia de un regusto al que se vuelve de continuo narcisistamente. He examinado sus artefactos y podría decir, sin riesgo de academizar, y sin orgullo de superlector, que sus textos constituyen un sistema restrictivo donde el paso por el mundo es, al cabo, el paso por el lenguaje, la voz y el parloteo. De súbito ella escribe sus poemas con una materia periférica y desgastada en la que la vivencia real cae en el descrédito en tanto totum factotum y se reacredita en un discurso a punto de hacer silencio. La descarnadura promete el vacío, pero se entrega al rumor.
Sus textos retornan, sin embargo, al prestigioso territorio de la no unanimidad, que es el de las voces complementarias, la murmuración en el estilo de los altibajos, el hablar inspirado y en fragmentos, un hablar que es una suerte de codicia del intelecto. En el principio, cuando el teatro clásico no era clásico y se encontraba lejos de ser canónico, uno podía imaginar representaciones fuertemente dialógicas, representaciones dramatúrgicas sostenidas por un dilema central de índole próxima al rito. Pero también podía uno creer en la fuerza de los coros, de los decires altos y bajos, ríspidos y suaves, disueltos y consistentes. Esa zona desdramatizada, absorta, llena de flexiones que revoloteaban alrededor de los personajes incitándolos a moverse en una dirección o distrayéndolos de sus propósitos más íntimos, cobra en los textos de Basilia Papastamatíu un espesor de cosa independiente. Se hace artificio e historia. Va al oído y se trueca en interrogación. Nos obliga a retrotraernos a tiempos muy oscuros, cuando la poesía era cuestión de sacerdocios pasionales y ritos de sangre.
La aparente desconexión visible en el interior de sus laboriosos poemas ofrece un panorama irresoluto y, sin embargo, dominado por una paranoia donde la escritura se autorrefleja. No deja de aludir al mundo, no se abandona al sitio en que el mundo apenas existe, y aun así entra en un recinto donde los arquetipos se encuentran muy cerca de rozarnos. Al mismo tiempo, y sin pizca de contradicción, tendría que decir, además, que sus poemas alaban la existencia, pero saboreándola con una intensidad pareja, que no aparta lo horrible de lo bello, por ejemplo, ya que en los textos existe una ética precisa, la de apropiarse de las sensaciones —vengan de donde vengan— y emulsionarlas dentro de un lenguaje que nos propone ir del ascetismo más inmediato al borboteo, de lo abstinente a la profusión, entendidos borboteo y profusión como proceso de voces que no figuran en el escenario de los textos, sino más bien tras ellos o debajo de ellos.
Siempre me ha parecido que su programa de escritura posee una solidez muy rara. Y no es para menos. Se trata de todo un sistema implosivo. Porque si es cierto que ella va al susurro arcaico, pleno y tenaz, o a la expresión ritual de la metáfora del presente como compendio de tiempos, eso no podría menos que dar origen a los libros que ha escrito, donde ha venido fundando un oratorio sobre la incandescencia y la caducidad de las palabras.
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