Érase una vez una niña llamada Lucie que vivía en una granja bautizada Little Town. Esta chica era buena pero bastante despistada: en una ocasión, perdió tres pañuelitos y un delantal. Muy preocupada, les preguntó a los animales de la finca si los habían visto, pero ellos no fueron precisamente de gran ayuda: la gata, que estaba en pleno acicalado, no le dio ni cinco de bolilla, mientras que la gallina cloqueó una frase más bien críptica: «Voy descalza, descalza, descalza». Entonces Lucie vislumbró a lo lejos, en la colina, unos retazos de tela, ¡una pista! Salió disparada por un sendero empinado en esa dirección, sin imaginar que acabaría frente a una puertita desconocida en la ladera, que correspondía al hogar de una voz cantarina…
Así comienza The Tale of Mrs. Tiggy Winkle, de la fantástica autora e ilustradora inglesa Beatrix Potter (1866-1943), adelantada de la literatura infantil y, según detalles biográficos, personaje más grande que la vida. En las siguientes páginas de este cuento infantil, famoso en algunas latitudes, conoceremos a la señora Tiggy Winkle, residente de la minúscula casa, que resulta ser la mejor lavandera del condado.
Tan generosa que se dedica a refregar, almidonar y planchar las prendas que otras criaturas —incluida la propia Lucie— van dejando desperdigadas por la zona: los esponjosos y blancos sobretodos de las ovejas, los abrigos de los ratones y, naturalmente, las medias de las gallinas. La niña nota que la retacona dama tiene una melena un tanto pinchuda, pero solo hacia el final descubre que la servicial Tiggy Winkle es, en realidad, una erizo (pariente político del puercoespín).
The Tale of Mrs. Tiggy Winkle no fue la primera obra que Potter publicó con su editorial de confianza, Frederick Warne & Co, en Reino Unido. La precedieron títulos como The Tale of Peter Rabbit (1902), el más exitoso, sobre las correrías de un travieso conejito de chaqueta azul en la huerta de su vecino; The Tale of Squirrel Nutkin (1903), protagonizado por una ardilla cargante, más presta a jugar a los acertijos que al trabajo duro, y The Tailor of Gloucester (1903), clásico navideño en aquellos parajes, sin duda porque unos ratones costureros salen al auxilio de un sastre humano enfermo durante la Nochebuena…
Aún así, la historia de la entrañable erizo es muy especial para esta cronista que unas semanas atrás recibió de regalo este incunable de 1905, ya que todo parece indicar que se trataría de una edición tempranísima. Lo cual me lleva a proclamar enfáticamente, una vez trazada la ruta del regalo: ¡Qué vivan las librerías de viejos! Echémosle, pues, un vistazo al ejemplar en cuestión.
Poderoso el chiquitín
Su pequeño formato —de 14 por 10 centímetros— fue expresamente pensado por Potter a la medida de las manos infantiles; no sin esfuerzo la autora consiguió que se imprimiera con estas características inhabituales. La pulseada se remonta a tres años antes, 1902, cuando los hermanos Harold, Fruing y Norman Warne muestran interés en la ópera prima de Beatrix, The Tale of Peter Rabbit, pero quieren publicarla en gran tamaño.
Ella se impone y el sello acata a regañadientes, pidiéndole a cambio que coloree sus dibujos, originalmente en blanco y negro. Si bien accede a pintar con acuarelas sus ilustraciones, pone como condición que no se encarezca el precio del libro para que quede al alcance de bolsillos flacos. Evidentemente, la dama —ya en su treintena— dio en la tecla: se vendieron cerca de 30 mil ejemplares en menos de tres meses.
La relación con los Warne se prolongaría por más de veinte títulos; en otras palabras, su obra infantil completa, que le reportaría además un gran amor, Norman, con quien llegó a comprometerse. Pero no así a casarse, dado que él murió de manera repentina y trágica, según se narra en la irrelevante biopic Miss Potter (2006), de Chris Noonan, con Renée Zellweger y Ewan McGregor en los roles estelares.
Al menos, el éxito nunca la abandonaría: todos los cuentos para niños de Potter fueron un gran suceso, y la popularidad consiguió avivar su todavía oculto talento como empresaria, que le facilitó —entre otras adquisiciones— comprarse su propia casa.
Hoy día se da por sentado que cualquier fenómeno infantil (las tramas de Disney, la saga Harry Potter, etcétera) sea acompañado por toda suerte de merchandising, pero la costumbre casi no existía en la época de la visionaria Beatrix Potter, que puso manos a la obra para crear y comerciar objetos temáticos. Lo primero que hizo fue coser un muñeco de Peter Rabbit, avisando sobre el prototipo a un amigo —por carta—, que «su expresión va a ser encantadora, especialmente los bigotes, ¡que he sacado de un cepillo!».
Nuevamente, su idea resultó un acierto, además de sentar precedente: registrado en 1903, el juguete representa una de las primeras patentes en torno a un personaje literario en Inglaterra. Rápida de reflejos, Potter inventó más mercancías de todas sus criaturas, incluida mi querida erizo lavandera: juegos de mesa, pantuflas, figurines de porcelana, pañuelos, artículos de papelería, almanaques, juegos de té, libros para colorear…
Una musa de corta edad
Hojeando de The Tale of Mrs. Tiggy Winkle, una de las primeras frases que pueden leerse es «Para la verdadera pequeña Lucie de Newlands». Potter dedica esta obra a una nena que conoció veraneando con su pudiente familia en una mansión campestre de Lake District, a principios del siglo XX. Lucie Carr, hija del vicario de la región, impresionó a la artista por su dulzura y sus buenos modales, también por su interés en jugar con las mascotas de Potter. Y por mascotas no nos referimos únicamente a sus perros, sino también a su erizo y sus conejos, animales que solían acompañarla durante las vacaciones.
Porque no es ninguna casualidad que la autora demostrase tener un profundo conocimiento de buena parte de la fauna y, en general, de la naturaleza, como salta a la vista en sus historias y dibujos, donde plasma con virtuosismo los comportamientos de algunos animales en medio del verde, su modo de alimentarse, de cobijarse.
Educada por institutrices en una confortable casa de la próspera South Kensington, en Londres, de chica, Potter solía meter a hurtadillas un reparto variopinto de bichos, desde lagartos y ranas hasta ratones y víboras, con la complicidad de su hermano menor, Bertram. Aunque el dúo adoraba a muchos representantes del reino animal, tenía clarísimo el ciclo natural de la vida: cuando una de estas criaturas moría, aprovechaban su esqueleto para analizar a fondo su anatomía.
Potter también se interesó tempranamente por la micología, estudiando con afán esos seres vivos tan peculiares, ni flora ni fauna: los hongos, especialmente los silvestres. De hecho, su intención era profesionalizarse como naturalista, pero no hubo caso: por su condición de mujer, aun habiendo demostrado tener sobradas aptitudes, le fue vetado el ingreso al Real Jardín Botánico de Kew en aquellas fechas victorianas.
Por propia tenacidad, llegó a analizar diferentes especies y a postular teorías sobre la germinación de las esporas, con basamento empírico: las cultivaba en placas de vidrio y seguía su desarrollo bajo microscopio, dejando asentadas sus observaciones con destreza artística y mirada minuciosa. Esta faceta suya, a la sombra de su fama como maravillosa escritora de cuentos infantiles, hoy día está siendo reivindicada por una exposición en curso, «Beatrix Potter: Drawn to Nature», en el High Museum of Art de Atlanta, amplia muestra que presenta sus pinturas, bocetos, fotos, misivas, etcétera.
Hace apenas unos días se hizo público un hallazgo relativamente reciente: el hongo causante de enfermedades más antiguo del que se tiene registro estaba conservado en las colecciones de fósiles del Natural History Museum de Londres. Este patógeno vegetal fúngico ¡de 407 millones de años! fue bautizado Potteromyces asteroxylicola, en honor a la otrora desairada Beatrix, que suma así otro homenaje póstumo a una larga lista que incluye desde filmes animados y documentales para TV hasta obras teatrales y ensayos sobre su trabajo.
También el ballet «The Tales of Beatrix Potter», de los años 70, que contó con máscaras y trajes increíbles, con coreografía del respetado bailarín Sir Frederick Ashton, que se reservó para sí mismo, ¿adivinen qué personaje? Pues sí, ¡la señora Tiggy Winkle!
El cartero llama repetidas veces
La erizo mascota de Potter enfermó seriamente en 1906 y fue puesta a dormir por la autora al poco tiempo, luego enterrada en el jardín de la casa de Kensington. La erizo de la ficción, sin embargo, siguió haciendo de las suyas, mandando —a través de algunas de las creaciones de BP— cartas a lectores en letra miniatura.
Es que, durante varios años, la inglesa adoptó la costumbre de enviar correspondencia a sus fans firmada por la pata Jemima Puddle-Duck, la rana Jeremy Fisher, el conejo Peter Rabbit, la ardilla Nutkin, entre otros personajes, logrando una vez más que la magia surgiera de sus libros. «Desperté de ser niño. Nunca despiertes», escribió Miguel Hernández a su hijo en el conmovedor poema «Nanas de la cebolla», en circunstancias trágicas; aún sin haberlo leído, Potter pareciera haber seguido por puro instinto de artista el consejo del poeta y dramaturgo.
Y eso no es todo, amigos, como diría nuestro Bugs Bunny en aquellos dibujos doblados que pasaba la TV local: siempre de espíritu juvenil y abierta a los cambios, volvió a reinventarse cuando se mudó definitivamente a un remoto pueblito de la campiña, en la región de Lake District, donde ocasionalmente pintaba colinas y animalitos, pero sobre todo se dedicaba a las labores rurales.
Allí conoció a William Heelis y se casó a los 47 con este abogado de la zona; juntos se dedicaron a criar ovejas de la raza Herdwick, ganando algún que otro premio en ferias por sus notables ovinos autóctonos. Feliz como una perdiz con su vida como granjera, invirtió sus ahorros en comprar tierras y más tierras con el noble objetivo de preservar los parajes de la zona para generaciones futuras. Cuando murió en 1943, a los 77, tenía más de cuatro mil hectáreas, que donó al National Trust, entidad que cuida los patrimonios naturales, pensando —una vez más— en la felicidad y prosperidad de esa infancia a la que brindó mucho más que cuentos infantiles.
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Tomado de La Nación
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