En mi dramática juventud (si fue juventud aquella) repetía, a mis dieciocho años: «Cuando trémula mi mano / tienda próximo a expirar / buscando una mano amiga / ¿quién la estrechará?». No sé si seguir reproduciendo esos versos luego de pasar el promedio de edad de muchos países de la Tierra. Pero desde entonces he tenido una suerte de sentimiento culpable hacia Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), por ocuparme tan poco de él. He querido escribir un ensayo enjundioso sobre su poesía, pero en la década de 1980 leí con emoción «Bécquer o la breve bruma», de Fina García Marruz, y ello paralizó mi entusiasmo de escritura.
Es sabido que Bécquer (apellidos reales: Domínguez Bastida) procedía de una familia de pintores. Lo era su padre José Dominguez Insausti, quien dejó un bello retrato de su esposa, madre de Bécquer. Él descendía de familia noble conocida por el apellido que adoptó el poeta, y que también usaron su tío pintor Joaquín Domínguez Bécquer, y su hermano Valeriano, de iguales apellidos que el tío. Valeriano nos dejó el mejor retrato becqueriano, que ha figurado en un billete de moneda española y en el busto de la Glorieta de Bécquer, en Sevilla. Nuestro poeta no podía dejar de pintar, y lo hizo con belleza, sin grave elevación artística, pero con sincera emoción.
La emoción: palabra quid de su obra lírica. Con Julián del Casal, quien vivió cinco años menos que el sevillano, su lectura sustentó mi llorosa juventud. Ya lo dije, pero en verdad leía solo su poesía, no me importaron mucho sus numerosas leyendas, menos su teatro, nada sus artículos y otras prosas. Los escandalosos Los Borbones en pelota, pinturas a veces porno, atribuidas a él y a Valeriano, en verdad deben ser del humorista coetáneo de ambos Francisco Javier Ortego y Vereda (1833-1881), y hasta quizás fuera de mal gusto atribuirlos al poeta. No pude conocer Los Borbones en pelota cuando lloraba mi irredenta adolescencia, porque se dieron a conocer en 1991. No me llamo a prejuicio al respecto, que Bécquer debe haber tenido buen sentido del humor, a pesar de su obra llena de evocaciones románticas sobre la muerte.
Pese a mi tristeza de adolescente, las Rimas fueron un descubrimiento esencial en mi vida, porque sin darme mucha cuenta las comencé a imitar, como un poco después quise, locura juvenil, remedar a Walt Whitman traducido al español. ¿Será que la poesía que he escrito, si lo es, debe mucho a aquella impronta becqueriana o a mi temperamento afín?
Al inicio de su «Apólogo» leemos: «Brahma se mecía satisfecho sobre el cáliz de una gigantesca flor de loto que flotaba sobre el haz de las aguas sin nombre». Digamos que era una bella imagen para entusiasmar a un joven devorador de libros. Pero en verdad preferí aquellos versos que deben de haber inspirado a Rubén Darío:
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.
Me pareció cautivante ese «Yo» inicial, reafirmación del ser, sentido de estar aquí y ahora. Era conmovedor que esa certeza se derrumbase en estos versos: «cruzo el mundo sin pensar / de dónde vengo ni a dónde / mis pasos me llevarán». Pero el propio Bécquer vuelve a reanimarnos: «No digáis que agotado su tesoro, / de asuntos falta, enmudeció la lira; / podrá no haber poetas; pero siempre / habrá poesía». Y me pregunto cuánto pudo influir nada menos que en José Martí versos como los siguientes: «Yo río en los alcores, / susurro en la alta yerba, / suspiro en la onda pura / y lloro en la hoja seca». Pero tras un endecasílabo tan seductor como: «Los invisibles átomos del aire», Bécquer nos hace decaer el ánimo de súbito diciéndonos: «Tú eras el huracán y yo la alta / torre que desafía su poder: / ¡tenías que estrellarte o que abatirme! / ¡No pudo ser!». Así el amor imposible se llena de ecos mortales, hasta decirnos: «Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo / y me incliné un momento, / y mi alma y mis ojos se turbaron: / ¡Tan hondo era y tan negro!».
¿Qué es ese abismo?: ¿unos ojos?, ¿una tumba abierta?, ¿la muerte misma? No se detiene Bécquer en su evocación a veces fúnebre: «Olas gigantes que os rompéis bramando / en las playas desiertas y remotas, / envuelto entre la sábana de espumas, / ¡llevadme con vosotras!». Usa el imperativo y el subjuntivo de manera eficiente: «Volverán las oscuras golondrinas», célebre este verso, que desemboca en: « esas… ¡no volverán!». Y el poeta se nos torna un sufriente ante el tiempo, ante la fugacidad, ante el destino humano de rápida ilusión. Si el poeta hubiese tenido tres veces la edad con que escribió esos versos, quizás el lamento se hubiera atenuado tras esta queja existencial: «Así van deslizándose los días / unos de otros en pos, / hoy lo mismo que ayer… y todos ellos / sin gozo ni dolor».
Bécquer mostraba la eficacia de la rima asonante, quería hacer rotunda su palabra y le convenía atenuar el más terminante rumor de la rima consonante, la asonancia le permitía abrirse mejor a la sugerencia, pero a veces es superior esa rotunda sonoridad perfecta, aunque se asiente en el infinitivo: « ¡Ay! ¡a veces me acuerdo suspirando / del antiguo sufrir! / ¡Amargo es el dolor, pero siquiera / padecer es vivir!». La conformidad de que la vida es dolor viene incluso tras numerosos poemas de amor (que iban a dar pie también a la populosa poesía neorromántica del siglo xx). Y el sentido resignado pero fatalista de la vida alcanza un momento alto en la rima LX, en que el dolor se hace estética.
Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.
¿Para cuántos habrá sido un estremecimiento esta quintilla? El sentimiento romántico muchas veces se preguntará, desde un «yo» transido: «en la oscura noche de mi alma, ¿cuándo amanecerá?». La angustia existencial brota como una fuente, se desgrana en versos, llora en esos versos, se la quiere ahuyentar, pero: «¡Esfuerzo inútil!». En esta zona final de las Rimas, el ser pascaliano no se angustia ante los espacios infinitos sino ante el imperecedero abismo de la muerte, frente el salto que parece tenebroso. El alma sufriente se encona porque: «¡El mundo estaba / desierto… para mí!». Y Bécquer se pregunta con filosóficos verso: «¿De dónde vengo?», «¿Adónde voy?». Son las mismas cuestiones que se presentan ante la especie humana quizás desde las cavernas.
Aunque «no baste», el poeta sabe ver la luz: «¡Qué hermoso es ver el día / coronado de fuego levantarse, / y a su beso de lumbre / brillar las olas y encenderse el aire!». Pues bien, ante el dolor del mundo hay que abrazarse a esa visión, a esa esperanza. Nosotros, seres efímeros nadando en el oxígeno del planeta merecemos el «saludo»: «hasta [de] los mudos santos de granito». No queremos estar solos, mejor buscar incluso en el cosmos la vida singular y compañera: el Paraíso se nos hace extraterrestre. Para Bécquer la redención llega con un grito de alegría: « ¡yo tengo Amor!». Con todo: « ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!». Y se nos acaban las Rimas: «¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte! / ¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!».
Sin Bécquer la poesía moderna, el neopopularismo español de la generación del ´27, los distintos modos neorrománticos de Luis Cernuda o de Pablo Neruda o de José Ángel Buesa serían obras de poetas diferentes, el tono de dolor y amor cantaría con otros ecos. Él sigue siendo un poeta matriz, un poeta para enfrentar la eternidad.
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