El cimarrón revisitado
Nunca había escrito nada sobre la Biografía de un cimarrón. En diversas ocasiones había comentado acerca de las cualidades de este libro, de su carácter fundacional. En conversaciones con amigos y sobre todo, con jóvenes narradores en nuestros cursos de técnicas narrativas, siempre lo hemos mencionado como un paradigma dentro de lo que se dio en llamar, en la década de los sesenta, el género «testimonio»; sobre todo porque, desde su aparición, todas las opiniones en Cuba y en el extranjero habían coincidido en que se trataba de un libro excepcional, verdaderamente insólito, como si de pronto la historia, las páginas muertas, detenidas en un tiempo congelado, hecho de palabras, volvieran a la vida gracias, precisamente, a la magia de esas mismas palabras.
Yo había leído su primera edición, aquel libro humilde y rústico de tapas moradas, en el propio 1966, y su lectura había quedado de alguna forma grabada en esa suerte de archivo literario mental que cualquiera de nosotros va conformando desde los primeros estudios. Digo de alguna forma, porque si bien aquella primera lectura me había impresionado vivamente, no creo que mi nivel de formación literaria en aquellos momentos me permitiera valorar una obra de estas características con la debida profundidad. De este libro yo recordaba, por supuesto, la personalidad de Esteban Montejo, difícil de olvidar por demás, pues ilumina literalmente cada una de sus páginas, y el episodio de Cayito Álvarez, relacionado con la Guerra de Independencia, que me ofrecía una zona muy poco explorada en nuestra literatura de campaña y completaba algunas historias que en mi niñez yo había escuchado de labios de mi abuelo mambí. Unos años después, si la memoria no me engaña, en el documental Hombres de Mal Tiempo, vi su imagen de viejo cimarrón reviviendo momentos de aquella batalla, en algunas memorables escenas recreadas (todavía recuerdo la del prisionero español que le llevan a Esteban para que él decida su suerte).
Pero los años van desdibujando los recuerdos, creando vacíos en la memoria literaria, borrando impresiones, atenuando detalles, y con el tiempo, aquellas doscientas veinte páginas llenas de vida, sangre, dolor, soledad y rebeldía, fueron convirtiéndose para mí en solo dos nombres: Miguel Barnet, Esteban Montejo, y en una imagen: la de un negro solitario y hablador, esclavo primero, cimarrón después. Lo otro ya lo sabía: el libro fue, desde su aparición, un modelo, un clásico, parte del canon.
Entonces, hace solo unos meses, cayó en mis manos la última edición cubana de Biografía de un cimarrón, y sentí —misterios de la literatura o de las afinidades electivas— un invencible deseo de releerlo. Y no voy andar con rodeos, o lo que es lo mismo, no voy a hacer literatura con lo que sucedió: Quedé sencillamente deslumbrado.
Sé que no estoy diciendo nada nuevo, que con seguridad esto lo han dicho centenares, miles de lectores en todo el mundo. Pero yo quiero añadir mi testimonio personal, y sobre todo decirlo aquí, en esta Feria Internacional del Libro, justamente dedicada a Miguel Barnet, y compartir con ustedes algunas reflexiones que esta nueva lectura, esta nueva visita a sus páginas, me han suscitado: reflexiones que tienen que ver con las técnicas narrativas empleadas en la escritura y composición del libro, y que pueden explicar —personaje o anécdotas aparte— parte del encanto y del demoledor poder de persuasión de este libro.
Conversando con Ambrosio Fornet en días pasados, y haciéndolo partícipe de este entusiasmo renovado por el Cimarrón, yo le decía: En primer lugar, la elección del narrador en primera persona puede parecer fácil: es decir, si Esteban Montejo es el que habla, si es su voz la que se oye, nada más sencillo que usar la primera persona, la persona típica —ya lo sabemos— para «testimoniar», para desnudar el yo-como autor, para ofrecer de manera directa, sin intermediarios, el mundo íntimo, emotivo, incluso sensorial, del personaje protagonista. Ahora bien, ¿este «yo» de la novela es Esteban Montejo? ¿Esa voz que narra en primera persona corresponde al Esteban Montejo grabado en la cinta magnetofónica, en las interminables entrevistas que sostuvo con él Miguel Barnet? Por supuesto que la respuesta es negativa. El propio Barnet ha asegurado que, aunque la palabra de Esteban Montejo es «real», él tuvo que ordenar el relato, eliminar partes de este, e inclusive, en muchos casos, parafrasear lo dicho. O en otras palabras, ha tenido que traducir el discurso del cimarrón, lo que significa que la lectura que nosotros hacemos del libro es una lectura en segunda instancia, a pesar del relato en primera persona del cual el autor parece estar ausente.
Explicado así, es inevitable que surja la pregunta: Pero, entonces, si el narrador no es estrictamente Esteban Montejo, ¿es Miguel Barnet? Y tendríamos también que responder negativamente. Tampoco es estrictamente Miguel Barnet. Luego, se trata de un narrador híbrido, o mejor, un narrador que se halla a medio camino entre el narrador real Esteban Montejo y el narrador ficticio Miguel Barnet (que la teoría llama «autor implícito» y que no debe confundirse con el escritor Miguel Barnet a quien homenajeamos en esta Feria). Manejar literariamente este narrador, a lo largo de más de doscientas páginas, en perfecto equilibrio, es un verdadero tour de force. La operación ha consistido en cederle la voz al personaje eliminando parte de la individualidad del autor —sello distintivo de la ficción— y darle un sitio en la escritura a una voz que nunca lo tuvo. Al despersonalizarse el autor, al despojarse parcialmente de su individualidad, el relato gana en su carácter testimonial, es decir, se acerca a lo histórico en la medida en que se aleja de la ficción. De ahí que —analizada desde este punto de vista técnico, la elección del narrador, del punto de vista espacial, elemento absolutamente decisivo en la composición de la historia— tenemos que concluir que la denominación de «novela-testimonio» dada por Barnet a este tipo particular de relato, es acertada.
¿Cómo lograr ese equilibrio? ¿Qué parte debe ser testimonial, qué parte debe ser ficción? ¿Qué fórmula seguir para obtener esa fusión sin costuras? ¿Cómo saber exactamente qué dijo en este libro el testimoniante y qué dijo el autor? Creo que las respuestas pertenecen a ese terreno difícilmente definible, a esa alquimia no codificada en ningún manual, que se denomina talento.
El secreto tal vez esté, me recordaba Fornet, en algo que Miguel Barnet escribió en Canción de Rachel (cito de memoria): «Esta es su historia, tal como ella me la contó a mí y como yo se la conté después a ella». En otras palabras, la técnica parece consistir en apropiarse del discurso del testimoniante, en apropiarse de la historia, pasarla por el filtro de la sensibilidad y la imaginación del autor, es decir, por su poética, y devolverla transformada en material literario. Si la balanza se va de un solo lado, el resultado será o bien una obra del llamado género «testimonio», o bien, una novela. Si se mantiene ese raro equilibrio que, como hemos visto, Miguel alcanza en Biografía de un cimarrón, estaremos en presencia de lo que él ha bautizado como «novela-testimonio».
En cualquier caso, trátese de novela, testimonio o novela-testimonio, el siempre necesario poder de persuasión se obtiene en primer lugar mediante el tratamiento del lenguaje, elemento esencial de la forma. Y ya otros lo han dicho: el lenguaje escrito del cimarrón es tan convincente, reproduce con tal veracidad su discurso, lo caracteriza de forma tan eficaz, que a pesar de que el lector intuye no estar ante una copia fiel de lo grabado en la cinta, le llega con una eficacia abrumadora. La mano del autor, aunque ahí permanentemente (¿qué son si no las cursivas, las comillas, las notas al pie, además de la propia composición, selección y decodificación del relato?), aparece como diluida en el tono, en el ritmo, en la armonía de las frases. Es posible que en la historia de la literatura existan muchos ejemplos del empleo de un lenguaje que, sin acudir al gastado expediente de los localismos y coloquialismos del habla popular, caractericen una personalidad, un pueblo, toda una cultura. En la literatura latinoamericana yo solo había conocido tres, lo que hicieron: José María Arguedas con el protagonista quechua de su gran novela Los ríos profundos; Juan Rulfo, con sus campesinos mexicanos de El llano en llamas y Pedro Páramo, y Onelio Jorge Cardoso, con los campesinos y pescadores cubanos que cobran vida en sus mejores cuentos. A esta lista de colosos hay que agregar, con todo derecho, a Miguel Barnet con su Cimarrón.
No puedo, por supuesto, agotar en un texto como este todos los recursos de que se vale Miguel para dotar a su relato de su inmensa carga persuasiva. Pero antes de terminar quisiera referirme a otro procedimiento técnico que mucho tiene que ver también con el manejo maestro del punto de vista a lo largo del relato. Ya hemos visto cómo la elección de la primera persona fue un acierto evidente, derivada de la propia naturaleza del material narrativo. Sin embargo, sabemos que el empleo de un solo punto de vista durante todo el relato resulta muchas veces aburrido y puede convertirse en un recurso monótono que conspira contra su eficacia. En el Cimarrón, sin que en ningún momento se abandone el punto de vista elegido, se produce una variedad de matices en la voz narradora que hacen pensar en el empleo de mudas del narrador, las cuales no se producen en realidad. Veamos un ejemplo:
Cada vez que un africano hacía algo, lo hacía bien. Traía la receta de su tierra, del África. De lo que a mí más me gustaba, lo mejor eran las frituritas, que ya no vienen por vagancia. Por vagancia y por chapucería. La gente hoy no tiene gusto para hacer eso. Hacen unas comidas sin sal y sin manteca, que no valen un comino. Pero antes había que ver el cuidado que ponían, sobre todo las negras viejas, para hacer chucherías. Las frituritas se vendían en la calle, en mesas de madera o en platones grandes que se llevaban en una canasta sobre la cabeza. Uno llamaba a una lucumisa y le decía: «Ma Petrona, Ma Dominga, venga acá». Ellas venían vestiditas todas de holán de hilo o de rusia muy limpias y contestaban: «El medio, hijito». Uno le daba un medio o dos y a comer frituritas de yuca, de carita, de malanga, buñuelos… veinte cosas más. A todas esas comidas les decían granjerías. Los días de fiestas salían más vendedores a la calle que en otros días. Pero si uno quería comer chucherías siempre había una vieja en un rincón con su anafe listo.
El ponche lo vendían igual en la calle que en la bodega. Más bien en la calle, los días de fiestas. Aquel ponche no se me podía olvidar. No tenía naranja, ni ron, ni nada de eso. Era a base de yemas de huevo puras, azúcar y aguardiente. Con eso bastaba. Se hacía metiendo todos los ingredientes en un depósito de barro o en una lata grande y batiéndolos con una maza de madera en forma de piña, a la que se le daba vueltas con las manos. Se removía bien y se tomaba. No se le podía echar claras, porque lo cortaba. A medio vendían el vaso. ¡Baratísimo! En los bautizos era muy corriente el ponche. Entre los africanos no faltaba nunca. Lo tomaban para alegrarse aunque la verdad es que los bautizos antiguamente eran alegres de por sí. Se convertían en una fiesta.
Los africanos tenían la costumbre de bautizar a sus hijos a los cuarenta días de nacidos. Entonces para ese día empezaban a recoger medios y más medios. Los niños tenían sus padrinos. Y los padrinos eran los llamados a llevar medios al bautizo. Cambiaban centenes, doblones y demás monedas por medios. Cuando ya estaban abarrotados de medios empezaban a hacer unas cinticas de colores verde y punzó para amarrárselas a los medios, que tenían un huequito en el centro. Las muchachas eran las dadas a ensartar esas cintas. El día del bautizo llegaban muy risueños los padrinos con los bolsillos repletos de medios. Bolsillos parados como los de las esquifaciones. Después del bautizo y la comelata se iban al patio y allí llamaban a los niños, que salían corriendo como diablos. Cuando estaban todos reunidos, los padrinos tiraban los medios al aire y los pillines se volvían locos tratando de agarrarlos. Esa era otra gracia de aquella época. En Remedios se daba siempre. De ahí viene la frase: «Padrino, el medio». Yo fui padrino dos veces, pero no me acuerdo de mis ahijados. Todo se revuelve en la vida y unos se acuerdan de unos y otros no se acuerdan de otros. Así es. Contra eso no se puede hacer nada. La ingratitud existe y existe.
Este fragmento es característico de la variedad de enfoques que logra Barnet con el punto de vista en el Cimarrón. El fragmento comienza con la descripción de la costumbre de las frituras y otras chucherías que se consumían en los días de fiesta. Obsérvese cómo se marca el punto de vista en la segunda oración: «De lo que a mí más me gustaba». Después, el tono se va despersonalizando, tal parece que comienza a narrarse en tercera persona por el tono objetivo, casi didáctico con que cuenta; esto se refuerza con el empleo del pronombre indeterminado «uno» en varias oraciones consecutivas. En medio de esa aparente narración en tercera persona (ya sabemos que no es así), cuando describe la forma de hacer el ponche, todo de manera objetiva, introduce la exclamación: «¡Baratísimo!», que no es más que una variante del empleo del estilo indirecto libre, que nos acerca —sin penetrar en ella— a la intimidad del personaje narrador. Es decir, de la aparente tercera persona, se acerca al terreno de la primera, como para recordarnos que Esteban sigue siendo el narrador. El relato continúa en esa extraña primera-como tercera persona hasta que, a punto de volverse monótona esa descripción cuasi-objetiva, Barnet restablece el equilibrio cuando Montejo cierra el párrafo diciendo: «Yo fui padrino dos veces, pero no me acuerdo de mis ahijados». Y para hacer aún mayor la variedad de voces, introduce el llamado plano o nivel retórico para terminar con una sentencia: «Todo se revuelve en la vida y unos se acuerdan de unos y otros no se acuerdan de otros. Así es. Contra eso no se puede hacer nada. La ingratitud existe y existe».
El empleo de esta variedad de voces (dentro de un solo punto de vista) es una de las hazañas técnicas de este libro y se convierte en un verdadero sistema de composición. Como se ve, también desde el punto de vista técnico, Biografía de un cimarrón es una obra maestra.
Amigos:
Como temo convertir mi intervención en un estudio académico si continúo con estas reflexiones, lo cual está muy lejos de mi intención, y como no quiero de ninguna manera agobiarlos, quiero solamente agregar que este texto es mi pequeña contribución al homenaje que hoy se le rinde a Miguel Barnet, a quien desde hace varios meses, a raíz de mi nueva visita al Cimarrón, le pedí personalmente que me permitiera leerlo aquí. Miguel:
Hace casi ciento cincuenta años, el 14 de agosto de 1853, Gustave Flaubert, después de apropiarse de la oscura historia de una suicida llamada Delphine Delamare, en carta a su amante Louise Collet le dice, a propósito del personaje protagonista de su obra maestra: «Madame Bovary soy yo». Creo que por la misma razón que Flaubert, por haberle devuelto a tu personaje, enriquecida por tu talento y tu imaginación, la historia que él te contó, y por regalarnos para siempre a la literatura cubana y sus lectores una verdadera obra maestra, puedes decir con toda justicia: «Esteban Montejo soy yo».
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
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