Se le echa en cara su escasa cultura, su estilo vulgar, sus defectos formales… Se dice que el cine dio a su obra una difusión superior a sus méritos reales, pero no puede olvidarse que fue un narrador hábil que supo escoger sus temas y desarrollarlos con un éxito seguro. Así, se celebra su enorme imaginación y la sagacidad para crear personajes y, desde luego, su fecundidad sin límites. Aunque se le clasifique como un exponente secundario del naturalismo, es el Émile Zola español, el novelista más leído y traducido de su tiempo y a quien la revista Times y el diario El País incluyeron en el libro Los mil protagonistas del siglo XX (1981-82).
Profunda y apasionadamente español, Blasco reflejó su Valencia natal en títulos como La barraca, Arroz y tartana y Cañas y barro; abordó problemas sociales en libros como La horda y el mundo de los toros en Sangre y arena y cultivó la novela histórica en Sónnica, la cortesana,que escribió en treinta días, y El papa del mar, para hacerse cosmopolita en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, sobre la I Guerra Mundial, libro que, llevado al cine y traducido a numerosos idiomas, proporcionó a su autor un éxito que nunca llegó a sospechar.
Pero ese éxito le hizo mucho daño. También la fortuna, los halagos de Hollywood, la celebridad, la sobrestimación de su talento. A quienes lo visitaban en su villa Fontana Rosa, cerca de la ciudad de Menton, en la Costa Azul francesa, les hablaba de sí mismo en tercera persona.
«Hay que leer a Blasco Ibáñez», expresaba, enfático. «¿Quién es el gran novelista de la época?», inquiría y él mismo contestaba: «Blasco Ibáñez». «¿Dónde están los mejores modelos literarios?: en mis libros. ¿Cuáles son las dimensiones perfectas de una novela?: las de mis novelas». Porque a su juicio una novela no merecería tal clasificación si tenía menos de 400 páginas. Su egolatría era desmedida, pregonaba su genio sin la menor reserva. «He trabajado más que nadie y he llevado el nombre de España a todos los idiomas», exclamaba.
En cierta ocasión preguntó al escritor y periodista César González-Ruano: «¿No nota usted en mi obra un pecho hinchado como una vela por el aire del mar?». «Yo no sentía nada», dice González-Ruano en sus memorias póstumas dadas a conocer bajo el título de Mi medio siglo se confiesa a medias (2017). Añade: «En todo caso me sentí un tanto en ridículo oyendo aquella retórica vana. Le hablé de su magnífico prólogo a los libros de Huysmans traducidos por su editorial Prometeo. Entonces no sabía yo que la inmensa mayoría de esos prólogos los habían escrito los mismos escritores franceses». Prosigue González-Ruano:
Blasco, en aquel momento, los últimos años ya de su vida, lo tenía todo: era famoso y rico, inmensamente rico; se había casado con una chilena millonaria; sus novelas se llevaban al cine; las universidades lo nombraban doctor Honoris causa… Y pese a todo, yo le miraba con más lástima que curiosidad: tenía que tener, por gorda que fuera la corteza de su soberbia, clavado el aguijón de que la seria estimación intelectual le fallaba, y de que la vida misma le empezaba a fallar también.
Porque él no se había preparado una vejez digna y con más seguras tranquilidades que las del dinero. Él era una catarata que ya, entre los torrentes de agua, echaba un hilo de sangre angustiada. Dije yo de él que como a los conquistadores se le había contagiado un poco la conquista misma. Tenía, observándole, mucho de escritor sudamericano enriquecido y tosco, con plomo de escamonería en ala.
Opina Carpentier
Tres libros de Vicente Blasco Ibáñez se han publicado en la Isla: Entre naranjos, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y La barraca, esta última, apareció en 1963, con el sello de la Editorial Nacional-Editora del Consejo Nacional de Cultura, en la serie Biblioteca del Pueblo. Ese último título figuraba en esa época en los planes de estudio correspondiente al primer año de Bachillerato.
En opinión de Alejo Carpentier su visión del mundo se quedó atrás y ya en sus años finales incurrió a menudo en el pecado de la sensiblería; urdió situaciones novelescas que evocaban demasiado el folletín.
Sin embargo, precisaba Carpentier en la crónica con que evocó los treinta años de la muerte del escritor valenciano, Vicente Blasco Ibáñez «era un novelista nato». Para hallarlo, refería el autor de Los pasos perdidos, hay que remontarse a sus primeros libros. La barraca, —el capítulo del Tribunal de las Aguas—; Sangre y arena —el inframundo de los toreros principiantes—, La bodegacon sus visiones de Mallorca, Bilbao y el Levante… «hay páginas antológicas». Concluía Carpentier: «La juventud de V. B. I —tanto la del hombre como la del escritor— merece una revisión alentada por la simpatía hacia sus gestos positivos, y un estricto criterio de valoración literaria».
Gente Caribe
En dos ocasiones estuvo en La Habana el narrador valenciano. Y por muy breve tiempo en ambas visitas. Afirma el investigador Jorge Domingo Cuadriello, en su imprescindible Diccionario bio-bibligráfico de escritores españoles en Cuba. Siglo XX (2003), que la primera de ellas fue cuando, en viaje de tránsito de México a Nueva York, permaneció en la ciudad el 7 de mayo de 1920, para volver, procedente de Estados Unidos, al parecer para una estancia más dilatada, el 19 de noviembre de 1923. Es entonces cuando en nuestra capital comienza el viaje que le permitirá escribir La vuelta al mundo de un novelista (1924). A juicio de quien esto escribe, Blasco, en esas memorias, parece resumir las dos visitas en una.
Fue en la segunda oportunidad cuando la organización estudiantil Alpha invito al visitante a ofrecer en la Universidad de La Habana —la única que había entonces— una conferencia sobre el carácter social de la novela moderna.
Julio Antonio Mella, presidente de la FEU, logró impedir, mediante una enérgica protesta, la realización de dicho acto que tendría lugar en el Aula Magna. En opinión de Mella, el narrador de Sangre y arena «había vendido su pluma al oro yanqui». Blasco había publicado en Estados Unidos un artículo sobre el militarismo mexicano, en el que criticaba al gobierno de Álvaro Obregón, caracterizaba al ejército recién creado en ese país como una gavilla caótica de bandidos, y evocaba, con excesiva frivolidad y no disimulada antipatía, la Revolución mexicana, uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia de América.
Así, Blasco traicionaba los ideales que defendió alguna vez y su crítica proporcionaba una justificación moral para una intervención militar norteamericana en la patria de Juárez, expresó Mella. Por tanto, decía, Blasco Ibáñez se revelaba como un elemento pernicioso para los ideales latinoamericanos. Por eso, en nombre de la juventud del continente, Mella declaraba persona no grata a Vicente Blasco Ibáñez.
Como consecuencia de todo esto, el grupo Alpha se distanció públicamente de Mella y sus seguidores, y Blasco de todos modos dio su conferencia, pero fuera del recinto universitario, en el Casino Español, de Prado y Ánimas, mientras que, con desprecio y con lo que él creyó que los insultaba, calificaba a Mella y a los suyos de «gente Caribe».
La Habana y los mosquitos
Blasco Ibáñez soñó con La Habana sin conocerla. Cuba era aún tierra española y el niño aquel cada vez que escuchaba hablar sobre la capital cubana se agitaba en un sentimiento contradictorio de admiración y temor.
Como en los cuentos infantiles, La Habana era en su imaginación una ciudad encantada en el país del azúcar. Sus casas eran de caramelo y su tierra, cristalina y dulce, un regalo al paladar. Era además el país del que algunos regresaban cargados de oro. Un paraíso, en suma, pero con una puerta estrechísima y plagada de males, entre ellos uno verdaderamente monstruoso, el mosquito que provocaba fiebres malignas. «Muchas veces escuché la noticia de haber muerto en la isla lejana, hermosa y mortífera, personas a las que conocí fuertes y animosas en el momento de partir», escribe en La vuelta al mundo…
Ya aquí, La Habana se le ofrece como una ciudad alegre, una alegría que no logra identificar de dónde viene. La franqueza de los cubanos, apunta, parece excesiva a veces al extranjero. Advierte el aire andaluz de la urbe, en la que la influencia norteamericana no ha podido modificar «la fisonomía aseñorada y tranquila de este país con tradiciones de raza y su pasado histórico». Lo atrae el llamado ensanche de La Habana y se admira ante algunos parques recién trazados. Lo deslumbran los monumentos erigidos a la memoria de algunos héroes y marfiles, mientras que otros, muy desiguales artísticamente, son, a su entender, como obras de confitería tierna. Celebra que un bar abra sus puertas en cada esquina por lo que aquí la embriaguez es «franca, libre y continua», y en las vidrieras de las tiendas se exhiben las telas más caras porque, eso sí, La Habana es una ciudad carísima.
Visita las redacciones de los periódicos más importantes y lo impactan sus máquinas de múltiple funcionamiento, similares a las que ha visto en los más grandes diarios de Nueva York. Acude al edificio social de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, en Prado y Trocadero, con sus 40 000 socios entonces, y al Centro Gallego cuyo «palacio guarda en su interior uno de los teatros más grandes de la ciudad». El salón principal del Casino Español, con sus mármoles, le parece el salón del trono de un palacio real. Visita además el Centro Valenciano. Pasa una tarde en la casa de Pepín Rivero, director del Diario de la Marina, al final de la calle O’Farrill, en la Víbora, cuyas terrazas aseguran una vista espectacular de la ciudad, lo que hace que Pepín diga en alguna parte que escribe con La Habana a sus pies.
El Ayuntamiento habanero lo declara huésped de honor, cubre sus gastos de alojamiento en el hotel Sevilla, pone un auto a su servicio y le asigna al destacado periodista Rafael Conte para que lo acompañe durante su estancia.
«Me veo recibido cariñosamente en esta amada ciudad de habla española», escribe Blasco Ibáñez en La vuelta al mundo de un novelista. Pero no apunta una sola palabra sobre el incidente con Julio Antonio Mella.
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