No sé si han planteado alguna vez contar la vida de Vicente Blasco Ibáñez. Ya les digo que es apasionante el intento, pero imposible por exagerado e infinito. Es un camino pleno de sorpresas.
Escribía Kavafis «que cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias». Algo así sientes cuando te planteas viajar la vida de Vicente Blasco Ibáñez. Lo primero es etiquetarlo, presentarlo, decir a qué se dedicó. Escritor, editor, periodista, político, viajero, empresario agrícola, cineasta, reportero ¿Pero que fue primero o qué fue lo definitivo? Responde Emilio Sales, director de su casa Museo en Valencia, que la clave puede estar en un poema que le escribió de joven a María Blasco, la que luego sería su primera mujer, y en el que le decía «que iba a conquistar el mundo con su espada». De ello deduce que «todo lo que hizo en vida serían vías o instrumentos que él utilizó para conquistar a ese orbe que soñó de joven». Sueño o no, el creador valenciano es de las pocas personas que en vida sabían que morirían mito.
¿Y cómo se crea un mito? Juega muy a favor el tener orígenes humildes y D. Vicente los tuvo. Era hijo de unos emigrantes aragoneses que se establecen en Valencia en la segunda mitad del siglo XIX, comerciantes de una burguesía baja. Nace en 1867, una época muy convulsa de la España del diecinueve que termina con la proclamación de la I República. El entorno social y político que vive de niño le influye en su formación, también sus primeras lecturas. Desde muy joven, cuenta Emilio Sales, es un voraz lector de la literatura e historiografía francesa. Todo lo va llevando a convertirse en lo que hoy llamamos un activista que tiene tres derivas: la literatura, el periodismo y la política. En los tres ámbitos se manifiesta su republicanismo y su anticlericalismo en un país donde la religión y la monarquía eran muy poderosas.
Vicente Blasco vivía todo con intensidad, de sus experiencias y observaciones afloran sus creaciones. De sus espacios familiares y del ultramarino de sus padres, de los entornos del Mercado de Valencia o la Lonja surge la que para él fue su primera novela «Arroz y tartana». Todas sus obras tienen un estudio previo de ambientes y eso le convierte en un viajero. Pasa un tiempo en Jerez para escribir «La Bodega», en Bilbao para «El intruso» o en la Albufera y la huerta para escribir «La Barraca» y «Cañas y barro». Cuenta la gente de la época que Blasco estuvo una semana viviendo y durmiendo en una barca para empaparse de esos hálitos malolientes que manaban de la laguna.
La última década del XIX en Valencia es la del blasquismo en la política, el periodismo y la literatura. Es el Blasco Ibáñez que lideraba movilizaciones en las calles, que pasa por la cárcel, que tiene que huir de España tras una algarada contra el presidente Cánovas Del Castillo. Se va a París. En la capital francesa, además de establecer amistades y contactos para futuras empresas políticas y editoriales, envía crónicas de lo que ve a algunos periódicos. Hizo una vida muy bohemia en el barrio latino, se relaciona con otros exiliados españoles e hispanoamericanos, conoce George Clemenceau, entonces diputado y que durante la Gran Guerra sería considerado el padre de la victoria. Y a la vuelta, tras una amnistía y con todo ese bagaje, se presenta a diputado a cortes por el partido republicano y arrasa. Estuvo en el Congreso de los Diputados en Madrid entre 1892 y 1905. El periodista Federico Utrera, autor de «¡Diputado Blasco Ibáñez!», lo define «como un francotirador en las cortes, porque era un hombre alejado de las posiciones ideológicas convencionales». Sus discursos iban más en consonancia con los problemas de la gente de a pie. Además, había que añadirle su antimilitarismo, su pacifismo, su persecución de la corrupción y la defensa que hacía de la separación entre iglesia y estado. También fue admirable su alto nivel de oratoria.
De Madrid terminó cansado. En el Congreso era un verso suelto y en su diario El Pueblo escribía a menudo sobre la farsa parlamentaria. Se da cuenta de que no puede cambiar las cosas. Tampoco está cómodo en las tertulias políticas y literarias de la capital, se ve rechazado y da cuenta de ello en su novela «La Horda» en la que es muy duro con ciertos círculos madrileños. Su objetivo, según Emilio Sales, era hacer una literatura social y no encontró el apoyo que deseaba. Es lo que tiene ser un adelantado a tu tiempo. En Valencia seguía también muy activo, crea la red de casinos republicanos y la Universidad Popular. Pone en marcha su proyecto editorial, Prometeo, con su amigo Francisco Sempere que puso a la venta su obra y grandes clásicos de la literatura a precios asequibles.
La vida entre Madrid y Valencia la comparte, en la primera década del siglo XX, con París. Cecile Fourrel, profesora de Estudios Hispánicos de la Sorbona y experta en la figura de Blasco Ibáñez, cuenta que Vicente «iba a París como el que coge el tranvía para ir al barrio de al lado». No tenía pereza, tenía una casa alquilada en la capital francesa, cerca del «Bois de Boulogne» y en sus estancias iba tejiendo su red para el futuro. Siempre tuvo Francia y lo francés en su cabeza.
Pero sorprendentemente, tras abandonar la política activa, Vicente Blasco Ibáñez abraza la aventura más surrealista de su vida. Se va a Argentina de conferencias por todo el país y termina de colono agrícola. Se convierte en «Blasco Ibáñez, el gaucho» título de un reciente documental, dirigido por Juan Pablo Palladino, que destaca el cambio del look del escritor que pasa de ser un señor parlamentario a un gaucho con un arma en medio de la Mesopotamia de Entrerríos, «dejó de hacer literatura para pasar a protagonizarla, se lanza a la aventura en territorios inhóspitos con culturas muy diferentes». Emilio Sales, director su casa Museo en Valencia, tiene claro que una de las razones de su incursión argentina «es enriquecerse rápidamente», pero detrás se esconde una relación sentimental. Ha conocido y se ha enamorado la que luego sería su segunda mujer, Elena Ortuzar.
Se trataba de una mujer potentada, con muchos recursos, y un hombre de la época no podía ser más pobre. El gobierno argentino le ofrece dos colonias. Una la crea en la Patagonia, la puebla con españoles procedentes de Castilla y la llama «Cervantes». La segunda la denomina «Nueva Valencia» y se sitúa en la Mesopotamia argentina, cerca de Corrientes, ciudad en la que se instala de 1910 a 1914. La zona de Entrerríos le recuerda a Valencia por su clima y pone en marcha un proyecto de siembra de arroz a orilla del Paraná. El proyecto fue ruinoso por los cambios de gobierno y por su falta de cálculo, pero allí se quedaron sesenta familias valencianas que hoy tiene sus descendientes y un motor económico. Hoy día, la zona de Corrientes, cuenta Palladino, es «la mayor productora de arroz de Argentina y Latinoamérica, razón de más para que la figura de Blasco siga viva en la memoria del lugar».
El fracaso económico devuelve a Blasco Ibáñez a su ciudad soñada, a París. Pero al poco de llegar, en 1914, estalla la Gran Guerra. Pasa unos momentos complicados al principio, se muda a un apartamento más pequeño, incluso tiene que pedir dinero a amigos, pero sus ideas las tiene muy claras. Se pone rápidamente del lado aliado y ve en el conflicto una gran oportunidad para poner en marcha su gran obra. Son los años, nos cuenta Cecile Fourrel, que pone en marcha toda su gran maquinaria productiva, «escribe todos los fascículos de la historia de la guerra, escribe su trilogía bélica del conflicto con Los cuatro jinetes del apocalipsis, Mare Nostrum y Los enemigos de la mujer, y también se lanza al cine y crea en París en 1916 Prometeo Films». Empezó a rodar películas, una primera adaptación de los cuatro jinetes que se ha perdido y La vieja del cine. Es una época de gran intensidad porque Blasco Ibáñez necesita dinero.
Pero es el éxito de Los cuatro jinetes del apocalipsis en Estados Unidos lo que definitivamente lo hace rico. Se convierte en el libro más vendido tras la biblia y le abre las puertas de Hollywood. Nos recuerda Pepa Blanes que lo llamaban Mr. Ibáñez y que muchas de sus novelas fueron llevadas a la gran pantalla, las más conocida, además de los cuatro jinetes, «Sangre y Arena». La gran obra sobre la Gran Guerra fue un un fenómeno de público y de dinero, veinte mil dólares le dieron por los derechos más todo lo que ganó con el marketing y el conocimiento del público de todos sus libros. Fue un fenómeno único que le convierte en el primer gran escritor español cosmopolita.
El éxito americano y francés le permite alcanzar su sueño de vivir cómodamente y dedicar todo su tiempo a crear y viajar. Compra en Mentón, la Costa Azul, entre Cannes y la frontera italiana, un palacete, Fontana Rosa, que lo adapta a sus necesidades. Cecile Fourrel nos ha contado cómo es la casa en la que vivió Blasco Ibáñez los últimos años de su vida. El creador valenciano recreó allí los ambientes mediterráneos que tanto le gustaban, entre ellos un jardín, el jardín de los novelistas con azulejos típicos de los patios andaluces, una biblioteca y hasta una sala de cine. Fue su gran centro de operaciones, el lugar donde partió para dar una vuelta al mundo de cuyas vivencias da cuenta una exposición en su Casa Museo de la Malvarrosa en Valencia.
Vicente Blasco Ibáñez muere en enero de 1928 en Mentón. Ya era un mito en el mundo e infinitamente más en su tierra. Años antes, en 1921 se dio un auténtico baño de masas en Valencia, fue recibido como un verdadero monarca, a pesar de ser un republicano. Pero si grande fue aquel recibimiento tras sus éxitos literarios y cinematográficos, más lo fue el momento en el que regresaron sus restos mortales. El escritor quiso que sus restos sólo volvieran a su ciudad en una España republicana. Y así fue el 29 de octubre de 1933. Como el dejó por escrito «las vidas vuelven siempre a sus cauces antiguos. En el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar (…) Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al mare nostrum, que llenó de ideal mi espíritu; quiero que mi cuerpo se confunda con esta tierra de València, que es el amor de todos mis amores». El mito regresó a casa. Hoy solo falta que tenga el reconocimiento que merece su obra, sus ideas y una labor editorial encomiable.
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Tomado de la web de la Cadena SER.
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