
Fragmentos de una entrevista a María Kodama
El pasado 26 de marzo, a los 86 años de edad, falleció la escritora María Kodama, viuda y albacea de Jorge Luis Borges. Como homenaje, desde las páginas digitales de Cubaliteraria, reproducimos un fragmento de la entrevista que le realizara Luis Dapelo, publicada por la Revista UNAM, en la que muestra ese otro Borges: el escritor que estaba convencido de que pertenecer a sus lectores deja en el enigma la vida de su autor.
¿Cómo era el Borges privado?
Su vida era muy simple, era como la de cualquiera de nosotros. Se levantaba, escribía, si tenía ganas recibía a los periodistas, a los estudiantes por la mañana y después almorzaba a veces con algunos de ellos. Por las tardes corregíamos los textos que él había comenzado el día antes o esa mañana. Una vida normal: íbamos al cine, salíamos a caminar, comíamos con amigos o solos, dependía de los programas o actividades del día.
¿Cómo era la personalidad de Borges?
Borges tenía una personalidad fascinante. Era una persona fundamentalmente libre y yo diría que, desde mi punto de vista, la definición que mejor le cabe es la de un ser libre y fuerte como para poder ir en contra de la corriente y sostener sus ideas, mientras él creía en esas ideas y estaba convencido de que eran ciertas y dignas de lucha. Pero si se daba cuenta de que estaba equivocado, no tenía ningún inconveniente en reconocerlo, lo cual es muy difícil de ver en la gente. Lo hacía públicamente y daba la razón al contrincante si la tenía. Entonces yo creo que eso es realmente admirable. Además, era un ser con firmes convicciones en lo que respecta sobre todo a su propia vocación. Él siempre supo y tomó como su destino ser un escritor. Lo supo desde muy chico y eso también marca toda una personalidad con una fuerza increíble, dado que su camino no fue tan fácil y, en realidad, el reconocimiento comienza para él recién cuando tiene 60 años…
Cuando recibe el Premio Formentor que da un gran impulso a la difusión de sus obras…
Así es. Entonces todo ese reconocimiento de la intelectualidad que le fue dado hace que él comience a surgir a una edad en que otras personas, habiendo iniciado tan joven como él, ya tienen una carrera consolidada. Él la tenía consolidada por lo que respecta a su trabajo. Pero ese reconocimiento, que empieza a ser mundial y que estalla un lustro después de viajes que comienza a hacer y de las conferencias que va dando, muestra toda la fuerza interior que él tenía. Justamente, esa fuerza la
demuestra la obra, es decir, la fuerza o la debilidad de un ser creo que está dada por la obra que deja, por lo que hace, en el terreno que le toque a esa obra, ya sea intelectual o artesanal o en la aparentemente menos brillante de las cosas. Pero yo creo que eso es lo que uno va dejando y lo que él ha dejado muestra cómo es libre interiormente, a pesar de que, a veces, tenía ese aspecto tan frágil que podía ser malinterpretado. La gente podía llegar a pensar que no tenía carácter, que estaba sometido por su madre y por mí, pero todo eso no es así. Él era un ser totalmente libre y su obra lo demuestra, su obra demuestra esa fuerza interior y esa libertad.
Encuentros, lecciones
¿Cómo fue su encuentro con Borges?
Bueno, digamos que hay tres encuentros: uno auditivo, que fue cuando yo tenía cinco años y una profesora me daba clases de inglés. No sé si aprendí el inglés con ella, pero sí muchas cosas porque era una persona muy fascinante. El método que tenía esa señora consistía en leerme en inglés lo que ella estaba leyendo y luego hacer una traducción comprensible para una criatura de cinco años, y seguir adelante con su texto. Ese era el método y esa señora, cuando yo tenía cinco años, me leyó los dos poemas ingleses de Borges, uno de los cuales, según lo que ella me explicó y lo que podía entender, me impresionó muchísimo. Poco tiempo antes, ella estaba leyendo César y Cleopatra de Shaw y entonces me hacía una descripción adecuada para una criatura de cinco años, de lo que era César, de lo que significaba ser emperador y máxima autoridad para los romanos, de lo que había hecho ese hombre y de su amor por Cleopatra. Todo eso como si fuese un cuento para una niña de cinco años. Luego me leyó esos poemas y, en tres o cuatro versos, vi un ser o algo que era totalmente opuesto a eso que me había descrito como la personalidad de Julio César. Y esa personalidad, que ella me presentó en palabras simples para que yo las pudiera entender, me fascinó. No logro entender por qué. Quizá porque yo era una criatura muy solitaria y quizá sentía como una proximidad de amistad, de empatía por alguien que podía sentir las cosas como yo las sentía en ese momento.
Y eso ocurrió cuando tenía cinco años.
¿Cómo se produjo el segundo encuentro?
El segundo se produjo cuando yo tenía doce años.
Como yo quería estudiar literatura y ya escribía, un amigo de mi padre pensó que era muy importante que yo conociera a ese hombre que admiraba, que para él era el máximo escritor. Entonces, por lo menos una vez en la vida, yo tenía que escuchar a ese hombre y verlo. Asistí a una conferencia de la cual no entendí absolutamente nada, por supuesto. Pero si bien no entendí nada, ciertas cosas me llegaban. La palabra, la poesía, la literatura, la filosofía son como la música, es decir, sonidos y en la entonación de la voz de alguien que dicta una conferencia hay, de todos modos, algo que despierta en nosotros determinados sentimientos o emociones. Luego salí de la conferencia, me lo presentó este señor, se acercó, lo saludé, le di la mano y me fui como cualquier otra persona.
¿Y el tercero?
El tercer encuentro fue un día mientras yo estaba caminando por Florida. Lo vi, me acerqué, como una
chica de dieciséis años, un poco atolondrada, que tiene esos recuerdos que en ese momento se hacen más precisos de esa persona, y le dije que lo había escuchado una vez cuando era chica, que me acercaba para saludarlo y ahora era grande. Él, no sé por qué, evidentemente por la voz, se había dado cuenta de que no era tan grande y me dijo que yo debía ser una persona adulta. Le respondí que sí y me dijo: «le hago una propuesta: ¿quiere estudiar anglosajón?». Yo le dije que sí e inmediatamente me di cuenta de que no tenía la más remota idea de qué era eso. Le contesté que yo no sabía qué era eso, él se rió y me dijo que eso era el inglés antiguo. Le pregunté: «¿Shakespeare?» y él me dijo no, mucho más antiguo.
Desde ese momento empezamos a estudiar y nos veíamos en la Fragata cerca de la calle San Martín, en distintos bares que hoy han desaparecido. A veces también en el Saint James que ya no existe. Él llegaba con los libros y con el diccionario —todavía caminaba solo en esa época por la calle— y comenzamos a estudiar el anglosajón. Después la vida fue tejiendo toda una historia. Elegí el irlandés e inició a dictarme algunas cosas.
Traía libros para ayudarlo a refrescar datos para preparar las conferencias y, bueno, la vida siguió tejiendo toda esa historia maravillosa. Yo, paralelamente, terminé el secundario, cursé mis estudios en la universidad, tenía mi trabajo y me dividía el tiempo en una vida tan complicada como la que tengo ahora pero muchísimo más feliz por supuesto.
¿Cuánto duraban esas lecciones?
Ah, eran infinitas porque, por ejemplo, cuando terminaba el colegio y los deberes, nos encontrábamos por ahí a las cinco, a las seis de la tarde, cuando él y yo podíamos. Porque, a veces, yo me escapaba. Podían durar hasta las siete o más tarde, según los compromisos que él tuviera… No era una cosa fija ni rígida. Por suerte con él nada era fijo ni rígido. Todo se daba, digamos, espontáneamente. Era maravilloso.
Borges, las amistades
Cuénteme de las amistades de Borges.
Borges tenía muchísimos amigos y yo conocí a muchos de ellos. Por ejemplo, sentía un profundo afecto y admiración por Carlos Mastronardi, un poeta muy querido por él, muy amigo de él y creía que no había tenido el reconocimiento que merecía tener. Me acuerdo que yo lo acompañé, que él lo sintió mucho cuando falleció y lo velaron en la Sociedad Argentina de Escritores. Era una persona por la que él tenía mucho aprecio.
Después en otro tipo de relación de amistad no tan profunda pero que él siempre decía que era muy agradable estaba, por ejemplo, Mujica Láinez. Borges decía de él que era la persona que estaba no solamente en los malos momentos sino que también era el primero en llamarlo y alegrarse por los buenos momentos. Digamos que no se veían nunca salvo en eventos oficiales y, sin embargo, cuando Borges recibía un premio o en cuanto Borges tenía una operación de la vista, me contaba que Mujica Láinez era el primero en llamar. O sea que no siempre se veían pero había un afecto profundo y una preocupación constante por parte de él.
Bioy Casares, con el que colaboró en las obras y se frecuentaron mucho.
Luego con Silvina Ocampo tuvo una amistad muy entrañable y admiraba mucho lo que hacía. Borges decía que Silvina, por ejemplo, era realmente una creadora porque había hecho una pintura y una exploración sobre todo del mundo de la infancia, del mundo perverso de la infancia. Era una persona que vivía fuera de todo lo que significara notoriedad. Llevaba una vida totalmente retirada y Borges la consideraba realmente genial.
Después, por ejemplo, Alberto Girri, poeta extraordinario que era muy amigo de él y con el que comíamos muchísimas veces, y con Enrique Pezzoni, docente de la Facultad de Filosofía y Letras, también extraordinario profesor y crítico literario.
Y colaborador de Pepe Bianco en la revista Sur…
Exactamente. Se daban conversaciones maravillosas porque hablaban de poesía y discutían sobre la poesía con conceptos a veces muy distintos, pero era una relación muy interesante, muy enriquecedora pienso que para ambas partes. Y después, por ejemplo…
¿Con Sábato?
Con Sábato habían sido amigos pero luego, por cuestiones políticas, se separaron y luego se reencontraron.
Yo tengo un muy lindo recuerdo de Sábato: un día, cuando Borges se estaba haciendo los análisis y se sabía que estaba enfermo, lo encontré y estaba sentado en la mesa con alguien, se levantó y me preguntó realmente con mucho interés y preocupación por la salud de Borges. Sábato emanaba algo muy lindo, como de preocupación y de aprecio, de afecto.
También otra relación, no de amistad profunda pero sí de descubrimiento —eso creo que también es tan valioso como una amistad profunda— fue con Cortázar. Borges fue el primero en publicar la primera obra de Cortázar, «Casa tomada», un cuento. Tengo un recuerdo maravilloso de un encuentro por azar…
Con ese joven lleno de talento, como dijo Borges…
Exactamente. Tengo un recuerdo muy lindo: una vez que estábamos en Madrid y Cortázar era un hombre ya consagrado que había venido creo para hacer entrega del Libro de Manuel. Políticamente eran totalmente distintos y yo sabía eso. Estábamos en el Museo del Prado y para mí queda para siempre en mi memoria esa escena como una slide. Porque yo los adoro a los dos: a Borges como escritor, dejando de lado mi afecto como ser humano, mi amor por él, y a Cortázar puesto que ambos son igualmente valiosos y despiertan en mí cosas maravillosas.
Yo estaba con Borges delante de uno de mis cuadros preferidos de Goya —me gusta la pintura negra de Goya el Perro semihundido— y, en ese momento, vi la figura de Cortázar, tan alto que era totalmente imposible no ver. Entonces, a mí se me escapó del alma: «¡Ahí está Cortázar!», y luego me di cuenta de que ponía a Borges en un compromiso porque quizás él no quería verlo, no quería saludarlo por esa cuestión política tan fuerte que los dividía. Entonces me dijo: «¿Usted quiere saludarlo?». «Como usted quiera», respondí y, mientras estaba diciendo eso, Cortázar lo vio y se puso a caminar hacia nosotros. Cortázar lo abrazó y le dijo: «Maestro, nunca voy a olvidar que gracias a usted yo publiqué mi primer cuento».
Fue maravilloso ver a ese hombre, que ya tenía la fama internacional, agradecer como un niño a Borges, quien se mostró muy afectuoso también con él. Para mí fue una cosa inolvidable, maravillosa, realmente maravillosa. Son esas cosas que no sé, que a uno le dan deseos de vivir, ¿no? Maravilloso.
¿Cómo fue el encuentro con Octavio Paz? ¿Estuvo presente?
Sí, yo estuve presente. Con Octavio Paz tuvimos varios encuentros en Buenos Aires, en Nueva York, en distintos lugares del mundo, y lo maravilloso fueron esas conversaciones que tuvo Borges con Octavio Paz porque, realmente, eran así las conversaciones. Quiero decir: dos personajes que tenían el mismo background, la misma preparación, y que discutían ideas; no eran preguntas y respuestas, eran discusiones profundas de las ideas.
Maravillosos fueron también los encuentros que tuvimos con Marguerite Yourcenar, con quien mantuvimos una relación mágica, muy especial. Nos veíamos poco, pero hablábamos mucho por teléfono y cuando coincidíamos eran momentos de una riqueza y profundidad increíbles.
[…]¿Cómo era Borges cuando se le entrevistaba?
Estupendo. Podían pasar horas y de ahí se explica la cantidad de libros que han proliferado.
¿Cómo vive los recuerdos de Borges después de tantos años?
Aunque sé que no está, es como una presencia continua. Además, estoy siempre consciente de que todo el mundo lo ha querido, lo ha respetado, lo respeta y lo quiere. Hablo siempre de él, doy conferencias sobre su literatura, estoy siempre como rodeada por él y, además, es la mitad de mi alma. Siento la nostalgia de no poder compartir cosas nuevas.
Hay algo que resulta mágico, muy lindo, que ocurrió una vez: Borges siempre me cantaba una canción que cantaba su madre y que escuché en Venecia por primera vez. Me contó la historia de esa canción de finales del siglo XIX y principios del XX, que se llama «Fascinación». Borges murió, pasó mucho tiempo, y me invitaron a Belgrado, a otros lugares y, en un determinado momento, me acuerdo de que me llevaron a un sitio precioso cerca del mar; era un hotel con fachada de vidrio desde donde podía ver todo el paisaje con unos árboles que tocaban el agua y unas piedras donde había erizos a los que uno podía ver de tan transparente que era el agua. Entonces, cuando yo entré allí y vi eso tan maravilloso, pensé: «¡Qué dolor!», porque es el primer lugar al que vengo sin Borges.
Estaba el embajador que había ido para oír la conferencia; entonces me acerca la silla para que yo me siente y, en el momento en que me siento —no me había percatado de que había un pianista— el pianista empieza a tocar «Fascinación, y me puse a llorar porque era, dentro de la casualidad, una respuesta.
Otra vez el azar.
Así es. Yo que pensaba que era el primer lugar al que fui a conocer sin él y la música era como una respuesta, como si dijera: «¡Aquí estoy!». Es algo muy bello y me emociona mucho ahora. Soy agnóstica como él, pero a veces siempre digo que hay tantas casualidades en mi vida que pienso y le digo a mis amigos que quizá no termine agnóstica. No sé; son cosas que parecen casualidades y es maravilloso poder sentirlas así, que se encadenen de esa manera y tal vez correspondan a un orden, como él decía en el poema “«Ajedrez»: «¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?». Quizás es eso que no sabremos nunca pero es lo maravilloso de la vida también.
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Entrevista completa en Revista de la Universidad UNAM
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