Siendo muy niño apareció en mi vida un tío «postizo» que luego se convirtió en un famoso y popular cantante de boleros. Ese personaje era Ñico Membiela.
Al decir del desaparecido musicólogo Helio Orovio, Membiela nunca fue el mejor bolerista de su tiempo, pero sí el más popular, porque no había victrola en bares y otros lugares que no recogiera sus números conocidísimos en la época.
Ñico fue una especie de tío para mí. Según cuenta la historia familiar él y papá se encontraron una tarde en uno de los muchos bares del puerto de Caibarién, y a partir de ahí se hicieron hermanos.
Ñico era de Zulueta, un poblado que es hoy la «capital del fútbol cubano», nunca he sabido por qué. Zulueta está situado entre Remedios y Placetas. De quedarse en su pequeño pueblo, el entonces trovador guitarra en mano no hubiera «buscado ni para el chicle» como antes decían los muchachos, y por eso emigró para Caibarién, que en esa época era un puerto próspero donde entraban barcos de todas las latitudes del mundo, había más bares que Iglesias, y el prostíbulo era más grande y populoso que los de muchos poblados aledaños. Allí fue el encuentro.
Cuando aquello papá tenía una fonda, realmente una fondita, pero daba para vivir y darse algunos gustos menores y en ella, al abrigo de su nuevo amigo, el trovador encontró alimentación con respeto y amistad con cariño.
Tan profunda fue esa amistad, que cuando Ñico decidió casarse con la modelo de la Televisión de entonces llamada Perla Marina, fue a pasar la Luna de Miel en mi casa en Caibarién, y nosotros nos mudamos por una semana para la casa de los abuelos.
Al llegarle la fama no olvidó a papá, al punto de que en cierta ocasión en que me trajeron a La Habana a verme con un logopeda —porque era gago y no se me entendía una palabra―, Membiela se enteró de que estábamos hospedados en el Hotel Plaza, que era muy caro para nosotros cuatro (mi hermano estaba incluido en la expedición), vino a buscarnos y nos llevó a vivir a su casa, donde residía con sus padres, en el Reparto Capdevilla, frente a la fábrica de pinturas Sherwin Williams.
Un largo mes estuve en La Habana al amparo de Ñico Membiela, por supuesto que junto a mi familia. Con él y papá fui al Ali Bar y vi un show que me impactó para toda la vida. Comí en la olvidada Casa de los Vinos, en el Puerto de Sagua una excelente langosta, en la Zaragozana la comida española que le gustaba a Ñico acompañada de vino tinto Rioja Hélice.
Nunca fui a la Bodeguita ni al Floridita, no sé por qué, pero tampoco nunca olvidaré que yo, un niño guajirito del barrio de Puerto Arturo, anduviera toda La Habana en el Cadillac negro «cola de pato» o en el Dodge color fucsia que arrebataba a lo que hoy llamaríamos las fans de Ñico. Nunca olvidaré que me llevaron al Malecón a ver que en una patana flotante convertida en restaurant, y que vendía platos de pescados y mariscos, estaba el nombre de mi abuelo en letras lumínicas diciendo que era el creador del pescado en salsa de perro, plato hoy típico de la gastronomía local de Caibarién.
Luego Ñico, siguiéndole los pasos a Alipio, el dueño del Ali Bar se fue para Miami. Desde allá intentó que papá junto a nosotros fuera a hacerle compañía. Hasta un restaurant le montó para que lo administrara, pero irnos no estaba en los planes de mi familia. Un día, pasado el tiempo, me enteré que Ñico había muerto casi olvidado por todos en una casa para ancianos.
Hoy tengo un disco de las canciones de Membiela, y cuando las tardes están grises y la tristeza quiere hacer a sus anchas con los recuerdos, lo pongo a cantar, y es como si volvieran aquellos tiempos, que para mí siempre serán de un increíble deslumbramiento.
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