A 120 años del natalicio de Julio Antonio Mella
El 25 de marzo de 1903 nace Julio Antonio Mella. Como homenaje, Cubaliteraria reproduce fragmentos del texto de la periodista Alina Perera Robbio, quien bordó un acercamiento cálido a ese revolucionario cubano excepcional que fuera Julio Antonio Mella, publicado por Juventud Rebelde.
Lo principal son hombres, es decir, seres que actúen con su propio pensamiento y en virtud de su propio raciocinio, no por el raciocinio del pensamiento ajeno. Seres pensantes, no seres conducidos.
Julio Antonio Mella 1903 – 2009[1]
—Aquí no llueve —lamenta Roig balanceando su cabeza y mirando al cielo.
Es tiempo seco. Se estrena el año. Los habitantes de nobleza a flor de piel, como la de sus ancestros indios, se llenan de paciencia a la espera del ciclo de las aguas. Serán días de lluvias interminables por las cuales la gente podrá olvidar cualquier cosa menos la sombrilla en su salida al mundo exterior. Imaginamos un acto de ablución general que devolverá las verdaderas siluetas y tonalidades a jardines, ladrillos y portones. Algo así como el renacer de los paisajes y pequeños universos de siempre.
El ambiente nos hace andar con cara de novillos al borde de la asfixia. Tres pasos rápidos y ya estamos jadeando en una capital que en otra era contó con la delicia, como dijera el mexicano Alfonso Reyes,[2] del aire más transparente.
—Desde aquí es inútil buscar astros en el firmamento— dejo escapar un lamento cursi que Roig no perdona:
—Despierta. Este es el año 2006. Ahora hay sol y estamos en la calle Abraham González número 12.
Frente a nosotros, una tarja de mármol recuerda que a solo metros de allí cayó mortalmente herido Julio Antonio Mella. (…) Luego de mirar en dirección a los cuatro puntos cardinales con la nariz irritada, reparamos en que esta primera escena no ofrecerá algo más allá de las letras esculpidas y un nombre que deseamos llenar con levedades, grandezas y pasiones, con la atropellada sustancia que es la existencia humana.
Nada en los alrededores. La modernidad se lo llevó todo. El tiro de gracia fue el terremoto de 1985 que obligó a cambiar el rostro de la capital y dejó tras de sí una lista interminable de historias, un número indeterminado de víctimas.
(…) Todo obliga a la imaginación. El polvo se levanta y hace telones con la luz. Es arrastrado por el viento. Pasa de puerta en puerta hecho remolinos, enredado con el ruido lejano que llega del tráfago en las grandes avenidas de la ciudad. La escena es contemplada por ancianos y hombres curtidos que aguardan sin ansias a su cliente, que conversan o muchas veces callan mientras miran el aire amarilleado por el sol, inmóviles como lagartos desde lo hondo de las tapicerías automotrices, comercios que expenden llantas, cámaras para automóviles, o comida rápida.
—Entonces esta es la calle… A solo unos metros de aquí se desplomó Julio Antonio Mella en la noche del 10 de enero de 1929. Feo es atacar a un hombre indefenso por la espalda, en medio del frío…— habla Roig como para sí.
—«No le tengo ni un ápice de miedo a la muerte, lo único que siento es que me van a asesinar por la espalda»,[3] había predicho sereno el excepcional muchacho. ¿Sabías eso Roig? Él, que solo tenía 25 años cuando su cuerpo y memoria dejaron de funcionar, supo que tenía la suerte echada mucho tiempo antes de su fin. No es que fuera clarividente. Su lucha era tan intensa, los enemigos tan poderosos, que no le resultaba imposible dominar el misterio de ciertos desenlaces. Pero con eso no insinúo que el héroe tuviera un átomo de suicida. Esto nada tiene que ver con el suicida que el escritor Borges[4] dibuja en su poema y del que dice es inmortal porque conoce el próximo paso de sus horas. Julio Antonio no tenía un pelo de ingenuo, y sabía que su radicalidad le iba a costar cara. Con razón un testigo de sus días lo comparó con el muchacho que tiene un diamante muy valioso, está consciente de ello, y aun así lo deja en la vidriera a sabiendas de que cuando menos lo espere, el ladrón podrá arrebatárselo. El diamante era su vida enérgica, concentrada en virtuosismo, cuyas puntas cristalinas, siempre a la luz, no quiso ni supo esconder de nadie.
—El miedo no existe…, seguramente hubiera dicho Mella de haber estado entre nosotros— concluye Roig en lo que dejamos la calle Abraham González.
(…)
Se sabe que la Policía del Distrito Federal de México dejó constancia en sus archivos de la versión según la cual Julio Antonio, después de los disparos, caminó unos pasos y cayó al suelo; tuvo tiempo de gritar a dos transeúntes: «Machado me mandó a matar», y entre los brazos de Tina Modotti advirtió exhausto: «Muero por la Revolución… Tina, me muero». Negada a creer en la inminente desolación, renuente a perder a ese hombre —y no a cualquiera, sino al perfecto para acompañarla hasta el último de sus instantes—, le dijo con una sinceridad salida desde lo más profundo de su desabrigo: «No te vas a morir, estás muy joven…».
El muchacho lo había vislumbrado: le tocaría caer. ¿Cómo habrá sentido la llegada de su muerte? Atravesó la calle corriendo, desangrándose, arrebatado de dolor. El tránsito tiene que haber sido riguroso, como casi todos los que llevan a alguien a convertirse en símbolo. Me desespero por Julio como tantas veces hice por Martí y ese tiro que afirman le partió la lengua. Veinticinco años son tan poco tiempo para vivir…
(…)
—Hemos estado tan solo media mañana tomando baños de sol y lo sentimos hasta en los tuétanos. Imagina cómo habrán sido los días durante los cuales Julio Antonio estuvo sin tomar alimentos en aquella huelga de hambre que agitó a Cuba y al continente, y que doblegó a un tipo como Gerardo Machado… Para él tiene que haber sido como estar amarrado con cadenas, día y noche, en la punta de una pirámide, arrojado a los caprichos de la naturaleza que arrasa y desgasta si uno no la respeta.
El extraordinario político e intelectual cubano Raúl Roa García[5] —le agrego a Roig— expresó en muy pocas palabras cuán difícil fue lo que el joven luchador hizo. Confesó él que quienes se han visto en parejo trance, la huelga de hambre, saben muy bien, y se incluía, que si para mantenerla 72 horas se requiere un temple de acero, para sobrellevarla 19 días, sin vacilaciones ni desmayos, «es preciso estar vaciado en moldes excepcionales».[6]
De vuelta a la ciudad, casi afiebrados por la caída del sol en las pirámides, aún colgados de la maravilla cristalina de las piedras, encontramos entre los libros el testimonio de Gustavo Aldereguía Lima.[7]
El galeno contó haber asistido en 1925 al derrumbe físico de Mella, «verdadero vía crucis en que desfallecieron sus fuerzas y se fundió su musculatura de atleta, con grave riesgo de su vida», lo cual, sin embargo, no quebrantó «su voluntad y su hombría».
A los 11 días de la huelga, cuando el luchador llevaba (…) 264 horas sin probar alimentos, conseguimos sacarlo sus amigos, la agitación popular ya extendida y creciente, y el escándalo continental en alza que había producido, del camastro inmundo [en] que yacía agotado en la enfermería de la antigua cárcel. Lo trasladamos entonces, con gran alarde de fuerzas policiacas, para la Quinta del Centro de Dependientes, donde ya pude atenderlo como precisaba su estado.[8]
En un momento crítico de la huelga, consiguió pasarle una sonda a Mella y persuadirlo de la urgencia de lavarle el estómago periódicamente:
Así lo empecé a nutrir con sueros de leche, engañándolo, hasta que la indiscreción de un médico lo echó todo a perder; de un tirón se extrajo la sonda y no la aceptó más, rechazando también los sueros que combatían su deshidratación. Felizmente lo pusieron en libertad pocos días más tarde, siendo penoso el proceso de recuperación.[9]
—Para hacer algo así hacen falta convicciones fuertes, porque es tu cuerpo, es tu vida que puede evaporarse de un momento a otro, y lo común es que el ser humano tienda a no maltratarse— reflexiona Roig. E insiste: ¿Cuánto hace el militante hasta llegar al punto crítico de la huelga de hambre? ¿Cómo llega a semejante situación?
—Necesitamos sentir los olores, el color de la luz, el aire de la época de Julio Antonio, los días en que el Alma Máter de la Universidad de La Habana aún no coronaba la portentosa escalinata blanca y era solo un símbolo rodeado de plantas secas. No podemos hablar del joven, imaginárnoslo haciendo folletos, discursos, revistas, organizando protestas en contra de las autoridades, si no nos transportamos al estilo de esos instantes.
Tenemos que cerrar los ojos y pensar —como una vez sugirió Alfonso Bernal del Riesgo—[10] que entonces no existían los micrófonos, ni los altoparlantes, ni el radio, ni el televisor; que toda palabra debía comunicarse a garganta limpia, fuera en la calle o en un teatro…
En un esfuerzo notable, tratamos de vislumbrar una Habana en la cual Mella se paseaba con una elegancia impecable, vestido con camisas de cuellos hechos a su medida, con trajes de corte parisino, el último grito salido del taller de costura de su padre don Nicanor, el mejor sastre de la ciudad, quien tenía en el hijo a su modelo predilecto.
Intentamos figurarnos la urbe en la cual el muchacho daba zancadas como dejándose caer hacia adelante en una cadencia simpática, con zapatos de pura piel, cosidos a la medida de sus pies, con lo cual levantaba el polvo del camino y la envidia de sus enemigos:
Las máquinas de escribir y mecanógrafas eran, diré, «artículos de lujo». No se había creado la carrera de secretaria, y el número de mujeres trabajadoras de oficinas comenzaba a nacer —describió Bernal—. El transporte público tenía lugar en los simpáticos y chirriantes tranvías. Las líneas de ómnibus estaban empezando… Montarse en un «fotingo» o auto de alquiler costaba una peseta, cantidad de gasto prohibido para un estudiante obligado a hacer varios viajes al día. Tomar un «cristalino» o coche de caballo resultaba ya demasiado lento y doblaba el presupuesto del pasaje (diez centavos el viaje). Por eso la elección obligada era el tranvía, por rápido […] barato y propicio a la lectura: muchos exámenes fueron preparados tranviariamente.
(…)
Las diligencias a corta distancia se hacían a pie. La Habana era una ciudad de 300 000 habitantes, llena de trajes de dril cien […] No había amigos que tuvieran automóvil, porque muy pocos habaneros tenían automóvil. Manejar era un oficio epónimo que se ejercía con dignidad y en pleno uniforme. (…)
En aquella Habana llena todavía de tufos españoles en retirada y de vahos yanquis en plenario avance, le tocó actuar a aquel joven dinámico, medio irlandés, medio caribe y cubano completo, hablando en público a garganta limpia y escribiendo las cartas y las obras con sus propias manos (era mal mecanógrafo) y caminando mucho.
En esa Habana impropicia llegó a ser lo que fue; porque su calidad revolucionaria era superior.[11]
Sarah Pascual, amiga de Julio Antonio desde los días de la universidad, quien recibió del joven comunista cartas y fotografías que venían en camino cuando él fue asesinado, lo retrató como un organizador con entusiasmo apostólico, rodeado de muchos amigos, incluso de quienes lo seguían y admiraban aun sin poseer su militancia y sin estar plenamente identificados con su definición política. Por su intensa lucha tenía —afirmó ella— «enconados enemigos» que «le combatieron y negaron (…) Pero jamás se doblegó ante el ataque frontal o traidor».[12]
(…)
—Comunista a fondo —repara Roig—. Algunos han comparado a Mella con Martí, no solo porque llevaba su cabeza muy clara sino también porque tenía un tremendo poder de gestión. Lo que pasa es que el primero estuvo muy poco tiempo en este mundo, aunque el segundo tampoco perduró mucho. Pero a lo que iba: el muchacho abría un frente detrás del otro y sin dar señales de obstinación o agotamiento, se dice que sin mucho dinero en los bolsillos, estudiando todo el tiempo, leyendo seguramente en los tranvías, a toda hora, escribiendo de su puño y letra… Disculpa que me aleje del tema, pero confieso que si algo me gusta de la época de Mella, son esas camisas blancas, esos cuellos hechos a la medida, esa elegancia que entonces no era cosa rara sino más bien común. Ser comunista, luchador por el progreso, no niega pararse delante de los espejos. ¿O sí? A mí me gustaría defender la certeza de que la belleza no es un pecado. Esa idea Mella la tenía muy clara y debe haberle costado un precio alto. Yo diría en una asamblea con mucha gente: Tenemos el deber de ponerle ropaje y belleza a nuestra justicia, esa misma justicia que a Mella le costó la vida.
—De acuerdo, amigo. La belleza es un derecho. De lujo nada. La necesitamos para crecer, y siempre ha estado en el horizonte de todos los que abrazan causas buenas. Hablo de la que es maciza y atrae sin perdón, de la que tiene cáscara y hondura, de esa que si tú la raspas adentro tiene enjundia y no se queda en oropeles, en cosa rutilante y hueca. El tema de lo bello en Julio Antonio realmente seduce. Es una maravilla ese hombre agraciado, ese Apolo a quien su padre enseñó a vestir tan bien, y que al mismo tiempo tenía un alma capaz de acunar múltiples bellezas: la de la sensibilidad, la de la sed por lo justo y por la emancipación de sus semejantes, la de la lealtad a las ideas en que creía. Tanta lindura junta conforma eso que llamamos paradigma, que no es el imposible pero sí se da la mano con lo milagroso y hace que nos preguntemos cómo la naturaleza y el mundo pueden poner tanta virtud en una sola criatura. El tema de lo bello adquiere en Julio una dimensión dramática, porque el momento al cual el joven pertenece significó para Cuba una era oscura, de abismales fealdades que heretizaban y perseguían hasta la muerte a quienes soñaban un ser humano más hermoso, alejado de su egoísmo animal. Por eso la belleza de Mella es la de Apolo, y es también, como se ha dicho, la de Prometeo: desafía la bestialidad en su vocación por compartir el calor y la luz del fuego.
(…) Estamos yendo en busca de una criatura armónica, saludable, llena de energía. Debe haber sido placentero sentarse a conversar con él, verlo siempre alegre, tranquilo, porque no tendía a la tristeza ni al optimismo excesivos, no registraba cambios emocionales abruptos. Creo que esa virtud de equilibrio, de tipo bien plantado, debe haber resultado muy atractiva ante los ojos de las mujeres. Debe haber sido casi irresistible, Roig, si la mezclamos con el brillo de los músculos del remador y con el halo de muchacho muy adelantado para su época, como mal puesto en el tiempo por merecer estar un poco más en el futuro.
(…)
Los trazos atraparon el misterio del tiempo, de cada instante que quedó atrás, perdido en la turbulencia de cuanto aconteció después. Pasamos despacio ante cada fresco. Solo ese gordo hechizante llamado Diego Rivera supo el secreto de ir colocando los colores suaves en la pared nueva, recién preparada con un preciso punto de humedad, el justo para absorber y perpetuar las tinturas alistadas por la intuición y la experiencia.
En el último piso del recinto de la Secretaría de Educación Pública en el Distrito Federal, la luz esparcida en el aire nos ayuda a mirar detenidamente estampas como El tianguis, En el arsenal (1929), El que quiera comer que trabaje (1928), La muerte del capitalista (1928), Alfabetización (1928), El pan nuestro (1928), La unión (1928), La cena del capitalismo (1928), El herido (1928), acompañada de un cintillo donde puede leerse: «El oro no vale nada si no hay alimentación», El sueño (1928) adornado con una verdad musical y triste: «Son las siete de la noche / y el pobre está recostado/duerme un sueño muy tranquilo porque se encuentra cansado».
Todas las creaciones son del Gordo. Como flores recién cortadas, parecen estar unidas por una cinta que a modo de pórtico del corrido de frescos afirma: «La verdadera civilización será la armonía de los hombres con la tierra y de los hombres entre sí».
(…) En aquellos días lejanos Mella fue muy amigo del Gordo y de otros valiosos intelectuales mexicanos. Años después de que el joven fuera asesinado, Diego Rivera, cuando daba alguna charla, pedía a los presentes con 25 años que se pusieran de pie, y entonces recordaba la precocidad del comunista, todo lo que había hecho en tan poco tiempo de existencia.
Vinimos para entender mejor lo que hemos conversado con una mujer inolvidable y nada fácil. Hace una tarde, en un diálogo que todo el tiempo advertí al borde de la despedida abrupta, Raquel Tibol nos mantuvo en vilo. Roig, paralizado, contemplaba mi sonrojo, y yo buscaba su apoyo. Nada de lo que había aprendido en la academia parecía servirme para entibiar el encuentro. «¿Dónde habrá un resorte que desate la maravilla de sus confesiones?», pensaba desesperadamente mientras me sentía traslúcida ante la mirada de la escritora que llegó a reprochar mi excesivo pudor en un instante del diálogo.
(…) Nacida en Argentina en 1923, polemista, crítica de arte e investigadora que en 1953 llegó a México como secretaria de Diego Rivera, Raquel nos mostró toda su fuerza, de tal modo, que ahora Roig y yo caminamos, como dos sedientos, frente a la obra del gran pintor muralista.
—Pese a que sus edades eran diferentes, 40 al lado de 25, Diego Rivera y Julio Antonio Mella eran muy amigos —nos había comentado Raquel—. Desde que Mella llegó a México se unió a El Machete. Diego estaba ligado a ese periódico comunista, había sido uno de sus fundadores. Existió una fuerte corriente de simpatía entre ambos. Ellos tenían una relación tan estrecha… por ahí está la famosa foto en la que Diego encabeza una de las marchas que llevó los restos del muchacho rumbo al Panteón.
«Diego Rivera tenía una propensión especial, le atraían particularmente los jóvenes, mujeres u hombres, con brillantez intelectual, compromiso político, concepciones avanzadas. Todo eso lo tenía Mella. La relación fue tan fluida, que cuando Diego pintó El arsenal, lo retrató. Es el fresco donde también aparecen Tina Modotti, Vitorio Vidali, David Alfaro Siqueiros, donde Frida Kahlo está repartiendo armas. Eso lo pintó Diego a su regreso de la Unión Soviética. Es decir, había una preocupación por parte del artista acerca de lo que era la nueva revolución, la que estaba por llegar, porque la Revolución Mexicana de 1910 había ido a parar a manos de una burguesía avorazada.
«El pintor había vuelto muy impresionado por los avances de los movimientos revolucionarios europeos, tanto, que creía que la nueva revolución estaría inspirada en la ideología de un socialismo que no había sido pensado en México. Él tenía la certeza de que los conocimientos llegados desde otros lugares debían ser utilizados por los mexicanos para su propio sentido de una revolución popular».
—Háblenos del paso de Mella por México. Nos han dicho que fue como el de un cometa…
—Baje, baje…, si usted habla de un personaje cometa está fuera de la realidad. Él es un ser humano superdotado en relación con otros jóvenes de su generación. Si estamos hablando de una gente superdotada, con una vocación de liderazgo muy natural, a la vez muy fraterna, a la vez con un físico precioso, bueno… lo estamos haciendo de alguien que reúne cualidades, pero no de un cometa. Él es un trabajador político. Escribe mañana, tarde y noche, y cuando se va a vivir con Tina Modotti ambos se complementan: ella le da tranquilidad para poder escribir, él ya viene de un matrimonio deshecho, de haber tenido una hija…
Entre ellos hubo identificación, que es distinto a una influencia, porque los dos venían de una militancia. Tina venía de la clase obrera, había sido obrera desde niña. Mella, comparado con los orígenes de Tina, venía como quien dice de una cuna más confortable. Ahí hubo un entendimiento entre dos seres de gran refinamiento espiritual. Creo que Mella era de esas personas que necesitan formarse día a día, ir madurando, ir conociendo cada vez más.
Él llega a México en un momento en que despunta a la madurez, y aquí desarrolla esa madurez. A diferencia de esa Cuba reaccionaria de la que sale porque es perseguido, aquí había un campo para la izquierda que comienza a ser perseguido en el año en que lo asesinan.
Hay que destacar su capacidad de argumentación que no es emocional sino hecha con elementos salidos de una mente disciplinada en el pensamiento revolucionario. Él podría haber tenido 45 años e igualmente asombraría, pero el asombro es mayor porque era en verdad muy joven.
De 1925 a 1929 van cuatro años. Fueron para Mella de una actividad verdaderamente fenomenal. En ese tiempo él se liga a la clase obrera, a los sectores universitarios, a los comunistas mexicanos. Es todo el tiempo un hiperactivo lleno de sustancia. Basta leer sus escritos: son de una gente con un pensamiento revolucionario muy maduro para su edad.
—¿Qué cree de su asesinato?
—Hasta ahora las pruebas de que los asesinos de Mella fueron agentes de Machado son contundentes. Tina, la testigo inmediata de los hechos, es apresada y hostigada de la manera más vil. Revuelven su departamento, es tratada como una prostituta, y por qué: se estaba produciendo un volteón a la derecha y estaban sacrificando a dirigentes de izquierda. Sobre Tina se ensañó una fuerza policial tremenda. Ella sentía que sus días en México estaban contados y así lo hizo saber en una carta. Y eso qué significa: que no fueron fuerzas de izquierda las que sacrificaron a Mella, sino fuerzas de derecha con las cuales estaba en contubernio el gobierno mexicano en ese momento.
—El impacto por el crimen fue grande…
—No pudo ser tan grande como usted se lo imagina porque la izquierda no era numerosa. Pero sí, causó impacto en el medio universitario al que estaba ligado Mella, y dentro de la izquierda, porque desde que el joven llegó aquí fue acogido por los comunistas mexicanos y se le consideró un camarada más y se le abrieron las puertas del periódico El Machete.
Raquel nos contó las razones por las cuales había decidido escribir Julio Antonio Mella en El Machete. Ella, que tenía una relación muy estrecha con David Alfaro Siqueiros, pensaba escribir un texto sobre la obra del pintor mexicano.
—Siqueiros —recordó— hablaba todo el tiempo de El Machete, pero no tenía un solo ejemplar en su archivo porque siempre que se separaba de alguna mujer con la cual había vivido algún tiempo, dejaba atrás sus papeles. Cuando lo conozco no tenía uno solo referente a sus tiempos de actividad juvenil. Busqué entonces y resultó que en México había solo una colección de El Machete en manos de dos personas que habían sido miembros del Partido Comunista. Hablé con ellos y les dije: «Estoy haciendo un libro sobre Siqueiros y necesito consultar El Machete de la A a la Z; por favor, préstenmelo».
Trabajaba el libro en el estudio de Siqueiros. Hasta allí llevé los ejemplares de El Machete. Comencé, como se leen los viejos periódicos, línea a línea, y la carpetica de Siqueiros crecía, pero la de Mella crecía mucho más. Fue entonces cuando dije al pintor y a su esposa que me perdonaran, que me iría a casa para trabajar los materiales de Mella y que después regresaría para terminar el otro libro. Y así lo hice.
Haciendo lo de Mella pregunté a Siqueiros cómo recordaba al joven y me dijo que tenía un temperamento explosivo, que cuando se enojaba rompía sillas contra las mesas, me hizo la descripción de una persona iracunda, tremenda. Parece que en algún momento ellos discutieron sobre ciertos temas. Sé que las posiciones de Siqueiros irritaban no solo a Julio Antonio sino también a Diego Rivera y a otros. De modo que en este caso la descripción tiene mucho que ver con quién la hizo.
Y aun así Siqueiros hizo un precioso retrato de Mella para mi libro. La pintura está basada en una fotografía de Tina Modotti. Está claro que el pintor se olvidó, al hacer el retrato, de ese joven iracundo que él veía en Mella, y pintó a un hombre, no a un adolescente, con gran firmeza. Es un retrato fuerte pero a la vez afectuoso, de respeto al revolucionario. Eso es lo que tiene de maravilloso.
Cuando parecía que no encontraríamos el resorte con el cual entablar un diálogo cómodo con Raquel, una pregunta alistó el escenario para la despedida afectuosa.
—¿Y sobre Frida Kahlo escribió alguna vez?
La investigadora contestó con el rostro súbitamente iluminado:
—De Frida, cinco libros. La entrevisté cuando vivía en su casa. Le dije: «Frida, hagamos útil nuestro tiempo, díctame tu biografía…».
—¿Y usted qué edad tenía?
—Ya no era una niña. Tenía 29 años. En cuanto a Frida, había nacido en 1907 y murió en el año 1954. Pasaron dos largas décadas y casi nadie escribía sobre ella hasta que la gente empezó a hacerlo a partir, principalmente, de los apuntes autobiográficos que yo publicara en vida de la pintora. Fui la primera en publicar cartas de ella a su novio Alejandro Gómez Arias quien, por cierto, fue muy amigo de Mella, y uno de los que habló en la Escuela de Jurisprudencia cuando allí estuvo expuesto el cadáver del joven cubano.
Alejandro Gómez Arias, según encontramos Roig y yo en los textos que hemos traído hasta el Distrito Federal, compartió en 1983 la impresión que le causó Julio Antonio. Gómez Arias, quien fuera Presidente de la Federación Estudiantil Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México y conociera al cubano en la Escuela de Derecho, expresó:
Yo diría que Mella era un hombre impregnado de la lucha contra la dictadura de Machado y las actividades del Partido Comunista, principalmente en lo que corresponde al imperialismo. (…) Era un hombre que cuando no estaba en el mitin o en la tribuna se mostraba introvertido. Puso siempre dentro de la Escuela una especie de muro de silencio entre nosotros y su propia personalidad; no era hasta dónde yo lo recuerde, el tipo de cubano alegre. Me daba la impresión de ser un hombre poseído de ciertas ideas que lo hacían retrospectivo y silencioso. Era físicamente muy atractivo. Hay una foto hecha por Tina Modotti donde lo recoge así, lo recuerda como era él, un tipo varonil y arrogante.
(…)
Lo recuerdo siempre sentado en las últimas filas; sin embargo, siempre que el maestro lo interrogaba, cosa que a mí me parecía extraña, resultaba que él sabía la clase. Era en cierto sentido un buen estudiante, aunque yo siempre lo sentí poseído de un espíritu crítico. Como buen marxista él tenía una idea distinta de muchas de las materias que se impartían. Esto le daba a Julio Antonio Mella, yo no diría que una cierta arrogancia, sino una seguridad que lo separaba un poco. No era un joven que participara en las cosas estudiantiles universitarias. No por arrogancia, sino porque él estaba entregado a otras cosas que para él eran mucho más importantes: su regreso a Cuba, que en él era obsesivo, y su entrega total en la lucha contra el imperialismo. La gran masa estudiantil de mi tiempo tenía otras preocupaciones, y un grupo que puedo llamar minoritario formaba parte del Partido Comunista, o de las actividades antimperialistas de la época. Un grupo reducido, por supuesto, muy bien organizado y muy combativo, con la claridad de la estrategia del pensamiento que da una condición política muy depurada.
En cambio, los estudiantes mexicanos buscaban ese camino a través de los cauces torcidos y deformados de la Revolución Mexicana; esto lleva a la gran masa de estudiantes hacia la lucha vasconcelista, en tanto el núcleo antimperialista, comunista, se mantiene firme en la posición que lo lleva en 1929 a lanzar un candidato comunista a la presidencia.
(…)
Yo conocí a Julio Antonio Mella a través de dos conductos. Primero, el personaje como estudiante, era un cauce para conocerlo. Otro, por una persona amiga íntima de Tina. Me refiero a Frida Khalo. Frida me hablaba mucho de Tina. Fue por Tina que Frida cambió hasta el estilo de vestirse. Usaba una falda y una blusa negra, tenía un broche con una hoz y un martillo, regalo de Tina, tal como está pintada en un cuadro de la Secretaría de Educación, así se vestía.
(…)
Hubo grandes manifestaciones de protestas por el crimen, porque Mella era admirado. Él representaba, para los jóvenes de entonces, un poco de héroe sacrificado. Nuestra mentalidad estaba hecha con la lectura de novelas soviéticas y la lucha de los jóvenes soviéticos en la participación de un nuevo mundo de ideas, y Mella representaba eso.[13]
Luego de recorrer el centro de la ciudad repleto de vendedores, precioso con sus iglesias llenas de santos y reflejos dorados recibiendo a una infinidad de fieles caminantes, hojeo el libro de Raquel. Provocan asombro la variedad y hondura de las ideas hilvanadas por Julio Antonio para publicar en el periódico El Machete. Comparto con Roig fragmentos de artículos que el joven comunista escribió inspirado en su viaje a la Unión Soviética en 1927, luego que hubo participado en el Congreso Antimperialista de Bruselas. Fueron crónicas que los editores calificaron de «puramente objetivas, sencillas, especialmente escritas para los trabajadores».
La nostalgia nos invade cuando leo en voz alta el texto titulado «Una fábrica en el país de los trabajadores»:
«Hay que hacer de cada fábrica una fortaleza de la Revolución», así gritaba Lenin a los bolcheviques. De aquí la importancia que dio él siempre a la creación de los núcleos revolucionarios en las fábricas. Quien tiene las fábricas tiene el país. Esto es fácil asegurarlo hoy, después de la Revolución Proletaria, cuando una minoría […] pudo tomar el poder, traer a su lado a los campesinos, a los soldados y, con esta inmensa mayoría, establecer un nuevo régimen basado en la acción de estos elementos: la democracia proletaria. Fueron las fábricas las que hicieron posible la terminación de la nobleza, de los capitalistas nacionales y de los mercenarios e imperialistas extranjeros. Ellas son las que permiten la organización de la lucha revolucionaria en los demás países.
La importancia de la fábrica nace de la concentración de proletarios que facilita la propaganda, la organización, la lucha y la adquisición de la conciencia de clase. Un obrero de la fábrica Dinamo, veterano de la Revolución de 1905, me contó una vez cómo un gobernador de Moscú había propuesto al Zar la destrucción de la fábrica y prohibir la construcción de otras con más de 50 obreros. Claro es que su «solución» a la lucha social —su solución feudalista de noble terrateniente— no pudo impedir el desarrollo de las fábricas, del capitalismo y, simultáneamente, del proletariado. Las fábricas continuaron y con ellas las huelgas, las protestas y la Revolución.[14]
—Cuánta ilusión desteñida al final de la contienda… —lamenta Roig—, y nos da por evocar aquellos años 80 en que sacarles el jugo a higos en conserva o a una pera resultaba, en La Habana, lo más natural del mundo. La Unión Soviética y el socialismo en Europa del Este, de donde nos llegaban aquellas maravillas, parecían eternos.
—Tú te convertiste en el inventor del automóvil. Y cada uno de nosotros tuvo que trocarse en mago para obrar el milagro de la supervivencia. Muchos podemos contar algo de las horas amargas que siguieron al derrumbe de aquellas sociedades soñadas por el hombre para acercarse a lo justo pero que, humanas al fin, sucumbieron plagadas de errores como lo hace un organismo mortalmente herido. Creo que nuestra resistencia estuvo inspirada en lo mismo que encendió las mejores pasiones de Julio: el amor por la vida.
(…) Al final del día, me ronda una y otra vez la imagen de Julio furioso mientras defiende sus ideas en un diálogo con Siqueiros. Mella lanzando sillas… Quizá sucedió. Es una escena que el pintor, desde su pasión, compartió en algún momento con Raquel, pero lo que dejó dicho en 1967 y recogen los textos es un testimonio desbordado de respeto y cariño:
Mella era un hombre de gran profundidad de pensamiento. Era un extraordinario orador y un orador de masas magnífico. Convivió conmigo en el movimiento obrero en Cinco Minas, La Masata, en Favor del Monte, en muchísimos de los centros mineros de México… Juntos viajamos a la zona del Golfo, a Tampico, a Chihuahua. Fue un hombre prominente, querido por todos. Realmente, Julio Antonio Mella no solamente fue un líder de primera magnitud en Cuba, con toda su lucha heroica maravillosa, sino en México también.[15]
[1] La narradora y su amigo Roig son personajes de ficción que nos conducen en una expedición inquieta, desde el presente, a la existencia de Julio Antonio Mella.
[2] Alfonso Reyes (1889-1959). Escritor, poeta y diplomático, gran pensador de escala continental, cuya obra abarca cerca de una treintena de volúmenes.
[3] Frase que pronunció Mella, según afirmó Teodosio Montalván Mugica, miembro del Directorio Estudiantil Universitario de 1927 y compañero de Julio Antonio en México. Las palabras de Teodosio pertenecen al año 1929, y fueron seleccionadas por la investigadora cubana Ana Cairo para su libro Mella 100 años, volumen 1, Editorial Oriente-Ediciones La Memoria, Santiago de Cuba/ La Habana, 2003, p. 110.
[4] Jorge Luis Borges (1899-1986). Escritor argentino, paradigma de las letras en idioma español, y figura literaria del siglo XX.
[5] Raúl Roa García (1907-1982). Político marxista y ensayista. Conocido por el pueblo cubano como el Canciller de la Dignidad.
[6] Frase expresada por Raúl Roa García en 1933. Tomada de Ana Cairo: «Un temperamento dinámico», ob. cit., p. 154.
[7] Gustavo Aldereguía Lima (1895-1970). Amigo y médico personal de Julio Antonio.
[8] Testimonio de Gustavo Aldereguía, en Ana Cairo: «Dos vidas paralelas», ob. cit, p. 205.
[9] Ibídem, p. 205.
[10] Alfonso Bernal del Riesgo (1902-1975). Psicólogo y profesor de la Universidad de La Habana. Dirigente del grupo estudiantil Renovación, que impulsó la Reforma Universitaria entre 1922 y 1924, y uno de los fundadores del primer Partido Comunista de Cuba.
[11] Recuerdos de Alfonso Bernal del Riesgo, compartidos por él durante una conferencia que ofreciera en 1967. Aparecen en Ana Cairo: «III. Estampa psíquica», ob.cit, p. 251.
[12] Recuerdos de Sarah Pascual, en Ana Cairo: «El líder estudiantil», ob. cit, p. 193.
[13] Ana Cairo: «Introvertido y silencioso», ob. cit, pp. 328-329.
[14] Raquel Tibol: Julio Antonio Mella en el Machete, Casa Editora Abril, Ciudad de La Habana, 2007, p. 97.
[15] Palabras de David Alfaro Siqueiros, en Ana Cairo: «Querido por todos», ob. cit, p. 303.
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