Sobre el cuento «Al mundo no le es difícil destruirte», de Ariel Fonseca
Si existiera un manual sobre personajes que sufren de Horror Vacui, sería este. Tumulto de ideas, de objetos, de personas, de esperanzas y desesperanzas trepan sobre la historia y asfixian a sus actuantes. Hablamos del síndrome de claustrofobia, del aire que escapa, del síntoma de una generación joven que padece de angustia. Hablamos de la era de la incomunicación: a pesar de que se ha globalizado la amistad por las redes y los monólogos sordos, el ser humano aparece —en la ciudad, en el espacio público y, sobre todo, en el privado— como la criatura más solitaria de la eternidad. Hablamos del fenómeno del cavernícola moderno, violento aún, apagado en su propia circunstancia, que ha cambiado la cueva por la casa, el mamut por el propio cuerpo, el mazo por la cabeza golpeada contra la pared. Hablamos del hombre Gregorio Samsa, aplastado por su propia familia, por el hijo recién nacido, por la experiencia kaftkiana de la incomunicación y la asfixia.
Y, si eso fuera poco, el autor —Ariel Fonseca Rivero— titula su cuento «Al mundo no le es difícil destruirte», en una reiteración que en realidad es poco necesaria pues, en cierta medida, vende el propio espíritu de la historia; aunque sí posee el carácter de fijar el concepto, la idea, la verticalidad de la idea. No se necesita ser un lector avezado para descubrir que se escribe desde la distopía; es decir, desde el preciso lugar donde la utopía concluye, donde el cuento de hadas cambia el «felices para siempre» por la infelicidad compartida. Este es el ámbito de la historia que hoy se presenta en estas páginas. Personajes que tientan el límite antes de lanzarse, con un salto largo, hacia el abismo (destrucción que es, a su vez, un grito de libertad). Personajes que oscilan entre el olor a meado de bebé, las palabras de consuelo, el llanto del niño, la ropa sucia del marido y la necesidad urgente de escapar a cualquier sitio.
No ha sobrevivido amor, ni familia, ni placer, ni sexo, ni maternidad, ni hambre. Nada sublime ni nada bajo. Ni siquiera el instinto juega aquí un papel preponderante. Es solo agujero. Una historia agujero negro que seduce desde su magnetismo, que atrae al objeto―lector.
El personaje se ha convertido en una masa de inexistencia: se contrae, se expande, se reduce, se quiebra. Existe, porque no queda otro remedio.
Desde la agonía de esa supervivencia que no es vida se alzan los postulados de este cuento. No hablan de un mundo mejor, de ese paraíso que nos espera una vez se ha cerrado la página del libro o se ha alcanzado la dosis suficiente de heroísmo merecido. De hecho, pienso, esta historia no habla siquiera de un mundo, sino de la oscuridad, del salto de fe que media entre el comienzo del fin y el fin mismo.
Abiertas las puertas de esta ciudad, de esta casa, de esta familia agujero negro, no podrán ser cerradas nunca: algo respira adentro.
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Ariel Fonseca Rivero. Narrador y poeta. Graduado del XIII Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS. Ha obtenido entre otros premios: Beca Sigifredo Álvarez Conesa (2012 y 2015), Beca La Noche (2013), Premio Oriente en Literatura para niños y jóvenes Herminio Almendros (2014), Premio Celestino de Cuento (2015), Premio Fundación de la Ciudad de Sancti Spíritus Fayad Jamís (2016, 2018 y 2019) y Beca Dador (2016).
Tiene publicados: Aquí Dios no está (2010) Ediciones Luminaria, El circo invisible (2014) Editorial Oriente; (2017) Guantanamera, Hierbas (2016), Ediciones La Luz, Ventana al mar (2017) Ediciones Luminaria, Restos (2018) Ediciones Luminaria, y Une los puntos y verás (2018), Editorial Oriente. Está incluido en las selecciones: Abrir otras ventanas (2013) Editorial Luminaria, La casa por la ventana (2013) Editorial Arte Cuba, Esos cuentos me gustan (2014), Editorial Montecallado, y La isla en rosa (2017), Casa Editora Abril.
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Texto incluido en el libro País de fabulaciones, de Elaine Vilar Madruga, publicado por Cubaliteraria en 2019.
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