La vida a veces es muy rica con uno, y otras veces no tanto, porque vivir hasta los ochenta ya es un premio, por lo menos para mí inmerecido, de la vida.
Esta historia comenzó en 1957, cuando había terminado la enseñanza primaria y lo que entonces se conocía como el Ingreso al Bachillerato.
Mi tío Rogelio, que era ministro de la Iglesia Bautista de Santo Domingo, y militante masón y Consejero Internacional del Club de Leones, me consiguió una suerte de beca en la escuela La Progresiva de Cárdenas, un colegio presbiteriano, (casi toda mi familia era cristiana), y me incorporé a esa magnífica institución dirigida por un personaje inolvidable para mi llamado Emilio Rodríguez Busto.
Bueno, pues pasaron los años, y un día, siendo funcionario del Departamento de Cultura del Partido, se me da la oportunidad de visitar otra vez el Municipio de Cárdenas. Les aseguro que fui sin ninguna espectativa de encontrar alguien conocido, habían pasado casi treinta años. Pues bien, cuando llegué y empecé a visitar centros culturales, me llevaron al Museo Histórico, y mi sorpresa se convirtió en vergüenza al comprobar que a mi llegada, la Banda Municipal de Música empezó a tocar y tocó varios números en «mi honor». Yo era un simple funcionario, y no era merecedor de aquel privilegio. Casi convertido en hielo aguanté el mini concierto, di las gracias y continué mi recorrido. Recuerdo que al final me esperaba otra sorpresa, probar por primera vez la canchánchara, aquella bebida caliente con miel de abejas y aguardiente que tomaban los mambises. En fin, que me recibieron con la banda municipal gracias a la gentileza de un viejo condiscípulo del colegio, que descubrió quien yo era y quiso agasajarme en especial.
Luego volvió a pasar el tiempo y Cárdenas, que fue el amor de una muchacha, la obligó a volver a mis recuerdos. Cuando aquello yo viajaba mucho a provincia y no me era difícil pasar por Cárdenas, recogerla y hacer que me acompañara en mi largo y solitario viaje solo con el chofer.
Otra vez pasó tiempo sin el águila por el mar y entonces andaba a bordo de un barco de pesca cubano. Entre la tripulación encontré a un cocinero cardenense y nos hicimos muy buenos amigos, por él me enteré que mi muchacha se casaba, y al tocar puerto en Galicia compré un regalo que mi amigo el cocinero se comprometió en llevar de mi parte a la desposada.
Volvió a pasar el tiempo y hace unos años me invitaron a la Feria del Libro de Cárdenas, y ahí si llevaba fresca la oculta intención de encontrarme con mi muchacha, aunque fuera acompañada, no importa, me gustaría saber de ella, cómo le había ido y si era posible saber si había recibido el regalo. Mi nombre andaba en la emisora de radio del pueblo, y en carteles que anunciaban la feria y nuestra visita. No podía fallar.
Pues falló, nunca fue la muchacha, tampoco quise preguntar por ella y el día terminó tomando ron con mi amigo Mejides, y con una ácida discusión con una importante escritora que ya no está el mundo de los vivos, y que se mostró intolerante ante nuestras bromas etílicas.
Nunca más he querido volver a Cárdenas, y casi no recuerdo La Progresiva y el cuarto donde vivía, la cafetería Cosmopolita y el cine Cárdenas, donde vi por primera vez a Elvis Presley cantando y bailando rock and roll, y ni hablar de las escapadas a Varadero e ir a jugar bolos a La Bolera en una guagua que nos dejaba casi en la puerta de la escuela.
Nada, son los recuerdos, que a veces hay que darles vida parta que otros lo vean y los disfruten, o no.
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