A manera de consuelo, nos pidió que las preguntas, «para responderlas poco a poco, sin tanta fatiga», se las dejáramos a su esposo, el también poeta Raidel Hernández, quien poco después nos hizo llegar, ya digitalizadas, las respuestas.
Por premuras periodísticas de aquel momento, tomamos solo unas líneas que incluimos en El inextinguible fuego de la vida, texto salido aquí mismo, en las páginas de Trabajadores, y las mezclamos con impresiones y cosas que nos dijo en Tirry 81 (un periodista nunca dejar de ser periodista; Carilda Oliver lo sabía).
Entonces no nos preocupamos demasiado por el destino de la entrevista; sin dudas la publicaríamos de manera íntegra y en breve. Sin embargo, pasaron ocho años y en medio de nuevas premuras, traspapelada, varada entre nuestros archivos digitales, seguía sin ver la luz, inexplicablemente hasta hoy, un 6 de julio, día en que Carilda nació hace 102 años.
Compromiso social de su poesía
Siempre tuve la certeza de que la palabra escrita posee una finalidad social. Incluso cuando lo que se pretende transmitir se origine en lo más íntimo, su naturaleza es el encuentro con el Otro. Ningún escritor está a salvo de eso que pudiéramos definir como un instinto legítimo de la palabra, esta lleva implícito el acto de la comunicación.
Mi poesía no se encuentra exenta de esa función, no posee el «privilegio» de la soledad. Ahora, claro, ustedes utilizan un término muy significativo, que expresa, no ya una simple función de la literatura, sino un vínculo con la ética.
Eso que ustedes llaman compromiso social yo lo interpreto como el tomar partido por causas externas. Con esa perspectiva he intentado que mi mensaje literario posea un significado para mi época. Jamás perdí de vista que al escribir sobre asuntos personales estaba ofreciendo un testimonio, no tan personal. Es una visión compartida por innumerables mujeres compelidas a expresar con entera libertad su ser interior.
El tiempo es una trampa inefable. Para mí la década del cincuenta sucedió hace apenas unos días, pero ya han pasado sesenta y dos años. Recuerdo que aquellos tiempos eran muy difíciles para la mujer. Estaba encuadrada en roles tradicionales y las expectativas eran muy rigurosas. Mi contribución ha querido ser un homenaje, porque al desnudarme en mis libros logré una revelación que salvaba lo femenino de los remilgos culturales y de la sexocracia machista.
Entré a la poesía «a desvergüenza y dentellada», para cantar el cuerpo de los héroes y proveer de un sentido físico y humano a esos seres que la devoción popular se inclina a idealizar. Por ello no puedo realizar distinciones entre lo que es social y lo que es íntimo, dado que lo patriótico y lo amoroso se fusionan en una misma esencia.
Sé que ello no agrada a algunos porque prefieren preservar sus ídolos de cartón, pero yo necesito renovarlos en el cuerpo, darles la célula y el átomo, resucitarlos en el poema.
El derecho y la pedagogía
Con relación al Derecho, les digo que no existen casos en los que pueda confesar mi complacencia, porque todos son lamentables y acarrean un dolor que supera al implicado, alcanza a la familia, a los niños. Sin embargo, existía un argumento que me forzaba a regresar a la sala de lo penal: era la convicción de que, tal vez, ese día tendría la oportunidad de ayudar a un inocente.
Tuve desilusiones imprescindibles para lograr cierta madurez. Fue en un punto que comencé a entender que mi acción era importante, que si me rendía yo misma estaba ayudando a la maldad del mundo. A partir de ese momento todo estuvo claro. Estoy orgullosa de lo que hice como abogada. Jamás traicioné mis principios.
En cuanto a la Pedagogía confieso que disfruté cada uno de esos días entre el trasiego de los estudiantes. Fue como renacer. No me sentía una academicista y eso me salvó del tradicionalismo. Aminoré las distancias entre los alumnos y yo, los acerqué más para que no se sintieran parte de una clase o de un reino diferente.
Era un ser favorecido porque asistía a un futuro anticipado. La juventud es una presencia del mañana. No he dejado de ser profesora —¿qué digo?, ni aprendiz—. Todavía me piden opiniones, aunque evito lastimarme los ojos con las lecturas debido a que ya son frágiles y están demasiado usados por el tiempo. Pero sí, tengo esos lujos a pesar de mi edad.
La narrativa
El cuento es un ejercicio que he realizado como complemento de mi actividad literaria. Los últimos sesenta años me han planteado grandes retos, y tuve que hacer elecciones: ganó la poesía. El cuento es la síntesis de una experiencia vitalísima, y aunque los temas se pueden presentar apariencia imaginaria tienen la raíz en la propia realidad.
La prosa me ha permitido expresar ideas intensas. De cualquier manera, tanto la actividad netamente poética o la narración requieren de mucha disciplina, y esa es una virtud que he cultivado.
Aunque proyecte ese aire de rubia descuidada que ha confundido a tantos, soy una persona extremadamente responsable. Practico la paciencia, prefiero perder un avión a perder la serenidad. Y esto último sí lo considero una habilidad ganada en la experiencia. ¡Claro que hay volcanes que duermen durante miles de años!
Sobre el arte de conversar
Lo mejor de escribir es que logro anular un vacío, alcanzo la completud. También así sucede con el diálogo. No existe sonido más bello que la voz humana ni sensación más exquisita que mirar dentro de las almas. Todo lo demás es humo, sobras del abismo, pero cuando un amigo llega y me estremece con su voz, yo siento el poder metafísico de una indescriptible comunión. Más que una buena conversadora me clasifico como una adicta a los seres humanos. Me gusta escuchar. Nunca hago críticas. Las considero oscuras. Como leí de cierto escritor son como «palomas mensajeras que siempre regresan al nido». Por ello te puedo decir que a mis noventa años he aprendido que en una conversación son tan importantes las palabras como los silencios.
Algunas miradas al futuro
A los veinte años pensaba que había vivido muy poco. Eran pensamientos inocentes, porque el deseo de vida es un fuego inextinguible. Confío en que existe algo misterioso y eterno que rechaza la muerte, y que está presente en todas las obras valiosas. Creo en el milagro, porque la propia vida lo es. Estamos tan acostumbrados a ella que tenemos una percepción acrítica de las cosas esenciales. Existen personas que llegan a aburrirse de la vida, y hay otras que la despilfarran.
No hay nada más importante que el tiempo de nuestras vidas, porque en este suceden la belleza, la caridad, y la fuerza que emana del amor. Yo trabajo para el futuro: escribo, leo, soy feliz y hasta me sacude alguna que otra incertidumbre, porque sin las dudas sería demasiado pobre, ya no tendría preguntas que responder ni conocimientos que alcanzar.
Sin embargo, mi futuro es también mi presente, es este ahora radiante, esta luz inaplazable, esta delicia del aquí.
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Tomado de Trabajadores.
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