Carlos Pellicer Cámara (Villahermosa, Tabasco, México; 16 de enero de 1897 – Ciudad de México; 16 de febrero de 1977) fue un escritor, poeta, museógrafo y político mexicano. Perteneció a una generación de intelectuales mexicanos que adoptaron el nombre de Los contemporáneos, los cuales son, de alguna manera, la vanguardia mejicana. En ese sentido, Pellicer no fue un innovador, pues no se rebeló contra el modernismo, sino que lo incorpora la vanguardia y, con todos esos aprendizajes, escribe una poesía intensa y personal como pocas.
Nocturno A
Noche. Mar de silencio. Van las meditaciones
desenrollando lentas sus claras devociones.
El faro del espíritu clarea esas ondas suaves
que van ampliando el círculo de sus evoluciones
para regir el curso sereno de las naves.
La paz del alma que sabe cantar sus horas
vela esa vida íntima de tramas seductoras
en que el dolor se ama. ¿Por qué? ¿Resulta acaso
que ese dolor es sombra de un cariño? Las horas
te dirán en silencio: camina paso a paso. . .
Mienten las horas. Mienten. Mata la indiferencia
que no sabe del triunfo de una linda cadencia;
si paso a paso vas por la vida, jurando
que has vencido, te engañas: esa pobre creencia
guardamos los que siempre vivimos adorando. . .
Adora el desaliento de esa melancolía;
no huyas de la grata penumbra que concede.
El ave del crepúsculo canta la melodía
¡de lo que pudo el alma, de lo que el alma puede!
Alegría, una gota, que esa gota bendita
habrá caído al vaso que gozará la flor…
¡Bríndasela a tu alma para toda la vida
en el regio festín que presida el dolor!
Nocturno B
No tengo tiempo de mirar las cosas
como yo lo deseo.
Se me escurren sobre la mirada,
y todo lo que veo
son esquinas profundas rotuladas con radio,
donde leo la ciudad para no perder tiempo.
Esta obligada prisa que inexorablemente
quiere entregarme el mundo con un dato pequeño.
Este mirar urgente y esta voz en sonrisa
para un joven que sabe morir por cada sueño.
No tengo tiempo de mirar las cosas,
casi las adivino.
Una sabiduría ingénita y celosa
me da miradas previas y repentinos trinos.
Vivo en doradas márgenes; ignoro el central gozo
de las cosas. Desdoblo siglos de oro en mi ser.
Y acelerando rachas -quilla o ala de oro-,
repongo el dulce tiempo que nunca he de tener.
Recinto
I
Vida,
ten piedad de nuestra inmensa dicha.
De este amor cuya órbita concilia
la estatuaria fugaz de día y noche.
Este amor cuyos juegos son desnudo
espejo reflector de aguas intactas.
Oh, persona sedienta que del brote
de una mirada suspendiste
el aire del poema,
la música riachuelo que te ciñe
del fino torso a los serenos ojos
para robarse el fuego de tu cuerpo
y entibiar las rodillas del remanso.
Vida, ten piedad del amor en cuyo orden
somos los capiteles coronados.
Este amor que ascendimos y doblamos
para ocultar lo oculto que ocultamos.
Tenso viso de seda
del horizonte labio de la ausencia,
brilla.
Salgo a mirar el valle y en un monte
pongo los ojos donde tú a esas horas
pasas junto a recuerdos y rocío
entre el mudo clamor de egregias rosas
y los activos brazos del estío.
II
Ya nada tengo yo que sea mío:
mi voz y mi silencio son ya tuyos
y los dones sutiles y la gloria
de la resurrección de la ceniza
por las derrotas de otros días.
La nube que me das en el agua de tu mano
es la sed que he deseado en todo estío,
la abrasadora desnudez de junio,
el sueño que dejaba pensativas
mis manos en la frente
del horizonte . . .
Gracias por los cielos
de indiferencia y tierras de amargura
que tanto y mucho fueron. Gracias por
las desesperaciones, soledades.
Ahora me gobiernas por las manos
que saben oprimir las claras mías.
Por la voz que me nombra con el nombre
sin nombre . . . Por las ávidas miradas
que el inefable modo solo tienen.
A1 fin tengo tu voz por el acento
de saber responder a quien me llama
y me dice tu nombre
mientras en los pinares se oye el viento
y el sol quiere ser negro entre las ramas.
El viaje
Y moví mis enérgicas piernas de caminante
y al monte azul tendí.
Cargué la noche entera en mi dorso de Atlante.
Cantaron los luceros para mí.
Amaneció en el río y lo crucé desnudo
y chorreando la aurora en todo el monte hendí.
Y era el sabor sombrío que da el cacao crudo
cuando al mascar lo muelen los dientes del tapir.
Pidió la luz en hueco para saldar su cuenta
(yo llevaba un puñado de amanecer en mí).
Apretaron los cedros su distancia, y violenta
reunió la sombra el rayo de luz que yo partí.
Sobre las hojas muertas de cien siglos, acampo.
Vengo de la montaña y el azul retoñé.
Arqueo en claro círculo la horizontal del campo.
Sube, sobre mis piernas, todo el cuerpo que alcé.
Rodea el valle. Hablo,
y alrededor, la vida, sabe lo que yo sé.
Sonetos nocturnos
I
Tiempo soy entre dos eternidades.
Antes de mí la eternidad y luego
de mí, la eternidad. E1 fuego;
sombra sola entre inmensas claridades.
Fuego del tiempo, ruidos, tempestades;
sí con todas mis fuerzas me congrego,
siento enormes los ojos, miro ciego
y oigo caer manzanas soledades.
Dios habita mi muerte, Dios me vive.
Cristo, que fue en el tiempo Dios, derive
gajos perfectos de mi ceiba innata.
Tiempo soy, tiempo último y primero,
el tiempo que no muere y que no mata,
templado de cenit y de lucero.
II
Ninguna soledad como la mía.
Lo tuve todo y no me queda nada.
Virgen María, dame tu mirada
para que pueda enderezar mi guía.
Ya no tengo en los ojos sino un día
con la vegetación apuñalada.
Ya no me oigas llorar por la llorada
soledad en que estoy, Virgen María.
Dame a beber del agua sustanciosa
que en cada sorbo tiene de la rosa
y de la estrella aroma y alhajero.
Múdame las palabras, ven primero
que la noche se encienda y silenciosa
me pondrás en las manos un lucero.
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