Corren los días de la guerra civil española y varios escritores latinoamericanos que asisten como delegados al Congreso de Intelectuales en Defensa de la Cultura, recorren la ciudad de Madrid. Al aproximarse al Paseo de Rosales, uno de los ejes de la defensa de la capital y donde se rompieron siete ofensivas moras desde el inicio de la contienda, el guía que los acompaña advierte al grupo del peligro inminente. Si quieren salir al Paseo, les dice, será por su cuenta y riesgo, bajo la responsabilidad de cada cual, pues una vez allí estarán a la vista de las avanzadas enemigas…
Los escritores se miran unos a otros, se conciertan en silencio. ¿Es interesante?, pregunta uno de ellos, y el guía responde afirmativamente. Desde el Paseo de Rosales puede apreciarse la inmensidad de la meseta castellana, convertida en esa fecha en un diagrama de muerte, con cráteres, montones de tierra removida, ruinas que señalan el lugar donde se alzó una casa y las trincheras del enemigo desdibujadas por el camuflaje.
—¡Vamos! —expresó uno de los escritores en nombre de todos.
—¡Adelante!
Ya en el paseo, el guía indica el bosquecillo que se halla a menos de un kilómetro de distancia. «¡Ahí están los otros!» —dice. Se les ve en efecto a simple vista: los centinelas que se escurren entre los árboles desgarrados, casi reducidos a esqueletos, semejan pequeñas hormigas desde lo alto.
Componen el grupo de escritores gente que no tardará en marcar hitos en las letras hispanoamericanas, e incluso más allá de las fronteras de todos nuestros países. Lo integran nada menos que los cubanos Alejo Carpentier y Félix Pita Rodríguez, el chileno Pablo Neruda, el mexicano Octavio Paz y el peruano César Vallejo.
La visita al Paseo de Rosales fue descrita por el propio Carpentier en una de las crónicas que con el título de «España bajo las bombas» escribió para el semanario habanero Carteles, en 1937. En esa serie, dada a conocer entre el 12 de septiembre y el 31 de octubre, el futuro autor de El siglo de las luces alude a Vallejo más de una vez.
En la Bio-bibliografía de Alejo Carpentier, volumen de casi 500 páginas compilada por Araceli García-Carranza, aparecen asentados los trabajos periodísticos que el narrador cubano dedicó al poeta de Trilce.
Durante 1957, en su leída columna «Letra y solfa» del periódico El Nacional, de Caracas, Carpentier se ocupa del peruano en dos ocasiones.
Una de esas crónicas se titula «Palabras de César Vallejo». Por esos días Carpentier advierte que hay autores empeñados en introducir en su poesía palabras como «isótopos», «satélites artificiales», «cohetes interplanetarios»… Son, a su juicio, poetas que no escarmentaron con el fracaso de la aventura «vanguardista» que pretendió expresar el lirismo de la vida de entonces a través de términos como «motor», «rotativa», «velocidad»… época en que se publicaban libros titulados Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o El hombre que se comió un autobús.
Carpentier recuerda que poetas como Eliot, Claudel y Juan Ramón Jiménez desdeñaron siempre ese juego de vocablos, comprendieron que la modernidad no era simple cuestión de apariencias. Y trae a colación un ensayo de Vallejo sobre la poesía nueva, publicado en Revista de Avance, de La Habana, en agosto de 1927.
La poesía nueva a base de palabras o de metáforas nuevas se distingue por la pedantería de novedad y, en consecuencia, por su complicación y barroquismo, expresaba Vallejo. La poesía nueva, a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana, y a primera vista se le tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna.
«La muerte de Vallejo», la otra crónica publicada en El Nacional, en 1957, contiene una patética evocación de los días finales del poeta. Se remite el autor de Los pasos perdidos al testimonio de Georgette, la viuda del peruano, «dos cuartillas conmovedoras» que «habrán de ser muy poco gratas a los que lo dejaron morir en una soledad atroz».
Ve Carpentier «algo infinitamente misterioso» en su muerte. Añade enseguida:
Después de recibir algunas decepciones que mucho lo habían afectado, un día del mes de marzo de 1938, César Vallejo se queja de cansancio, «Voy a recostarme un momento» —dice. Pero su fatiga aumenta de un modo alarmante. «Nadie ha visto morir a un hombre por el solo hecho de estar cansado» —declara el médico que lo somete a examen. Los análisis, las radiografías, hacen descartar toda hipótesis de enfermedad o lesión. Vallejo tiene un organismo intacto. Sin embargo, la fiebre persiste, aumenta… El día 29 —nos cuenta Georgette Vallejo—, dicta esta sorprendente frase: «Cualquiera que sea la causa que tenga que defender más allá de la muerte, delante de Dios, tendré un defensor; Dios». El doctor Lemiere, llamado a última hora, declara: «Veo que este hombre está muriendo, pero no sé de qué». El lunes 11 de abril entraba en agonía. «Quiero ir a España», «Me marcho a España» —repite. Queja ininterrumpida; palabras que serían sus últimas palabras, a las cuales añade bruscamente: «Palacio Real». Y muere el Viernes Santo, 15 de abril de 1938.
En el momento en que Carpentier escribe su página sobre la muerte de Vallejo, el autor de Poemas humanos acababa de ser descubierto en Francia gracias al número que le dedica la revista Les Lettess Nouvelles, que dirige Maurice Nadeau.
El descubrimiento, sin embargo, no es solo para los franceses, asegura Carpentier; también lo es para los latinoamericanos. La revista incluye una bio-bibliografía de Vallejo que recoge los títulos de obras de teatro, ensayos y poemas casi totalmente desconocidos en América Latina. «¿Cuándo nos dará alguna editorial del continente los tomos, tan esperados, de las “Obras completas” de Vallejo…?» —pregunta Carpentier en su crónica.
En 1961, Carpentier escribe en el periódico El Mundo, de La Habana, un comentario sobre la antología de poemas del peruano publicada en Cuba ese año por la recién creada Imprenta Nacional.
No será su última alusión al poeta de Los heraldos negros. En 1972, en París, volvería a escribir sobre él. Un artículo que permaneció inédito hasta noviembre 1985 en que el autor de estas líneas lo publicó de manera exclusiva en la revista Cuba Internacional, gracias a la cortesía de la señora Andrea Lilia Esteban de Carpentier, directora del Centro de Promoción que llevaba el nombre de nuestro gran narrador y periodista.
No aparece, que sepamos, en ninguna de sus compilaciones periodísticas. Lo republicamos ahora.
César Vallejo por Alejo Carpentier
Hay grandes artistas, grandes poetas, que, al morir, dejan independientemente de su obra, la estela de un anecdotario. Federico García Lorca era tan brillante en su charla como en su obra, y, en lo que se refiere a esto sus recuerdos de La Habana, y de su famoso y casi mítico viaje a Santiago, que me narró cierta noche en la «Cervecería de Correos», de Madrid, tomaban los vuelos de un cuento de hadas. Jean Cocteau era — me atrevo a decirlo— superior en lo que fuera conversación directa, a lo más ingenioso y reluciente de su obra escrita. En cuanto a César Vallejo, no creo que el poeta más insustituible que nuestra época haya producido hasta ahora en el idioma que hablamos, deje la menor estela de anécdotas.
Lo conocí en el año 1929, cuando vivía en un feo edificio de ladrillos que se hallaba en una calleja paralela al Boulevard Pasteur, y donde vivía también el gran renovador de la música contemporánea que fue Edgar Varese. En aquellos días trabajábamos Robert Desnos y yo, en un libreto de ópera para Varese que nunca llegó a realizarse porque fuimos separados, unos y otros, por los acontecimientos que incubaron la Segunda Guerra Mundial. Con motivo de mis cotidianas visitas a Varese, conocí a César Vallejo, que vivía un piso más abajo. Salíamos juntos, al atardecer, a caminar por el entonces triste Boulevard Pasteur. Enseguida percibí esa suerte de impregnación respetuosa, de atracción profunda, que solo puede sentir un hombre joven al advertir, de manera casi epidérmica, la presencia del genio. Y, lo repito, no era Vallejo un genio brillante, ni mucho menos. Era un hombre triste, sin que su tristeza le restara una entrañable y sosegada conciencia de vivir. Era un hombre callado, que solo hablaba espaciadamente, pero que cuando emitía una frase, nos entregaba la más profunda esencia de un pensamiento. Durante tardes y tardes anduve con César Vallejo a lo largo de avenidas y calles, que eran, acaso, las más feas de París, sin que nuestros diálogos pasaran de una frase suelta, y otra frase suelta, cortadas entre sí por pausas largas, mientras el poeta, mirando siempre adelante, parecía ver aquellas cosas que los videntes divisan detrás de las cosas. En cinco o seis conversaciones con César Vallejo aprendí más acerca de América Latina que con la lectura de veinte libros.
En aquellos días, reunidos varios escritores y pintores con César Vallejo en un café de Montparnasse, en compañía de una escritora venezolana que luego reprodujo el diálogo en un libro, al hablarse de la posible función social de la poesía, dijo César Vallejo: «En mi poesía no se mete nadie». En aquel momento pudo parecernos algo ambigua, en sus proyecciones, esa declaración de principios. Pero vimos después que, el hombre «en cuya poesía no se metía nadie» había contemplado de cerca los resultados de una revolución en la Unión Soviética, y, en 1936, viajó hacia los frentes republicanos de la guerra civil de España, para asistir al Congreso Mundial de Escritores Antifascistas, celebrado en el Madrid de los bombardeos cotidianos y del enérgico «No pasarán», en compañía de Nicolás Guillén, de Juan Marinello, de Félix Pita Rodríguez y de mí mismo. Y vimos, por la cosecha de poemas profundamente revolucionarios e íntimos, sin embargo, contingentes y trascendentales, explícitos como ninguno en cuanto al contenido que, el «en mi poesía no se mete nadie» de Vallejo, se refería a los medios de expresión, a la utilización del verbo, a la manera de concebir un poema cuando, en realidad, aspiraba a que en su poesía se metiera todo el mundo, resonara el mundo entero, se encontraran las masas combatientes a sí mismas, en un lenguaje, hablado por una voz que era del Perú, lenguaje que era de nuestro idioma y era del mundo, traduciendo una épica que nos concernía a todos.
Su libro España aparta de mí este cáliz, es acaso el libro capital de poesía que pudo inspirar la épica de la guerra civil de España. Poeta de los combatientes y de los caídos, de los vencidos y nunca vencidos, de los que ya no pueden esperar y aún esperan. César Vallejo, el hombre triste y callado que hallaba una futura elocuencia en sus presentes silencios, se retrató a sí mismo y retrató a quienes amaba, en los versos de su poema desgarrador que encierra estas palabras:
El dolor nos agarra, hermanos hombres, por detrás, de perfil, y nos coloca en los cinemas, nos clava en los gramófonos Pues de resultas del dolor, hay algunos que nacen, otros crecen, otros mueren, y otros que nacen y no mueren, otros que sin haber nacido, mueren, y otros que no nacen ni mueren (son los más) Y también de resultas del sufrimiento, estoy triste hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo, de ver al pan, crucificado…
Así era, en nombre y visión, el poeta César Vallejo.
París, 18 de marzo de 1972.
Visitas: 109
Deja un comentario