A partir del alzamiento prematuro de las huestes liberales conducidas por el general Faustino Pino Guerra en Pinar del Río se suscitaron una serie de acontecimientos que le facilitaron el pretexto a los Estados Unidos para intervenir en Cuba. Al respecto el historiador Jorge Ibarra Cuesta señaló que: «La actitud de los liberales no era justificable (…) debió preverse que por ese camino se llegaba con una facilidad asombrosa a la anexión».[1]
Lo cierto es que durante la contienda iniciada, tanto los miembros del Partido Moderado como los del Liberal, admitieron que si no se lograba un acuerdo en que alguna de las partes dominara a la otra, era preciso convocar la intervención militar de los Estados Unidos de la cual querían sacar provecho. En tanto, el embajador estadounidense Jacob Sleeper, tan pronto se produjo el alzamiento en Pinar del Río, le insistió a sus superiores en Washington que en breve tendría lugar una campaña destructora de las propiedades estadounidenses. Estos informes alarmantes se justificaron no a partir de hechos reales de daños a esas haciendas, sino en las declaraciones irresponsables de los generales liberales Carlos Aspert y Faustino Pino Guerra que se pronunciaron a favor de una intervención del imperio que facilitase unas nuevas elecciones presidenciales.
Mientras tanto, el presidente Estrada Palma decidió dirigirse directamente a Steinhart, Cónsul de los Estados Unidos en Cuba, para advertirle que iniciaría los pasos para admitir la ocupación extranjera después que se concertase en el congreso cubano «la clase de intervención deseable». De modo que los bandos políticos en pugna, cada uno por su lado, habían coincidido en demandar la intervención estadounidense para favorecer sus intereses particulares.
Por otro lado, dentro de todos los partidos políticos, incluso entre los congresistas independientes, las posturas intervencionistas coexistían con las de importantes personalidades que rechazaban la intrusión foránea. Dentro de los congresistas independientes que deseaban evitar la injerencia norteamericana destacó la voz de Manuel Sanguily quien afirmó que «la cuestión es entre cubanos y sobre asuntos puramente internos». La posición refractaria de Estrada Palma en relación a negociar la paz y el entendimiento entre cubanos, resultó un verdadero lastre. En ese sentido en su carta, ya citada, a un amigo refirió:
Entre tanto, como si fuera una consigna previamente acordada, resonaba en todas direcciones, días tras días, la amenazadora voz de Paz a todo trance[2], con tendencias de exigirlas del gobierno cualquiera que fuese la humillación á que éste se viera obligado á someterse y sin que nadie se pusiera a pensar sobre lo irrealízable, en la practica, de tales condiciones.
(…)
La solución del pacto con los alzados en armas, era lo peor que pudiera pensarse. Aun suponiendo que los distintos jefes rebeldes y los directores é instigadores del movimiento llegaran á un acuerdo entre sí, y que se conviniera con el Gobierno las bases fundamentales para poner termino a la contienda, los problemas secundarios que se originarían después, serían tantos y tan difíciles de resolver, que daría lugar á que el país se mantuviera muchos meses en medio de una constante agitación, de efectos tan perniciosos como la guerra misma. Desde el instante de tratar el Gobierno con los rebeldes, se colocaba en una pendiente de concesiones interminables, iniciaba la era de sucesivas insurrecciones y hacia que viniese á descansar sobre base deleznable la estabilidad de los gobiernos futuros.
Los gendarmes del imperio en Cuba, que estaban al tanto de las posturas nacionalistas de rechazo a la intervención, previeron que se pudiera generar una respuesta enérgica contra las huestes extranjeras como antesala de una guerra prolongada, similar a la que había tenido lugar en Filipinas contra las tropas estadounidenses.
A esos efectos el presidente Teodoro Roosevelt acordó enviar a Cuba al Secretario de la Guerra, William H. Taft y al Secretario interino de Estado, Robert Bacon, para mediar en el conflicto surgido en la Isla y evitar que su gobierno tuviera que despachar tropas de ocupación según lo establecido por la enmienda Platt. Los mediadores lograron que Estrada Palma suspendiera las operaciones militares que había iniciado y tan pronto se reunieron con él, le trasmitieron las indicaciones de su presidente quien exhortaba a los cubanos a reunirse y olvidar sus diferencias para que conservaran la independencia del país sin que Washington tuviera que intervenir. Al respecto,le indicaron la necesidad de convocar nuevas elecciones generales a partir de leyes electorales distintas, algo que no le simpatizó al jerarca cubano.
Con relación a ello el presidente Roosevelt, en carta a William Taft, su secretario de Guerra, reflexionaba lo siguiente: «Yo no creo que porque Estrada Palma se haya puesto huraño y no quiera actuar como un patriota, debamos ponernos en lugar de un gobierno impopular y nos enfrentemos a una prolongada y destructiva guerra de guerrillas».
No obstante, el presidente Estrada Palma se mantuvo renuente lo mismo a pactar con la oposición que a aceptar las propuestas de los mediadores designados por Roosevelt. Ni siquiera admitió discutir la ilegalidad de las elecciones y rechazó las demandas de los agentes del imperio pues las consideraba contrarias a su decoro personal y la dignidad de su gobierno. Finalmente decidió anunciar su «irrevocable propósito de presentar ante el Congreso la renuncia del cargo oficial para el que fui electo». Ello daba margen directo al desembarco de tropas estadounidenses toda vez que al renunciar, se creaba un vacío de poder favorable a un estado general de anarquía. En ese sentido la posición asumida por Estrada Palma fue la de preferir la ocupación extranjera antes que ceder a los reclamos de los cubanos que se le oponían; pretendiendo colocarse por encima de todos, puso en bandeja de plata la poca soberanía que le quedaba a Cuba, al respecto estas fueron sus consideraciones:
Cuando vi que la insurreccion tomaba serias proporciones, sentí mi alma herida de profundo desencanto, contemplando por tierra la obra paciente y gloriosa de cuatro años, y resolví de una manera irrevocable renunciar la presidencia, abandonando por completo la vida pública y buscar en el seno de la familia un refugio seguro contra tantas decepciones. Pero antes de realizar este propósito tan grato a mis deseos, era absolutamente necesario que hiciera el ultimo sacrificio en aras de mi patria: No era posible que yo dejara el gobierno en manos criminales: la de aquellos que habían asestado el golpe fatal contra el crédito de la Republica, y el nombre prestigioso del pueblo Cubano. La conciencia de un deber superior, de esos que hacen manar sangre del corazón y arrastrar consigo la impopularidad y el odio, me imponía como única salvadora medida, la necesidad de poner en conocimiento del gobierno de Washington, la verdadera situación del país y la falta de medios de mi gobierno para dar protección a la propiedad, considerando que había llegado el caso de que los Estados Unidos hicieran uso del derecho que les otorgaba la Enmienda Platt.
Por otro lado, no fue aceptado el llamamiento urgente que hizo el senador Manuel Sanguily a los congresistas moderados para que designaran un sustituto de Estrada Palma. Domingo Méndez Capote, vicepresidente de la República, no consintió pasar a ser presidente por sustitución reglamentaria y los demás miembros del gabinete del gobierno renunciaron. La propuesta de Sanguily pretendía evitar que el gobierno quedara acéfalo y se produjera la intervención de los marines yankees. Caería el gobierno y se abriría paso la segunda ocupación de la isla de Cuba: el 29 de septiembre 1906 William Taft, el Secretario de Guerra de Estados Unidos, asumía las funciones de gobernador de Cuba.
En la carta inédita, del presidente cubano, que hemos analizado están expuestas sus razones mezquinas dirigidas a salvar por encima de todo la propiedad como fuente de riqueza en función de sus intereses de perpetuidad política: «Jamas he tenido empacho en afirmar, y no temo decirlo en alta voz que es preferible cien veces para nuestra amada Cuba una dependencia política que nos asegure los dones fecundos de la libertad, antes que la Republica independiente y soberana, pero desacreditada y miserable por la acción funesta de periódicas guerras civiles».
El gobierno de Washington en ese propio año de 1906 justificó la ocupación a partir de que era una encargo propio que le competía debido a la irresponsabilidad demostrada por los cubanos que no lograron ponerse de acuerdo entre sí. El presidente Roosevelt, para calmar la opinión pública en Cuba, aprobó la publicación de todas las cartas y notas que se cursaron el gobierno cubano y el Departamento de Estado estadounidense. En esas misivas ponía de relieve la postura que sostuvo durante las negociaciones, que fue contraria a intervenir hasta que pudo. Por supuesto nunca admitió que ocupando Cuba estaba violando nuestra soberanía.
[1] Jorge Ibarra: Aproximaciones a Clío, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1979 p. 128
[2] El subrayado es de Tomás Estrada Palma
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