A continuación reproducimos textualmente una carta personal sin fecha del entonces primer presidente de la República, Tomás Estrada Palma, a una persona que su autor no identifica[i]. El contenido de la misiva se relaciona con su controvertida decisión de gestionar ante los Estados Unidos la segunda intervención militar, a partir del conflicto que se desató en Cuba por la reelección de éste, como presidente para un segundo mandato en 1906.
En próximos artículos vamos a profundizar en este tema, de antemano queremos señalar que no fue Estrada Palma, también líder del Partido Moderado, el único que solicitó la intervención. El principal partido de oposición que convocó la insurrección armada, el Liberal, también demandó a Washington la ocupación de Cuba. Sin embargo, fue la solicitud oficial de Estrada Palma la que facilitó legalmente la ocupación.
El análisis es complejo porque también la República había surgido bajo la imposición de la enmienda Platt que concedía a los Estados Unidos la facultad de intervenir militarmente en nuestro país en caso de desórdenes. Ciertamente los Estados Unidos en los primeros momentos estuvieron renuentes a intervenir pero terminaron accediendo a las demandas de los políticos cubanos. Quizá el problema radicaba en la ideología plattista de la clase política nacional que nunca estuvo habilitada para ejercer la plena soberanía.
Presentamos el texto a su consideración.
Muy estimado amigo:
Dicto estas líneas a impulsos de un sentimiento que enaltece y hace feliz: el de la gratitud. Lo experimento con la lectura de su carta del seis. En medio del desequilibrio social que impera en Cuba y del confuso ruido de hojarasca populachera, es grato y fortalecedor recibir el testimonio de aprobación de parte de espíritus superiores, capaces de comprender los actos de abnegación y desinterés, inspirados por el más puro amor al país.
En cumplimiento de mis deberes públicos y privados, sobre todo, en las ocasiones difíciles, nunca he esquivado las responsabilidades que las circunstancias me imponían; las he asumido sin titubear, con el valor y la resolución propias de una conciencia tranquila, ajena a todo interés personal y movido todo por un patriotismo sensato, recto y verdadero.
Queda para los que a sabiendas ocultasen á si mismo la realidad de las cosas, la censurable tarea de gritar en coro con los inconscientes, haciendo alarde de jactanciosa patrioteria. A mí me basta la convicción de haber salvado a mi tierra tan querida de una horrenda desmoralización; de haberla salvado de la anarquía y de sus secuelas forzosas, la ruina y el pillaje.
Desde los primeros días del movimiento insurreccional, tomé el pulso a la situación y pude apreciarla con ánimo sereno. Vi enfrente a masas numerosas cansadas ya del orden y la legalidad á que aparecían acomodadas durante los cuatro años de República; las vi ávidas de licencia y correrías, unirse en muchedumbre al primer aventurero que las invitaba á seguirlo; vi por doquiera simpatizadores con el desorden y alentadores de la perturbación; a la presan[ii], mañana y tarde y a toda hora, auxiliando, con cinismo sin igual, el laborantismo plenamente organizado a favor de los rebeldes: me encontré de súbito en medio de una tremenda desorganización social, con millares de insurrectos en tres provincias y la amenaza de rebelión en las otras tres; sin fuerzas regulares suficientes para emprender sin descanso una campaña activa contra los primeros, batirlos y desorganizarlos; al mismo tiempo que temía a cada instante por los Centrales de Las Villas, las medidas de destrucción realizadas ya en las estaciones de los ferro-carriles, en las locomotoras, puentes, alcantarillas, (ilegible); veía reducidas a mitad las rentas de las aduanas y a un veinte y cinco o treinta por ciento los demás ingresos del Estado; los millones del Tesoro gastándose a raudales con resultado incierto ó provecho muy dudoso, invirtiéndose una gran parte en sostener milicias improvisadas á la aventura, las cuales por esta misma razón no podían inspirar bastante confianza, en el sentido, sobre todo, de afrontar los trabajos, privaciones y peligros de una constante persecución contra los adversarios, Cubanos también, y en gran número de caros, amigos y compañeros.
Entre tanto, como si fuera una consigna previamente acordada, resonaba en todas direcciones, días tras días, la amenazadora voz de Paz a todo trance[iii], con tendencias de exigirlas del gobierno cualquiera que fuese la humillación á que éste se viera obligado á someterse y sin que nadie se pusiera a pensar sobre lo irrealizable, en la práctica, de tales condiciones, ni siquiera darse cuenta de sus funestas consecuencias para el porvenir.
Siguiendo este orden de reflexiones, pudiera añadir otras circunstancias desfavorables de intensa gravedad, sobre las cuales debo guardar silencio, por la naturaleza personal de las mismas.
Ahora bien; la situación en la esfera particular de los Cubanos entre sí, presentaba el siguiente dilema: De un lado la necesidad de vencer la insurrección por la fuerza de las armas, del otro la de llegar a un pacto con los insurrectos.
Fácil es de expresar el primer término en muy pocas palabras; pero su completa realización era asunto difícil, como se habrá podido juzgar por lo expuesto anteriormente. De todos modos demandaba un plazo de algunos meses, gran derramamiento de sangre, pérdida de vidas, destrucción de propiedades y consumo de los millones destinados a obras de utilidad pública, dejando a la postre, arraigados en el país los odios de la guerra civil, para retoñar cada vez que se presentase oportunidad propicia. Mis humanos sentimientos cristianos, el apego que sentía a los ahorros acumulados en las arcas del Tesoro, a fuerza de resistir las tendencias contrarias de impróvidos legisladores, y la imposibilidad de proteger mientras durase la lucha armada, la vida y hacienda de cubanos y extranjeros, me hicieron desechar semejante extremo; sujeto además á que el gobierno de Washington, que ya preparaba fuerzas al S.[iv] de los E.U, creyese en un momento dado que ya era tiempo de intervenir.
La solución del pacto con los alzados en armas, era lo peor que pudiera pensarse. Aun suponiendo que los distintos jefes rebeldes y los directores é instigadores del movimiento llegaran á un acuerdo entre sí, y que se conviniera con el Gobierno las bases fundamentales para poner término a la contienda, los problemas secundarios que se originarían después, serían tantos y tan difíciles de resolver, que daría lugar á que el país se mantuviera muchos meses en medio de una constante agitación, de efectos tan perniciosos como la guerra misma. Desde el instante de tratar el Gobierno con los rebeldes, se colocaba en una pendiente de concesiones interminables, iniciaba la era de sucesivas insurrecciones y hacia que viniese á descansar sobre base deleznable la estabilidad de los gobiernos futuros.
Jamás podía yo consentir en ser cómplice de tan grandes males, ni seguir ocupando la presidencia de la Republica, desprestigiada, humillada por las imposiciones de la insurrección y en condiciones imposibles de que pudiera prestar a mi patria desde ese puesto los servicios que mis nobles, desinteresadas aspiraciones hubieran deseado.
No, de ninguna manera; ni el uno ni el otro extremo del dilema. Ni contestar la guerra con la guerra, ni degradar mi autoridad de jefe legítimo del Estado y mi decoro personal, sometiéndose a las exigencias de hombres armados, desprovistos de toda representación social, de principios é ideales, sirviendo de instrumento á unos cuantos ambiciosos sin entrañas que tuvieron habilidad para quedarse á buen recaudo, mientras que desataban contra la sociedad inerme esas masas inconscientes prontas al pillaje y al desorden.
Cuando vi que la insurrección tomaba serias proporciones, sentí mi alma herida de profundo desencanto, contemplando por tierra la obra paciente y gloriosa de cuatro años, y resolví de una manera irrevocable renunciar la presidencia, abandonando por completo la vida pública y buscar en el seno de la familia un refugio seguro contra tantas decepciones. Pero antes de realizar este propósito tan grato a mis deseos, era absolutamente necesario que hiciera el último sacrificio en aras de mi patria: No era posible que yo dejara el gobierno en manos criminales: la de aquellos que habían asestado el golpe fatal contra el crédito de la Republica, y el nombre prestigioso del pueblo Cubano. La conciencia de un deber superior, de esos que hacen manar sangre del corazón y arrastrar consigo la impopularidad y el odio, me imponía como única salvadora medida, la necesidad de poner en conocimiento del gobierno de Washington, la verdadera situación del país y la falta de medios de mi gobierno para dar protección a la propiedad, considerando que había llegado el caso de que los Estados Unidos hicieran uso del derecho que les otorgaba la Enmienda Platt.
Así lo hice, consultando á muy pocos, pues no era tiempo de exponerme á contradicciones, por buscar coparticipes en las responsabilidades, sino de asumir estas por entero, con la firmeza de la legitima convicción y el valor de que van siempre acompañados los actos que se inspiran en el más acendrado patriotismo.
Si hice bien ó no, el tiempo lo dirá. Por lo pronto justifica mi actitud, el Decreto del 17 de Septiembre que virtualmente puso fin á la guerra, al mes justo de haber empezado, ahorrando así mayor derramamiento de sangre y pérdidas de vidas. La justifica también el hecho de estar ya desarmados los insurrectos y de regreso á sus casas, habiéndose restablecido la tranquilidad en todas partes por la garantía moral y material de las fuerzas americanas. En cuanto al orden público nada me atrevo á predecir, ni en lo que se refiere á los partidos, ni tocante al resultado probable de la intervención.
Ha sido siempre mi sentir desde que tomé parte activa en la guerra de los diez años, que no era el termino final de nuestras nobles y patrióticas aspiraciones, la independencia, sino el propósito firme de poseer un gobierno estable, capaz de proteger vida y haciendas y de garantizar los ejercicios de los derechos naturales y civiles de cuantos residan en la isla, ciudadanos y extranjeros, sin que la práctica de la libertad se convirtiera nunca en perniciosa ni violenta agitación, y mucho menos en perturbaciones armadas del orden público.
Jamás he tenido empacho en afirmar, y no temo decirlo en alta voz, Que es preferible cien veces para nuestra amada Cuba una dependencia política que nos asegure los dones fecundos de la libertad, antes que la República independiente y soberana, pero desacreditada y miserable por la acción funesta de periódicas guerras civiles.
Firmado por: Tomás Estrada Palma
[i] Copia Particular de la familia de Emilio y Antonio Lorenzo Luaces, jefes mambises. El documento se encontraba dentro de un sobre cuyo remitente original era: Pedro A Villoldo, abogado y notario. Tejadillo No. 58 entre Cuba y Aguiar, teléfono: A-2312, Habana. El sobre estuvo dirigido al Señor Julio Bustamante, San Juan de Dios No. 60, Habana y a un costado escribieron: Casa de Sofía, enero 1ero de 1959.
[ii] Al parecer la palabra adecuada es prensa en lugar de«presan» . Pudo haber sido un error de Estrada Palma en la escritura de la palabra.
[iii] El subrayado es de Tomás Estrada Palma
[iv] Pudiera ser al Sur de Los Estados Unidos.
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