Siempre que releo los cuentos de Casas del Vedado, comprendo de inmediato que, por ejemplo, el sentido del humor de María Elena Llana es indestructible, así pasen muchos años. Pero no sólo eso —algo que podemos sentir a flor de texto en historias como “En familia” o “De Baccarat”—, sino que, como he dicho en otras partes, su asimilación del mundo gótico (y el gótico, ya lo saben ustedes, es un maravilloso conjunto de formas transhistóricas) pasa por el entendimiento visceral de ciertas texturas narrativas, ciertos colores, algunos gestos, algunasfrases, o la descripción de determinados fenómenos tras los cuales se agazapa lo fantástico.
Un escritor puede graduar, con inusitada riqueza de estilo, lo fantástico y lo fantasmagórico, pero sólo si es un sujeto despierto y sólo si se trata de un escritor como María Elena Llana, una narradora insobornable (y hablo como si Casas del Vedado fuera su insignia… que lo es, sin duda) que consiguió en este libro una suerte de masa crítica. Acumuló vivencias narrativas que entonces resultaban extrañas, insólitas, casi extravagantes (ahora algunos críticos emplearían otra etiqueta: literatura no realista), y hurgó en lo cotidiano como puerta de entrada al misterio de los símbolos, y nos contó algo que sólo resultaría verosímil, para los personajes y para el lector, en un instante y bajo una atmósfera peculiares. Ella ha tejido una escritura donde los personajes están hechos de desesperanza, confusión, falsas percepciones, atrapados dentro de una manera tangencial, oblicua, de discernir y entender la realidad. María Elena Llana ha intervenido en un mundo que la mente reordena y evoca para transformarlo en visibilidad y ensueño. Y esto sólo puede hacerlo quien escriba con eso que se llama maestría.
El trabajo de un escritor no consiste, como leí, horrorizado, hace unos años, en “tomarle el pulso a los escenarios de su tiempo”. En todo caso, esa toma del pulso (imaginemos al escritor en un hospital, formando parte de un cuerpo de guardia) sería (o no) una consecuencia, un efecto causado por la lectura de sus textos. Jorge Luis Borges, supongo, nunca le tomó el pulso a nada (a no ser a los artilugios de lo quimérico, a la estructura de la imaginación, a la poesía de las ideas filosóficas, a las metáforas de la cultura). Leo esto y me sobrecojo: “La digna función crítica de la literatura y el arte”. ¡Cuánta insignificancia, cuánta mediocridad se concentra en esa frase! ¿Tiene Casas del Vedado algo que ver con eso? Por supuesto que no.
Se publicó por primera vez muy a inicios de los años 80, en medio de una discreción que ha sido siempre una especie de marca desafiante de la escritora. María Elena Llana no se prodiga. Quienes se prodigan, con todo el derecho del mundo, son Claudina, o los seres que pueblan el gobelino —de los cuentos homónimos—, o las criaturas que se mecen, dueñas de todo el tiempo y todo el espacio, en los sillones del espejo de ese relato titulado “En familia”.
Prodigarse o no prodigarse, he ahí un asunto laborioso. Un escritor apurado por el esmero en construir un estilo que nos invade como si tal cosa, como si estuviera ahí, en el libro, dispuesto a persuadirnos de que lo sustancial se halla en los hechos mínimos e invisibles, en las situaciones mismas, un escritor así, de esa naturaleza, no se prodiga, no se enfrenta siquiera a ese dilema. Sencillamente escribe y configura su mundo, o un mundo. En este caso, un mundo daimónico cuya vitalidad es la de los espectros.
No sé si María Elena Llana cree en los aparecidos y los fantasmas. Yo, sí. Incluso los he sentido: deambulan por mi casa, en medio de alguna confusión, veloces en su incorrecto y deplorablepropósito de abrir una puerta cuando en verdad no pueden hacerlo, o lo hacen desde esa realidad donde perviven gracias a la mente de los vivos. Sin embargo, más allá de esas ánimas, de esos espíritus, creo en la solidez de los relatos que la escritora ha urdido, sin la intención de que sepamos —estas cosas suceden así— cuánta destreza hay en ellos, cuánta maestría (permítanme repetir esa palabra) y cuáles aportes deberíamos subrayar (marcar, acentuar) en el camino que esta mujer ha recorrido desde hace ya más de cincuenta años en la literatura cubana.
Supongo que el comité gestor del Premio Nacional de Literatura, que en los últimos años ha llegado a conclusiones y tomado decisiones sorprendentes, no espere demasiado para proponer a María Elena Llana entre sus candidatos.
Casas del Vedado conserva un donaire singularísimo, y deviene un libro altivo sin ser arrogante. Es uno de los poquísimos, publicados en aquella época, capaces de admitir relecturas sucesivas, porque el transcurso del tiempo lo moldea en forma de capas de una indómita y arrojada resistencia. La perduración es, acaso, la dádiva más preciosa que un escritor podría recibir.
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