Había una vez un hombre de finezas humanas que no conspiraban contra la gallardía y la seguridad de sus opiniones política. El Indio Naborí no era «de una sola pieza», fue más bien complejo como el que más. Incluso perteneciendo a un partido preferencialmente ateo, él no lo era, o no del todo. Para mí, conversar con él fue una fiesta, con él y con su esposa Eloína. Cuando salía de su casa, un no sé qué se me quedaba balbuciendo, como una alegría, como un deseo de ser poeta como él.
Una vez me contó que hallándose sentado en la segunda o tercera fila donde lo colocaron, en un encuentro en el Instituto Superior de Arte de La Habana, llegó Fidel. El Comandante quitó las sillas del medio, fue a abrazarlo y le dijo: si yo hubiese sido poeta, desearía haberlo sido como lo eres tú. Hubo no pocos testigos de esta escena que yo cuento con palabras quizás diferentes, pero bajo la fidelidad de su esencia.
El poeta popular, de estirpe oral, avanzó en la década de 1960 por el derrotero de sus libros de los años cincuenta, escribiendo su poesía con toda la fe de un acto escritural, de una cosmovisión poética que algunos llaman «culta» (como si la oralidad no lo fuera), y fue desgranando libro tras libro sus dos líneas expresivas principales: la íntima, lírica, familiar, y la social, épica o de tendencia épica, política. No había ninguna contradicción en la praxis poética de aquel poeta que podía cantar a una «próstata enferma» o a los avatares de una revolución que él había abrazado como suya.
Aquel hombre legítimamente humilde, sincero, sencillo, cordial, sin egolatría pero con algún suspiro de inevitable vanidad humana, poseía una grandeza de esas que no existe detector para marcarla. Grande de Cuba, recibía con una sonrisa a todo el que quería verlo y conversar con él, y ciego como ya era por su diabetes avanzada, veía con más claridad que muchos en torno. Pero, cuidado: se enfadaba cuando alguien lo agredía por razones de obra o de praxis, y entonces podía hasta parecer soberbio, que no lo era. Naborí era un niño que cumplía edades, el poeta-niño típico, capaz de mirar al mundo siempre con renovada ingenuidad, ingenuidad no boba, sino de la buena, de la noble del alma limpia.
Entre las buenas cosas de mis sucesos vitales (algunos pésimos), está haberlo conocido con relativa profundidad y haber tenido su estimación noble, su cariño y el de Eloína. Este 2022 es el año del centenario de ese poeta que hizo vibrar tantas veces a los cubanos, que revolucionó a la décima cantada desde los contenidos y luego a su escritura. Era un hombre leal, que amaba a sus hijos tanto como a su propio país. A los cien años de haber nacido puede observarse que su huella poética está viva, virgen para los análisis o para el simple placer de leerla o de escucharla. Mi experiencia ante él fue descubrirle un constante deseo de saber más, de superarse, de enterarse de cosas esotéricas o científicas, con él se podía conversar sobre el Más Allá y sobre el más acá. Él siempre estaba interesado en el tema que se le proponía o apasionado en los que proponía él.
Claro que era un «hombre bueno», pero en la carrera humana de todo hombre consagrado al bien y a la belleza pueden haber actos que ofendan a otros, que no gusten o incluso que no sean «buenos» o equivocados. Cuidado con creer que Naborí fuese un santo: sentía celos, sufría cuando le discriminaban sus versos, no amaba a algunas personas casi siempre poco amables, pero nunca, nunca, nunca le escuché una frase despectiva incluso si veía cosas reprobables o «no normales» en otras personas. Era tan firme en su fe, y en su militancia política, que no quería cerca de sí a los contrarrevolucionarios, pero comprendía con generosidad a la disidencia no inspirada por la negatividad destructiva o proimperial. Orta Ruiz sabía que todo el mundo no podía pensar con unanimidad, reconocía la variedad en la especie humana y lo expresó en su poesía con creces. Nunca lo vi declararse enemigo de nadie, pero tenía una clara visión de quiénes eran sus enemigos de clase, o los enemigos de la poesía aun siendo «compañeros de viaje». Pero su generosidad era extraordinaria y su amor por la poesía también: él sabía, por ejemplo, de los resabios políticos de uno de sus poetas preferidos: Jorge Luis Borges, pero no por eso dejaba de tener la obra del gran argentino como preferencial en sus lecturas.
Esta es mi experiencia frente al poeta al que ahora celebramos, durante 2022, los cien años de haber venido al mundo para bien, y para la fe honda en la poesía. Y este es mi testimonio escrito para cuando otros le celebren los trecientos años de permanencia por sus obras, porque «por sus obras los conoceréis».
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