Ella estaba recostada en una silla en el umbral de su casa de Regla. El sitio hoy está en ruinas, pero subsiste una tarja que la recuerda: allí vivió sus últimos años y en ese lugar falleció Luisa Pérez de Zambrana (1935-1922). Fue la gran poetisa elegíaca del siglo XX, y aunque viviera dos décadas y dos años del siglo XX, ella pertenece a aquel siglo del romanticismo, de las luchas por la liberación nacional y de la identidad cubana emergente. Su par en cuanto a poesía elegíaca fue Juan Clemente Zenea, distintos ambos, más filosófico él, dado a una poesía de mirada larga, en tanto ella compuso la elegía de la gradual desaparición de su familia.
Con Luisa la poesía cubana, tan dada a lo arbóreo a fines del siglo XVIII y principios del XIX, tuvo una vuelta al bosque diferente, fue el duelo quien le hizo ver en los árboles matices del gris de sus sentimientos. Así murió el esposo, la hermana, uno a uno todos los hijos, y también poco a poco se fue quedando sola, existencialmente, bajo la rudeza de poseer ella una sensibilidad aguzada y una capacidad extraordinaria de expresar el dolor del duelo. Sin proponérselo, logró captar el sufrimiento de la familia cubana que iba perdiendo a sus seres queridos en la manigua insurrecta, a la familia de los mambises, aquellos sufridos hijos, padres, madres, esposas, esposos, que dejaban ante sí los cadáveres de sus muy amados. De ese modo el dolor personal de la poetisa se convirtió en identitario, los dolientes mambises y sus allegados buscaron en las grandes elegías familiares de Luisa Pérez de Zambrana el consuelo de la canción íntima, véase en este fragmento de «La vuelta al bosque»:
Y cual la tierna alondra que en su vuelo,
Atraviesan las balas
Y expirante y herida
Baja, bañada en sangre desde el cielo,
Y queda yerta y rígida en el suelo
Con el ala extendida,
Así mi corazón de espanto frío
Quedó al golpe ¡Dios mío!
Que mi vida cubrió de eterno duelo.
La tragedia de su vida fue ver morir por enfermedad a toda su familia. De ello surge una de las obras elegíacas más intensas de la poesía cubana: sus «Siete grandes elegías familiares» forman un conjunto que valdría la pena ver editado alguna vez en forma independiente. Con ella, el edénico canto a la naturaleza cubana del siglo XX, se torna sombrío, parece que se observa al mundo desde una tumba. Antes de la primera muerte, la de su esposo, que dio lugar a «La vuelta al bosque», escribió una obra de purezas criollas a lo Milanés, como testimonia su bello texto «Mi casita blanca». No siempre se selecciona en las antologías que incluyen sus textos su poema «A mi amigo A. L.», que es, sin embargo, uno de los mejores retratos en versos de la lírica de Cuba y antecedente del «discurso femenino» de la poesía hispanoamericana del siglo XX.
Desde «La gigantesca sombra de una tumba», último verso de «La vuelta al bosque», la poesía cubana pasó de la gala agreste de El Cucalambé al antecedente de la poética del dolor en José Martí. Luisa no fue una poetisa de obra muy extensa, pero sí intensa, en el nuevo siglo se reclinó en su dolor y en su soledad y poco hizo en versos. Algo similar me comentó Dulce María Loynaz cuando, cumpliendo ella noventa años de edad, le dije: «—Qué grato y hermoso será, Dulce María, llegar a su edad redescubierta en su poesía y amada por tantos?», a lo que ella me replicó: «—No lo crea, Virgilio, a mi edad ya he visto partir a todas las personas que he amado». Me conmovió mucho, no puedo olvidar esa réplica dolorosa y, por supuesto, me hizo referir a la Zambrana. Cuando murió octogenaria (tendría ochenta y cinco años) ya no tenía en torno quien la llorase como alguien suyo perdido, en cambio, ella había llorado a todos los suyos.
A cien años de su muerte, la reverencia dicta el recuerdo. Luisa Pérez de Zambrana sigue siendo una entre los poetas esenciales de la nación cubana, voz privilegiada del dolor filial, dama del rango de las no olvidables.
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