La ironía forma parte del amnios de la escritura y Marlon Duménigo adapta este principio a la estructura de su cuento. Hacerse el sueco apuesta por la suspensión de cierta incredulidad lectora y, así, nos conduce por un camino donde la carnavalización de los hechos marcha en una escalada progresiva, escalada que nos lleva a un final de tintes lúdicos. La apuesta es comprometida desde el momento en que el autor elige a un narrador personaje, vinculado directamente a la acción, testigo y cómplice de los acontecimientos, atado a un mapa de referencias que se va develando también cómplice a medida que los sucesos dramáticos progresan.
El guiño —de cierta previsibilidad— del título ya nos muestra, desde el exacto comienzo del cuento, una de las posibles rutas del viaje narrativo. Más allá de la expresión coloquial, dicharachera, «hacerse el sueco» devela la actitud ante la vida del narrador personaje; una actitud irónica per se, que se escancia desde la elección del lenguaje y de las particularidades que el autor del relato permite vislumbrar a través de guiños, evocaciones y provocaciones.
No por ser un cuento lúdico se apuesta por un tema fácil o simple; todo lo contrario: bajo la lupa analítica del lector se encuentra un objetivo candente, la idea de la adopción, el duelo por la muerte de un hijo, la búsqueda de un hijo sustituto, cueste lo que cueste, valga lo que valga. Un niño comprado con golosinas y dry martini. Un final que se convierte en una vuelta de tuerca, inteligente y amarga al mismo tiempo, un final de sonrisa torcida y pensamiento divergente que, con probabilidad, mueva los resortes del lector mucho después que haya finalizado su ejercicio interpretativo o de recepción. Plato frío e irónico, como el de la venganza, con un toque ácido en el fondo donde, de igual manera, se esconde la sonrisa.
La historia, por sí misma, no muestra un suceso que resulte demasiado interesante, ni es contada desde la intención de impresionar con giros lingüísticos, ni con cierta poesía lacrimógena que las páginas podrían haber desprendido (y que, por suerte, no hacen). El autor esquiva estas junturas narrativas y va hacia otras búsquedas: condensa el golpe, el impacto, en los párrafos finales del cuento, en esa conclusión tragicómica y amarga que resulta, como es evidente, el boleto de salvación en el viaje del cuento.
En conjunto, se agradece también la brevedad del relato, la síntesis de la idea del texto en pocas páginas, sin una minuciosidad que, lejos de ser aclaratoria, hubiera resultado cargante. El cuento es narrado desde lo concreto, con saltos temporales constantes, a manera de impresión, a manera de una curva de sentido que permite a los lectores construir una atmósfera narrativa, un espacio y una idea lo suficientemente sólida de los personajes, de sus propósitos y sus evoluciones. Esto, a mi entender, basta.
La ironía es también un tejido fino que ha de hilarse con precisión y buen gusto. Este cuento, sin llegar a ser una pieza en exceso memorable, apuesta por el equilibrio y lo consigue al balancear las dosis de realismo, ruptura y suspensión de la incredulidad. Puede leerse —lo recomiendo— acompañado de cereales suecos, cereales primermundistas, o tal vez un dry martini, porque esta es también una de las tantas formas de la felicidad.
Marlon Duménigo (1987). Ingeniero en Ciencias Informáticas. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS, del Grupo Literario Ariete y del Taller Espacio Abierto. Ha obtenido: Mención en el Concurso de Cuentos Casa Tomada 2011 y 2013; Mención en Cuento Fantástico Concurso Oscar Hurtado 2012; Finalista del Concurso de Cuentos Policiales Fantoches 2012; Finalista del Primer Concurso de Narrativa Erótica Los cuerpos del deseo; Finalista de los I Juegos Florales, Mangle Rojo 2012. Obtuvo una de las becas del Concurso El caballo de coral 2013, y resultó finalista del Premio Cesar Galeano 2013, ambos convocados por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en la XIX Edición del Consurso Literario Vicentina Antuña in memoriam, Finalista del Concurso Literario Portus Patris 2016, Premio en el Concurso Mabuya 2016 y Gran Premio en el Concurso Ernest Hemingway 2018. Ha publicado Hombres de rutina (cuentos), Editorial Primigenios, 2020. Cuentos suyos aparecen en diversas varias revistas y antologías.
Hacerse el sueco
Se me habían acercado en plena calle. Hicieron señales levantando ambos brazos y se aproximaron con unos pasos cortos que más bien parecían saltitos sincronizados. Iban tomados de las manos y a simple vista daban la impresión de ser un par de exploradores modernos, con sus mochilas y sus pomos de agua mineral. Hablaban un español de a pie, sin énfasis y acentuando demasiado las s. Tuve que hacerles repetir varias veces hasta comprender la mayoría de sus preguntas, casi todas relacionadas con direcciones de Hospitales Pediátricos y Casas de Niños Sin Amparo Filial. Eran de Estocolmo. Él tenía 28 y ella 23, o pudo ser al revés. Los dos pertenecían a esa edad lozana y afable donde los números aún no importan.
Les expliqué lo mejor que pude que estaban perdidos por más de dos kilómetros en dirección opuesta a donde se dirigían. Necesitaban tomar un taxi. A pie tardarían cerca de una hora en llegar, y una pareja de jóvenes suecos perdidos en La Habana eventualmente podía convertirse en un problema.
Antes de despedirse preguntaron por mi nombre, elogiaron mis consejos e hicieron la primera propuesta. O más bien la lanzaron al aire.
—Necesitamos un guía. Pagamos doscientos.
Jamás había entrado al lugar adonde iban. Solo tenía referencias y las referencias son muy poco. Opiniones basadas en las opiniones de otros. Sin embargo, todas las que recordaba eran buenas. La Casa de Niños Sin Amparo Filial adonde nos dirigimos esa mañana era una de las tantas casonas abandonadas por los millonarios de Miramar al triunfo de la Revolución Cubana. Reutilizada en este nuevo propósito, las paredes habían sido pintadas de verde olivo y sobre la puerta un cartel dibujado a mano anunciaba la llegada del año nuevo. El portero nos saludó amablemente al entrar.
Era curioso ver cómo aquella pareja de suecos sacaba de sus mochilas cientos de chicles, confituras y crayolas para entregárselas al coro de niños que se reunía en torno a ellos. Cada visita obedecía la misma rutina: un dialogo monótono, lleno de preguntas que raramente algún niño respondía con la esperanza de ser recompensado con uno de esos chicles de menta que se vuelven globos enormes y revientan con un sonido desesperante; una segunda ronda de regalos y la despedida formal, estrechando la mano de algún miembro de la administración. Estas visitas jamás demoraban más de una hora. El tiempo justo para no abrumar. Y antes de partir se aseguraban de hacerse fotos en grupo, rodeados de niños sonrientes que miraban la cámara con cierta euforia.
Al final de cada día habíamos visitado al menos tres lugares y vaciado otras tantas mochilas. Me parecía un propósito admirable, incluso sorprendente, y si bien aceptaba mis doscientos al finalizar cada jornada, no podía menos que sentirme orgulloso. Ahora pienso que si me lo hubieran propuesto alguna que otra vez, los hubiese acompañado gratis. Soy partidario de hacer algo bueno de vez en cuando y esta pareja, salvo por su manía de elegir mi ropa, mi comida, mis horarios de sueño y de sobreprotegerme de todo, me cae bastante bien.
Los viernes eran días de compras. Recorríamos los principales mercados de la ciudad con la voluntad de encontrar la mercancía exacta. A la hora de comprar me apartaba unos pasos y me dedicaba a observarlos. Escogían con devoción el sabor de los chicles y la variedad de confituras. Disfrutaba viéndolos susurrar frases en sueco hasta ponerse de acuerdo en la cantidad. Una mochila de chicles, dos de confituras o al revés. Al terminar nos sentábamos en algún bar climatizado y ordenábamos bebidas refrescantes. La primera vez que disfruté un dry martini debió quedarse reflejada en mi cara la expresión de gozo, pues ella me acarició la cabeza despeinándome un poco y ambos me miraron y sonrieron en la complicidad de un chiste en sueco que no alcancé a entender. En lo adelante siempre ordenaban un dry martini para mí en cada bar, me miraban con esa manera tan suya de mirar medio en serio medio en broma y sonreían con el mismo chiste incomprensible. Ya desde entonces les tenía aprecio. A veces pasaba el fin de semana entero con ellos. Habían alquilado un apartamento en el Vedado y gastaban la mayoría de las noches viendo películas románticas y comiendo rositas de maíz. Estábamos horas y horas frente al televisor mirando aquellas películas melosas, los tres en el sofá, yo en el medio, inflándonos el estómago con rositas y coca colas y despertábamos casi a las once medio abrazados y con un terrible dolor lumbar. Luego del desayuno, planeábamos el itinerario de hospitales y casas de huérfanos de la semana siguiente.
Fue durante uno de esos desayunos que me confiaron el motivo de las visitas. Habían perdido un hijo en un accidente. Hacía unos meses. Lo dijeron sin más, exactamente como uno supone que lo diría un sueco. Cuba era el primer país que visitaban luego del funeral. Planeaban adoptar un niño cubano, pero al parecer el Estado les ponía trabas, una tras otra. Sin embargo, mantenían la esperanza de que estas visitas terminaran por crear en torno a ellos la confianza suficiente para permitirles adoptar. Tal vez si en ese momento les hubiera hecho entender que no les alcanzaría con recurrir a métodos poco ortodoxos de convencimiento, que nunca les permitirían adoptar un niño a pesar que trajesen un trasatlántico cargado de chicles y crayolas, los hubiera convencido y nunca me habrían lanzado la segunda propuesta un mes después, cuando la desesperación y la rabia, esa rabia sosegada que mueve a uno a hacer cosas imposibles, les llenaba el estómago y un poco las neuronas.
—¿Has pensado en tener niños cuando seas algo mayor? —preguntaron.
—No —dije y estuve a punto de añadir «por suerte», pero me contuve a tiempo.
—Tener hijos en Suecia es complicado, perder uno, mucho más —dijeron al unísono.
Supongo que tener hijos en todas partes es complicado. Un cambio irracional en el modo de vida, la confirmación del más elemental sentido del ser humano: no vives para ti sino para procrear. Cuando no puedes hacerlo dejas de ser útil a la naturaleza y envejeces y te pones horrible. Aún no consigo imaginarlos unos meses atrás enterrando a su hijo. Es difícil imaginarse a las personas pasando por momentos así. Esa fue la primera vez que sentí pena por ellos. Me parecía una de esas injusticias incomprensibles y necesarias para que el mundo sea mundo. Eran del tipo de personas que se merecen un hijo, aunque fuese adoptado, aunque fuese adoptado y cubano, aunque fuese adoptado y cubano y no fuera tan niño.
Eso fue todo lo que pensé cuando lanzaron al aire la segunda propuesta, o más bien la hicieron solamente, así, a la manera de los suecos, de los suecos desesperados.
Lo más incómodo de todo, además del frío de Estocolmo, son los cereales, que tienen un sabor rancio y te dejan la boca como estirada. Insistí en poder desayunar algo más agradable, frutas quizás, pero se negaron rotundamente: los cereales me aportarían las proteínas necesarias para crecer monótonamente saludable, y ni un llanto más. No hubo manera de negociar respecto a eso. Donde sí logré convencerlos fue en el contenido del biberón, y aunque es un dry martini suave, tan tenue que facilita el quedarse dormido, es un dry martini al fin y al cabo. Al tomarlo me siento un ser humano afortunado, digno del primer mundo, y lo bebo despacio. Disfrutándolo.
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