
No hay exégeta mejor de la obra de un poeta, como el poeta mismo. Lo que el poeta piensa y dice de su obra es, o debe ser, más certero que cualquier opinión extraña.
C. Vallejo
El proyecto de escribir un conjunto de cantos de carácter épico sobre la Guerra Civil española debió concebirlo Vallejo hacia el mes de febrero de 1937[ii]. Antes de esa fecha —como se sabe— participó activamente en la formación de los «Comités de defensa de la República española» en París; a fines de 1936 pasó algunos días en Madrid y Barcelona con el propósito de tener una experiencia directa de la revolución y la guerra de España que hiciera más eficaz su colaboración desde el extranjero. De vuelta de ese breve viaje escribió una carta a Juan Larrea, fechada el 21 de enero de 1937, en la que aseguraba a su amigo haber traído de España «una gran afirmación de fe y esperanza en el triunfo del pueblo; desde luego —concluía— nadie admite ni siquiera en mientes, la posibilidad de la derrota».
De febrero de ese mismo año es el artículo que lleva por título «Las grandes lecciones culturales de la Guerra Española» (Repertorio Americano, núm. 796) en el que señalaba los deberes sociales del escritor en aquellos años «en que Laval se confabulaba con Mussolini para facilitarle la conquista de Etiopía» y en que Franco, Hitler y el mismo Mussolini ordenaba «el asesinato de miles de mujeres y niños en las calles de Irán, Badajoz y Madrid». No basta —decía Vallejo— con la enérgica protesta de un Ortega y Gasset, un Marañón o un Menéndez Pidal, cuyas voces ilustres no fueron escuchadas: es preciso que la conducta pública del intelectual no sea sólo un «gesto vivido y viviente de protesta y combate», sino que posea «un grado máximo de irradiación ideológica». El verdadero «arquetipo» de lo que debe ser el comportamiento del hombre de pensamiento en aquel momento crucial de la historia europea lo encarnaban —decía Vallejo— «los grandes escritores republicanos españoles» (Alberti, Bergamín, Cernuda, Aub, Sender) capaces de producir una obra «intrínsecamente revolucionaria», extraída «de los pliegues más hondos y calientes de la vida». En marzo de 1937 escribió uno de sus artículos más lúcidos sobre el conflicto: «Los grandes enunciados populares de la Guerra española», que permaneció inédito hasta que Larrea lo dio a conocer en su libro César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su razón (1958). Lo primero que destacaba Vallejo en ese escrito fue la espontánea participación del pueblo español en una contienda que era «la expresión directa e inmediata» de sus intereses de clase; nunca antes se vio «en la historia guerra más entrañada en la agitada esencia popular y jamás, por eso, las formas conocidas de epopeya fueron remozadas —cuando no sustituidas— por acciones más deslumbrantes y más inesperadas». La prensa europea —proseguía Vallejo— ha registrado «casos de heroísmo inauditos por su desinterés humano señaladamente, consumados, individual o colectivamente, por los milicianos y milicianas de la República»: pero al lado de esas acciones extraordinarias hay otras cuyo heroísmo no reside ya «en un arranque episódico, visible en circunstancias especiales de la guerra, sino en otras oscuras bregas, tanto más fecundas cuanto que son más anónimas e impersonales». De ahí, pues, que junto a la hazaña deslumbrante de un Antonio Coll (que se enfrentó a pecho descubierto con siete tanques enemigos y los destruyó a todos con sus granadas de mano) haya que contar con las proezas de los combatientes anónimos que actúan «sin preocuparse de la gloria».
El heroísmo de esos soldados del pueblo no brotaba —seguía diciendo Vallejo— de un sentimiento militar del deber, sino de «una impulsión espontánea», apasionada del ser humano, sólo comparable al acto que cumpliría «defendiendo, en circunstancias corrientes, su vida individual». En efecto, ese impulso irreflexivo e irresistible del pueblo español lanzó a una multitud de hombres y mujeres «por las rutas de Somosierra y Extremadura, en un movimiento delirante, de un desorden genial de gesta antigua, al encuentro de los rebeldes». A la cabeza de ese pueblo en armas no se encontraba ni un guerrero insigne ni un orador de talla, ni obedecía a las incitaciones del Gobierno ni a los llamamientos de los partidos políticos: al anuncio de la agresión «a sus más caros intereses», la masa popular ganó la calle, exigió armas y, embargada por «la emoción social de la victoria», se colocó «a la vanguardia de la civilización defendiendo con sangre jamás igualada en pureza y ardor generoso, la democracia universal en peligro».
En julio de 1937 asistió Vallejo al Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado sucesivamente en Valencia, Madrid, Barcelona y París; en la capital española leyó una comunicación sobre «La responsabilidad del escritor» en la que retomó algunos de los enunciados de su artículo de febrero e insistió en que el contacto con la realidad —y, más concretamente, con la realidad española— era «la materia prima que debe tener cada escritor creador». Así pues, los poemas de España, aparta de mí este cáliz son la consecuencia de ese deber social y moral asumido por el escritor frente al conflicto del pueblo español en armas, no menos que de un propósito artístico concreto: la creación de una nueva poesía de carácter épico que recogiera y exaltara las características humanas e ideológicas de aquella «lucha delirante» de todo un pueblo que no aspira a glorias militares, sino a la defensa de los derechos recién conquistados por la clase trabajadora.
Los artículos aludidos y otros más en los que Vallejo manifestó sus sentimientos acerca de la Guerra Civil española, bastarían por sí solos para comprender que su principal intención fue la de componer una serie de cantos épicos (pronto transformados en elegías por las circunstancias adversas a la República) que tuvieran por asunto tanto las hazañas insignes como las oscuras bregas del pueblo español y cuyo destinatario ideal había de ser ese mismo pueblo y todos aquellos que, fuera de España, se solidarizaran con su causa. Está claro que no sería razonable pensar que los poemas de España, aparta de mí este cáliz se conformaron exclusivamente con este propósito de ensalzar a los combatientes republicanos en su lucha contra el fascismo y de alentar la solidaridad con ellos puesto que tal solidaridad sólo podía tener como base un proyecto social de igualdad y bienestar cuyas múltiples raíces bien pueden extenderse desde los postulados del cristianismo primitivo hasta los del marxismo-leninismo. Con todo, la necesidad de poner en claro los contenidos del pensamiento social de Vallejo ha podido dar pábulo a ciertas hipótesis de índole esotérica y religiosa que —de manera presumiblemente involuntaria— desfiguran el principal propósito de ese libro sobre España. Quizá no pase de ser un hábito metafórico de la crítica literaria el hecho de considerar a España, aparta de mí este cáliz como un «texto mesiánico… escrito no por el individuo Vallejo, sino en colaboración y a través de él» o que, ante el presunto deseo del poeta de trascender las circunstancias históricas de la Guerra Civil española, se afirme que el tema profundo de ese libro es, en realidad, «el drama de la especie y no del particular individuo, sea quien fuera» (Larrea); pero ya resulta menos aceptable el empeño de algún profesor de literatura por hacernos creer que Vallejo adoptó una posición «ingenua» ante los sucesos de la Guerra Civil, y que —aun anhelando la supervivencia de España «cantaba esa supervivencia como un símbolo de la supervivencia del Perú, de la humanidad entera» y, sobre todo, la supervivencia «de la propia supervivencia en la supervivencia de la palabra» (Martínez García) ¿Qué alevoso propósito político o qué ingenua vocación metafísica permiten afirmar que «no es la situación dramática concreta de España lo que produce una preocupación obsesiva en Vallejo hombre-poeta, sino única y precisamente la situación de España en cuanto signo al que se carga conscientemente de un significado o referencia simbólica», es decir, «la cristalización poética de una cierta visión cristiana del mundo y de la vida que, superando los principios humanísticos y sociales del materialismo marxista, —aunque apoyándose en ellos y anexándolos— pretende una panorámica total del mundo… del hombre en lucha contra el dolor y la muerte?» (Martínez García). Por este equívoco camino se pretende conducir a los estudiantes españoles de hoy a una lectura «higiénica» de la poesía de Vallejo que, en realidad, acaba despojándola de sus compromisos humanos e ideológicos más legítimos.
Si bien tal tipo de exégesis pudiera ser objeto de una compulsa más detenida, por cuanto que a través de ellas se intenta propagar la insana visión de un Vallejo metafísicamente capaz de conmoverse ante el dolor y la muerte entendidos como categorías abstractas y universales pero alejado por completo de las «simples coyunturas» históricas, no es nuestro propósito acudir ahora a esa tarea, ya que la lectura directa de los textos de Vallejo permite corregir tantas especulaciones tendenciosas.
En lo que sigue examinaré algunos rasgos semióticos característicos de España, aparta de mí este cáliz que nos permitan acercarnos al designio artístico de su composición no menos que a sus motivaciones ideológicas; caerá de suyo que no son necesariamente incompatibles el compromiso social y el pathos estético y cómo, en el caso particular del libro sobre España, Vallejo fue siempre coherente con sus convicciones doctrinarias. En efecto, los artículos citados precedentemente no sólo esbozaban las condiciones sociales e ideológicas en que se desarrollaba la Guerra Civil española, sino —más aún— las características fundamentales del canto épico cuya idea Vallejo se iba formando. En primer término, esa nueva epopeya (entendiendo esta voz tanto en su acepción de hecho glorioso como de canto épico) no podría girar en torno de un héroe o héroes individuales, por cuanto que la hazaña de cualquier individuo, por más singular que fuera, nacía como «entrañada en la esencia popular»: es cierto que en la Guerra Civil ocurrían actos de «heroísmo inaudito» llevados a cabo individualmente, pero todos ellos eran el producto de una «impulsión espontánea, apasionada, directa» y se verificaban precisamente dentro de ese clima social que Vallejo calificó de «desorden genial de gesta antigua». Por otro lado, no serían sólo los hechos más señalados dentro de esas circunstancias guerreras lo que el proyectado poema épico tendría que ensalzar, sino además y fundamentalmente, las «oscuras bregas» de cada anónimo individuo, afanado en superar tanto los riesgos del combate como los infortunios de la retaguardia.
Así entendida, tendría que ser una épica de hazañas comunes y sentimientos colectivos, realizadas y compartidos por individuos que persiguen un mismo fin y que arriesgan o pierden sus vidas en beneficio de una masa compuesta efectivamente de «hermanos humanos». Como bien se comprende, la épica que Vallejo iba vislumbrando en sus artículos de febrero y marzo de 1937 no podía ser el canto militar a la bravura o astucia de un héroe militar ni a las mesnadas «regresivas» que lo siguen atraídas por el saqueo o la venganza, sino el himno al sacrificio de unos héroes anónimos o, en todo caso, el planto emocionado y doliente por su sacrificio salvador. Tal epopeya —había dicho Vallejo en «Los grandes enunciados de la Guerra Civil española» —no podía ser comparada con las multitudinarias expediciones griegas y romanas, a la cabeza de las cuales siempre hubo un tribuno o un general: los trabajadores que se lanzaron a la toma del cuartel de la Montaña o del de Atarazanas no celebraron antes junta alguna ni salieron de las catacumbas de la conspiración: constituyen un pueblo unánime lanzado a la defensa de sus derechos que, gracias a la energía de su movilización, «debela en poco tiempo una insurrección militar y crea un severo orden revolucionario».
Enfrentado a la tajante experiencia de la Guerra española, Vallejo tenía que adecuar su proyectado canto épico a una situación histórica nueva y peculiar y hacerlo capaz de transmitir las tensiones emocionales del pueblo en armas por medio de unas formas artísticas susceptibles de asimilarse a los movimientos cotidianos del habla o, diciéndolo con metáfora del propio Vallejo, capaz de emparejar la poesía con el «ritmo cardíaco de la vida». Lo que importa de un poema —había escrito en un artículo del año 1929 sobre «La nueva poesía norteamericana» — es «el tono con que se dice una cosa y muy secundariamente lo que se dice»; son «los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida» las que otorgan calidad humana y estética a la poesía y no necesariamente la bondad de las ideas filosóficas o políticas que sustente. Con todo, en la encrucijada de la Guerra española, era indispensable la defensa de unos ideales sociales que formaban, parte entrañable del sentir de cada combatiente: de ahí que para Vallejo fuese preciso acentuar el «tono» que más se adecuase al «modo» de comunicación propio de las urgentes circunstancias de la guerra, tanto como a la objetivación de aquellas «vibraciones» acústico-motoras por cuyo medio se identificasen emotivamente todos los interlocutores inmersos en una misma situación: la defensa de la causa republicana.
Al inicio de su actividad literaria, Vallejo compuso en la cárcel de Trujillo un largo poema épico —hoy perdido— para conmemorar el centenario de la proclamación de la Independencia del Perú. Se conservan poco más de cuatro cuartetos alejandrinos asonantados; su título, Fabla de gesta, evocaría el carácter popular de la lucha emancipadora, pero la estructura y entonación de sus versos se mantuvieron dentro de los patrones retóricos de la poesía cívica modernista. Sin embargo, la última estrofa deja ya ver la índole del pensamiento político de Vallejo y su elogio a Torres Tagle preanuncia el que sería su último canto al espíritu libertario y justiciero de «la gran raza hispana»:
Tú, la sangre de España que se embarcó al misterio
en velas de coraje, pecho de par en par;
tú, regresaste al fondo de la gran raza hispana,
valor cuajado en Bronce y amor en Libertad.
Sin embargo, al proponerse la composición de otra «fabla de gesta» adecuada a las circunstancias inéditas de la Guerra Civil española, Vallejo tuvo que reflexionar de nueva cuenta sobre la radical diferencia de los modos de comunicación oral y escrita a que puede ajustarse el uso de la lengua según sea la índole cultural de sus hablantes o el medio de que éstos se valgan. Así, ponderó las posibilidades de integración de las características del modelo oral a su canto épico, pues, aunque históricamente la poesía heroica se haya convertido en un producto de la escritura artística, debía incorporarse ciertas constantes significativas de su discurso oral originario.
Vallejo sabía muy bien, y basta para probarlo su esfuerzo continuando por ensanchar el universo de lo literario por medio de la incorporación de zonas de experiencia y expresión propias del discurso oral, que éste se distingue por el carácter fragmentario de sus enunciados, por la abundancia de expresiones fijas, epítetos, locuciones antitéticas o redundantes y, sobre todo, por la índole misma del proceso de comunicación para el que cuentan de manera determinante las condiciones existenciales que lo rodean, así como la obligada presencia de un destinatario siempre dispuesto a intervenir de manera espontánea en el proceso discursivo de su interlocutor.
Frente a este tipo de comunicación oral, la lengua escrita impone un sistema muy diferente: lo que en el intercambio hablado se da como una relación personal e inmediata del emitente y el destinatario, en la comunicación escrita aparece como una distancia que éste último debe superar por su propio esfuerzo. El texto escrito se constituye, pues, como un universo autónomo, gramatical y semánticamente completo, que prescinde de las circunstancias expresas en que se verifique su lectura; por ello insiste en la organización de sus materiales semióticos e ideológicos, que el destinatario podrá, en todo caso, aceptar o rechazar, pero al que nunca le será dable intervenir directamente en su desarrollo.
A mi modo de ver, en España, aparta de mí este cáliz, Vallejo cumplió su mayor esfuerzo por alcanzar un tipo de expresión poética que, contando con la permanencia y reiteración del mensaje verbal que la escritura garantiza, fuera también capaz de provocar las respuestas efectivas e inmediatas de un auditorio cuya presencia real es asumida por el poeta de manera permanente.
Este recurso a los modos de comunicación oral no era nuevo en Vallejo; para sus lectores conspicuos resulta evidente que desde Los heraldos negros hasta Poemas humanos llevó a cabo un creciente esfuerzo por liberar a su poesía de los clichés de la escritura literaria, incorporando a ella giros y esquemas del habla cotidiana que sustituyeran los moldes previsibles y anquilosados del estilo modernista por los movimientos sueltos y expresivos del intercambio oral. Algunos estudiosos de Vallejo advirtieron hace tiempo la frecuencia con que aparecen en su poesía diversos elementos del habla coloquial; para Giovanni Meo Zilo ese «estilo de conversación» advertible en muchos pasajes de sus primeros libros es el resultado de la «irrupción inmediata de un sentimiento de ternura que… es parte esencialísima del alma vallejiana». Roberto Paoli distinguió dos niveles expresivos en Trilce: uno que recoge las experiencias concretas de la vida de Vallejo y que se caracteriza por el empleo de una lengua infantil, tierna y familiar y otro en que las preocupaciones expresivas del vanguardismo se manifiestan a través de los tecnicismos, los calcos léxicos, las «juntas de contrarios», etc. Yo mismo he sustentado la idea de que el segundo libro de Vallejo responde a un período de máxima agudización del conflicto entre la lengua y la realidad, entre la experiencia y la expresión; ante esa crisis literaria y existencial, Vallejo se propuso erigir un nuevo lenguaje que no sólo fuese capaz de recuperar el pasado mítico de la infancia, sino de hacerlo compatible con el presente de encarcelamiento y abandono. En ese intento, las locuciones coloquiales —transcritas directamente o metafóricamente transfiguradas— contribuyen a establecer un nexo entre la realidad de la lengua comunitaria y las solicitaciones de un mundo incomprensible y convulso que exaspera al poeta:
De la noche a la mañana voy
sacando lengua a las más mudas equis...
En nombre de la que no tuvo voz ni voto...
Tendíme en son de tercera parte...
Esta tendencia continúa y se acrecienta en los Poemas humanos aunque en ellos las locuciones coloquiales ya no se incorporan de manera tan abrupta o conflictiva, como podía ocurrir en Trilce, sino que se integran a los demás recursos estilísticos por cuyo medio Vallejo alcanzó a formular una síntesis paradójica de lo cotidiano y lo trascendente en la experiencia humana. Con todo, es evidente que en España, aparta de mí este cáliz nos enfrentamos a una radicalización de los modelos de oralidad acogidos por la lírica de Vallejo; aquí ya no se trata— como en los libros anteriores o, inclusive, en los textos coetáneos de los Poemas humanos— de darle preferencia a los patrones de la lengua hablada sobre los de la literaria, sino de sustituir al máximo posible las complejas estructuras de la comunicación escrita per los enunciados gramaticalmente incompletos pero fuertemente expresivos de la lengua oral, siempre determinados por las categorías de la intimación que, al decir de Emile Benveniste, «implican una relación viva e inmediata entre el enunciador y el alocutario», esto es, entre el productor de una alocución y el destinatario de la misma.[iii]
De acuerdo con su propia visión de la gesta del pueblo español, Vallejo escribió —sabemos que de manera convulsa y fragmentaria durante un breve lapso de tiempo— los cantos destinados a ser «expresión directa e inmediata» de las luchas y las bregas de aquellos mismos combatientes a quienes iban idealmente dirigidos: la comunidad heroica o el héroe colectivo que asume su muerte como un sacrificio necesario para construir la futura sociedad igualitaria. La identificación del sujeto colectivo o múltiple de los enunciados épicos con el destinatario plural de los mismos, es decir, la comunidad del héroe y del auditorio en tanto que miembros de una misma clase laboriosa enfrentada al poder de sus explotadores, hace necesaria la identificación expresa del poeta —instrumento del canto— con la fuente de la epopeya: el pueblo en armas. De ese modo, tanto el enunciador como los sujetos del enunciado o los alocutarios del mismo serán entidades correlativas incorporadas en actos de comunicación que los engloban por igual y a los que, por encima de la diferencia de sus respectivas funciones discursivas, se atribuye una misma tarea ideal: la construcción de una sociedad en la que, finalmente:
¡Se amarán todos los hombres...
... trabajarán todos los hombres,
engendrarán todos los hombres,
comprenderán todos los hombres!
Conviene insistir en esa doble entidad formal del destinatario interno y el destinatario externo de los cantos de España, aparta de mí este cáliz, así como la correspondencia sustancial, real, de ambos. De hecho, en los quince poemas que integran el libro, los sujetos de los enunciados —esto es, los héroes o las víctimas de las acciones mentadas— son al propio tiempo los destinatarios internos del enunciado y, por lo tanto, equivalentes formales de los miembros del auditorio, cada uno de cuyos integrantes participa, externamente, en el plano de lo dicho (el texto) e interna, psíquicamente, en el plano de lo mentado (las entidades históricas, sustanciales, que el discurso tematiza). La función apelativa del vocativo asignado por lo general a nombres colectivos o gentilicios hace, primero, que éstos sean alocutarios internos del enunciado en el que también desempeñan la función de sujeto y, segundo, los identifica formalmente con los destinatarios de la enunciación, esto es, con el auditorio a quien va dirigido el mensaje.
La exhortación a una entidad humana que puede ser semánticamente sujeto del enunciado y destinatario de la enunciación, permitió a Vallejo el uso de un recurso particularmente adecuado para otorgar simultáneamente dos direcciones discursivas a sus cantos: de un lado, hacia el héroe-masa del contexto verbal («Voluntario de España», «Proletario…», «Campesino…», «Voluntario soviético…», «Extremeño…», «Niños de España…») y de otro lado hacia los destinatarios del contexto situacional, hacia los oyentes de cada previsible actualización del texto, que se identifican emotivamente con los héroes colectivos y los hace verse a sí mismos como protagonistas virtuales de la epopeya. A los sujetos del contexto verbal —desdoblados en alocutarios internos por obra del vocativo— Vallejo se dirige a través de oraciones de carácter apelativo o de intimación:
Proletario que mueres de universo... Campesino, caído con tu verde follaje por el hombre, con la inflexión social de tu meñique... Tácitos defensores de Guernica...
A los destinatarios externos, en tanto que sujetos potenciales de la epopeya, se dirige por medio de enunciados de carácter fático, de ajuste psíquico o semántico de la comunicación entre el emisor y sus interlocutores:
Muerte y pasión de guerra entre olivos, entendámonos... Porque elabora su hígado la gota que te dije, camarada. Varios días el aire, compañeros...
A veces, evocando las características del coloquio en la comunicación epistolar, apela al alocutario interno del enunciado y lo insta a llevar a cabo una acción determinada o le refiere un suceso del cual él mismo ha sido protagonista:
¡Ramón! ¡Collar! ¡A ti! Si eres herido no seas malo en sucumbir... ¡Te diré que han comido aquí tu carne, sin saberlo! ¡Salud, hombre de Dios, mata y escribe!
Pero, en general, la apelación a los interlocutores internos, tanto como a los destinatarios de la enunciación, se hace voluntariamente ambigua con el propósito ya mencionado de provocar el efecto semántico de una comunidad ideal de combatientes para quienes las acciones individuales se subordinan al impulso colectivo que las origina. En el poema que lleva por título «Imagen española de la muerte» no es fácil distinguir quién sea el destinatario de las exhortaciones que pronuncia el emitente, si el propio sujeto del enunciado o el interlocutor situacional, por cuanto que este último queda ya definitivamente incorporado a las circunstancias mentadas en el texto:
¡Ahí pasa! ¡Llamadla! ¡Es su costado! ¡Ahí pasa la muerte por Irún...! ¡Llamadla! ¡Daos prisa!... ¡Llamadla, hay que seguirla hasta el pie de los tanques enemigos...
Evidentemente, esta identificación funcional de los destinatarios de la enunciación con los destinatarios internos del enunciado tiene como propósito el reforzamiento de los vínculos de solidaridad emotiva, ideológica y social, vínculos que volverán a ser subrayados por el empleo de algunos procedimientos propios de la cultura oral, tales como el epíteto en función especificadora (objetiva) por cuyo medio se destacan las cualidades de los combatientes en tanto que éstas se corresponden con las de todo el pueblo en armas.
Lo mismo que en los poemas homéricos y en los cantares de gesta románicos, el epíteto o las frases adjetivas con valor predicativo, serán empleados por Vallejo con el fin de caracterizar las virtudes del héroe popular; pero contrariamente a la épica antigua o medieval —que exalta las cualidades personales del héroe (su astucia, su valentía, su papel mesiánico, etc.), en sus cantos épicos de la Guerra española Vallejo valoró sus rasgos sociales y morales más sobresalientes, a saber: su lealtad a los ideales comunitarios, su fe en el triunfo de la causa popular, su vocación al sacrificio:
Voluntario de España, miliciano de huesos fidedignos... ¡Liberador ceñido de grilletes, sin cuyo esfuerzo hasta hoy continuaría sin asas la extensión...! Obrero, salvador, redentor nuestro... ¡Soldado conocido, cuyo nombre desfila con el sonido de un abrazo!
El encomio, como se sabe, constituye una forma maniquea de caracterización moral basada en la oposición tajante entre el bien y el mal, entre un nosotros que lucha por causas asumidas como verdaderas y justas y unos otros que atentan contra ese orden perfecto y deseable. También en España, aparta de mí este cáliz, apeló Vallejo en principio a esta oposición ideológica tan característica de las culturas orales y la asoció al epíteto y a otras formas equivalentes, por medio de las cuales ponderó la bondad de la causa por la que lucha el héroe-masa republicano y su combate contra la maldad del enemigo:
Porque en España matan, otros matan al niño... ¡Voluntarios, por la vida, por los buenos, matad a la muerte, matad a los malos!
Sin embargo, muy pronto matizó Vallejo el sentido de esta oposición entre los representantes del bien y del mal, pues donde la primera versión de «Los mendigos pelean por España» decía:
Los pordioseros luchan
suplicando infernalmente
a Dios, para que ganen los pobres la batalla
de Santander...
en la versión definitiva suprimió «para que ganen los pobres la batalla» y mantuvo tan sólo: «suplicando infernalmente a Dios por Santander». Es evidente que aun siendo la lucha de los republicanos españoles contra una insurrección militar que terminó arrebatándole sus derechos a la clase trabajadora, ésta no podía tener para Vallejo un propósito de aniquilación radical del enemigo, sino el de-su conversión al nuevo orden comunitario que garantizaría la libertad de todos y haría que tanto el «explotado» como el «explotador» acabasen siendo «hermanos humanos»: así pues, el sacrificio de los combatientes se vería recompensado por la eclosión de una nueva sociedad en la que, evangélicamente,
¡Se amarán todos los hombres y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos tristes y beberán en nombre de vuestras gargantas infaustas! ¡Sólo la muerte morirá!
Sin duda, uno de los rasgos más notorios del modelo de comunicación oral es el de la intervención empática del emitente en la materia de su canto, recurso que Vallejo utilizó reiteradamente en sus poemas a España: de este modo, no sólo se presenta a sí mismo como testigo de los acontecimientos a que alude, sino que deja constancia de sus particulares reacciones emotivas, recurso por cuyo medio se acentúa aquella unidad sustancial del héroe con el poeta y el destinatario de su canto. En términos generales, el emitente se presenta ante su alocutario textual, es decir, interno, como testigo de los acontecimientos y, más aún, como partícipe de sus hazañas y, en algunos casos, como su interlocutor directo:
¡Extremeño, dejásteme verte desde este lobo, padecer, pelear por todos...! Siéntate, pues, Ernesto... Aquí, Ramón Collar, prosigue tu familia soga a soga...
Hay ocasiones en que el emitente se comunica con sus alocutarios externos por medio de un discurso paralelo, a la manera de los apartes dramáticos, que orientan expresamente la enunciación hacia los destinatarios «reales» del auditorio y la desvinculan provisionalmente de los alocutarios internos con el fin de que aquéllos puedan tomar alguna distancia reflexiva respecto de los acontecimientos referidos, de sus causas o sus efectos:
Todo acto o voz genial viene del pueblo y van hacia él, de frente o transmitidos por incesantes briznas... ¡...y horrísona es la guerra, solivianta, lo pone a uno largo, ojoso: da tumba la guerra, da caer, da dar un salto extraño, de antropoide!
Pero con mayor frecuencia la irrupción del poeta tiene un carácter plenamente agonístico, al grado de que aparecen tematizadas en el texto las reacciones psíquicas y motoras que provocan en el emitente los hechos que él mismo relata. Por medio de este recurso se presenta de manera patética aquella identidad sustancial del rapsoda con el héroe y con los destinatarios de su canto; en efecto, la tematización de las reacciones psicomotoras del poeta —en tanto que entidad biológica y social— y su consiguiente explicitación en el texto, concede a la figura del enunciador el doble papel de cronista y agonista, de instrumento para la exaltación de las hazañas y virtudes del héroe colectivo, y de espejo o conciencia de las reacciones inmediatas del alocutario externo, que reconocerá en las actuaciones empáticas del poeta la naturaleza de sus propios procesos emocionales:
Voluntario de España, miliciano... cuando marcha a matar con su agonía mundial, no sé verdaderamente qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo, lloro, atisbo, destrozo, apagan, digo a mi pecho que acabe, al bien que venga y quiero desgraciarme... Vamos, pues, compañero... Por eso al referirme a esta agonía aléjome de mí gritando fuerte: ¡Abajo mi cadáver!... Y sollozo.
La intensa participación emotiva del poeta y de su auditorio en las acciones y pasiones del héroe-masa había de ocasionar, como vimos, una permanente imbricación de las funciones que contraen las diversas entidades del proceso de comunicación, al grado de que el enunciador y el alocutario, al asumir empáticamente funciones textuales y extratextuales, borran las fronteras entre la enunciación y lo enunciado y, en consecuencia, anulan los niveles temporales entre los acontecimientos mentados y el momento de la transmisión del texto que los manifiesta. Esta capacidad homeostática de las culturas orales para instalar las acciones pretéritas en el presente de cada una de sus actualizaciones textuales, constituye asimismo una de las características sobresalientes de España, aparta de mí este cáliz.
Las oraciones de adjetivo verbal —a las que ya se aludió al tratar del uso del epíteto— así como los sintagmas en que aparece un gerundio, conceden a las acciones mentadas por el texto el sentido de una permanencia o duración que permite al auditorio asumir la actualización de lo dicho como si se tratara en verdad de la actualidad de lo mentado. Si a esto se añade la acumulación de frases u oraciones yuxtapuestas y reiterativas, así como el carácter atributivo de los escasos sintagmas con verbos en forma personal, el efecto semántico que —por dar una idea de su peculiaridad— llamaremos de actualidad actualizada, alcanza una gran fuerza persuasiva sobre el auditorio:
Málaga literal y malagueña,
huyendo a Egipto, puesto que estás clavada,
alargando en sufrimiento idéntico tu danza,
resolviéndose en ti el volumen de la esfera,
perdiendo tu botijo, tus cánticos, huyendo
con tu España a cuestas y tu orbe innato.
Contribuye aún más al logro del efecto mencionado el empleo de oraciones de gerundio e infinitivo —ya sea que éste cumpla una función nominal o verbal— por cuyo medio se refuerza al máximo el sentido de transcurso y continuidad, es decir, de presencia absoluta de las acciones mentadas en el discurso:
...el perder a la espada y el ganar más abajo del plomo... locos de polvo, el brazo a pie, amando por las malas, ganando en español toda la tierra, retroceder aún, y no saber dónde poner su España, dónde ocultar su beso de orbe, dónde plantar su olivo de bolsillo!
En los artículos de Vallejo aludidos al principio, pudimos advertir claramente la decisión del poeta de construir sus cantos a España de manera tal que no sólo se hicieran cargo del carácter esencialmente popular de la gesta republicana, sino de la necesidad de encontrar las formas apropiadas a la «expresión directa e inmediata» de los acontecimientos referidos tanto como de las reacciones que éstos suscitarán en el ánimo del auditorio. Con ese fin se valió, entre otros, de los recursos propios de la cultura oral más idóneos para el establecimiento de una comunicación poética eficaz con aquel «analfabeto a quien escribo», que era —en el «Himno a los voluntarios de España» — la manera en que Vallejo aludía expresamente al destinatario formal de su canto: los hombres iletrados y explotados del pueblo en armas.
A mi ver, es indudable que Vallejo no sólo fue plenamente consciente de la «irradiación ideológica» que debían tener sus cantos a España, es decir, del carácter militante y comprometido en la defensa de los ideales políticos representados por el Frente Popular y la República Española, sino además y muy particularmente de su condición «intrínsecamente revolucionaria», esto es, de su audaz replantamiento de las posibilidades de la escritura para dar «respuestas corales» a unos acontecimientos bélicos «deslumbrantes e inesperados» y para iluminar a un auditorio idealmente compuesto por campesinos y trabajadores sin competencia literaria sus propias «oscuras bregas» por alcanzar, sobre la desdicha y la muerte, su proyecto de dignidad humana.
***
*Tomado de Enciclopedia de la Literatura en México (pdf). Acápite V, de César Vallejo. Crítica y contracrítica, Textos de Difusión Cultural, Serie El Estudio. Instituto de Investigaciones UNAM, México, 1992, pág. 107-126.
Leer también:
- César Vallejo, trocar en verso el sufrimiento humano
- Medallones: César Vallejo
- César Vallejo en el aniversario 130 de su natalicio
- Vallejo, poeta mayor
[i] Acápite V, de César Vallejo. Crítica y contracrítica, Textos de Difusión Cultural, Serie El Estudio. Instituto de Investigaciones UNAM, México, 1992, pág. 107-126.
[ii] En opinión de Juan Larrea (Cf. Vallejo, 1978, p. 689) Vallejo escribió el «Himno a los voluntarios de la República» antes de julio de 1937, «con miras al Congreso Internacional de Escritores», a la vuelta del Congreso, «el 17 de julio, bajo la impresión de cuanto había vivido en la Península, concibió Vallejo el propósito de escribir un poema-libro de aliento épico sobre la trascendencia que para él poseía el drama español.» A mi juicio, como se verá adelante, el proyecto de Vallejo empezó a esbozarse a partir de febrero de 1937, de suerte que el «Himno a los voluntarios de la República» sería precisamente el primer texto en que tal proyecto empezó a concretarse.
[iii] De la enunciación —ha dicho Benveniste— procede la instauración de la categoría de presente, y de la categoría de presente nace la categoría de tiempo… El presente formal no hace sino explicitar el presente inherente a la enunciación, que se renueva en cada producción de discurso, y a partir de este presente continuo, coextensivo con nuestra presencia propia, se impone en la conciencia el sentimiento de la continuidad que llamamos tiempo… (82 y ss).
Visitas: 34
Deja un comentario