Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé! Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable, que el Destino blasfema.
«Los heraldos negros» es, quizás, el poema más conocido de César Abraham Vallejo Mendoza, nacido el 16 de marzo de 1892, en Santiago de Chuco, Perú. Fue el menor de once hermanos en una mezcla familiar criolla, lograda a partir de sus dos abuelas indígenas y sus dos abuelos gallegos. Durante su educación, tuvo inclinaciones religiosas que se reflejan, de cierta manera en su obra, llena de una emotividad desbordada que retrata muy bien situaciones específicas de la vida; y que encuentra eco en la recepción sensible de sus lectores a través del trabajo de la imagen, del poder de la palabra simple, certeramente colocada, sin mucha adjetivación. A propósito de ello, he aquí su poema: «Sombrero, abrigo, guantes».
Enfrente a la Comedia Francesa, está el Café de la Regencia;
en él hay una pieza recóndita, con una butaca y una mesa.
Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie.
Entre mis labios hechos de jebe, la pavesa de un cigarrillo humea,
y en el humo se ven dos humos intensivos,
el tórax del café, y en el tórax,
un óxido profundo de tristeza.
Importa que el otoño se injerte en los otoños,
importa que el otoño se integre de retoños,
la nube, de semestres; de pómulos, la arruga.
Importa oler a loco, postulando ¡qué cálida es la nieve,
qué fugaz la tortuga, el cómo qué sencillo,
qué fulminante el cuándo!
El poeta ofrece en sus palabras toda la miseria de la existencia humana, su fugacidad material, lo efímero de la salud, la amenaza de la enfermedad y la muerte, siempre en imágenes colocadas en original sintaxis, cuya connotación ofrece un nuevo sentido a lo dicho: metáforas de conceptos abstractos e íntimos que buscan la recepción ideal mediante sensaciones provocadas por la escritura. Prosopopeyas, contrastes, transposiciones, se suceden para ofrecernos una visualidad verbal de intensidad poco frecuente. Veamos fragmentos de este otro poema titulado «Hoy me gusta la vida mucho menos».
Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir, ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo
y me contuve con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.
Hoy me palpo el mentón en retirada,
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tanta vida y jamás! ¡Tantos años y siempre mis semanas!
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos, y en fin,
mi ser parado y en chaleco.
Me gusta la vida enormemente,
pero, desde luego, con mi muerte querida y mi café,
y viendo los castaños frondosos de París,
y diciendo: Es un ojo este; una frente esta, aquella,
y repitiendo: ¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!
Dije chaleco, dije todo, parte, ansia,
dice casi, por no llorar.
Que es verdad que sufrí
en aquel hospital que queda al lado
y que está bien y está mal haber mirado
de abajo para arriba mi organismo.
Me gustará vivir siempre,
así fuese de barriga, porque, como iba diciendo
y lo repito, ¡tanta vida y jamás, y jamás!
¡Y tantos años y siempre, mucho siempre, siempre siempre!
En estos versos, a pesar de la cercanía de la enfermedad y la muerte, el escritor opta por la vida, aunque la conozca ya desde el dolor y el padecer. Con el mismo estilo metafórico, pletórico de imágenes, nos hace saber sus más profundas cavilaciones, mediante recursos apelativos sensoriales e inteligentes juegos de palabras, o simplemente, la reiteración de las mismas con un énfasis intencionado.

El poeta peruano estudió Humanidades y perteneció al Grupo Norte, liderado por Antenor Orrego. Publicó su primer libro, Los Heraldos Negros, en 1918. Cumplió algunos meses de prisión injusta que le provocaron su segundo libro, Trilce. Ambas obras han sido muy bien consideradas por la crítica y el público lector de todos los tiempos.
Su poesía «Piedra negra sobre una piedra blanca» tiene un halo de premonición al describir el escenario de su propia muerte, el cual fue muy parecido al real y ocurrió el 15 de abril de 1938 en la capital francesa. Dicen que era viernes y lloviznaba. Con asombrosa similitud, había escrito en sus versos:
Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París, y no me corro, tal vez un jueves, como hoy, de otoño. Jueves será, porque hoy, jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto a la mala, y jamás como hoy, me he vuelto con todo mi camino, a verme solo. César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada: le daban duro con un palo, y duro también con una soga, son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos…
Por su encanto transepocal, estos versos serán leídos en tiempos futuros, y así será recordado César Vallejo como una voz paradigmática de la literatura latinoamericana.
Ver también Vallejo, poeta mayor.
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