Sobre el autor
César Abraham Vallejo (Perú, 16 de marzo de 1892 – Francia, 15 de abril de 1938), poeta peruano, considerado una de las grandes figuras de la lírica hispanoamericana del siglo XX, cuya obra original y personalísima, posee una altura expresiva raras veces alcanzada. Aunque su trayectoria creativa parece seguir el devenir de la lírica hispana (del Modernismo a las vanguardias y del experimentalismo vanguardista hacia una poesía humana y comprometida), su quehacer poético está marcado por una permanente inquietud renovadora y una firme independencia en medio de las influencias del momento. En la configuración de su poética resulta determinante su singular personalidad, dominada por una acentuada sensibilidad ante el dolor, tanto para el propio (fue un hombre vulnerable y torturado) como para el de los demás.
Cuatro grandes poemarios (los dos últimos publicados conjuntamente tras su muerte) componen su obra lírica: Los heraldos negros (1918) que se arraiga en la realidad americana, sentida desde su sangre indígena con la que conviven realidades inmediatas como su casa, su familia…; Trilce (1922), uno de los títulos claves de la poesía de vanguardia en el que Vallejo adopta el verso libre y rompe violentamente con las formas tradicionales, con la lógica, con la sintaxis, e incluso crea palabras nuevas, como la que da título a la obra; Poemas humanos (1939), considerado su obra cumbre y uno de los libros más impresionantes escritos sobre el dolor del hombre, en el que Vallejo trasciende lo personal para cantar temas generales, colectivos, reuniendo la intimidad lírica con la conciencia común, en una actitud de unión con el resto de los hombres y el mundo.; y España, aparta de mi este cáliz (1939), poemario magno en el que canta al pueblo en lucha, a las tierras recorridas por la contienda, y en que da salida a su amor por España y a su esperanza.
Como homenaje a 85 años de su muerte, compartimos una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
Los heraldos negros (1919)
La cena miserable
Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe… Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.
Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido…
Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado…
Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos!
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.
Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba…
Y menos sabe
ese oscuro hasta cuándo la cena durará!
Ágape
Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan
sin preguntarme ni pedirme nada.
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
y me da ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!
Trilce (1922)
II
Tiempo Tiempo.
Mediodía estancado entre relentes.
Bomba aburrida del cuartel achica
tiempo tiempo tiempo tiempo.
Era Era.
Gallos cancionan escarbando en vano.
Boca del claro día que conjuga
era era era era.
Mañana Mañana.
El reposo caliente aún de ser.
Piensa el presente guárdame para
mañana mañana mañana mañana
Nombre Nombre.
¿Qué se llama cuanto heriza nos?
Se llama Lomismo que padece
nombre nombre nombre nombrE.
III
Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
Da las seis el ciego Santiago,
y ya está muy oscuro.
Madre dijo que no demoraría.
Aguedita, Nativa, Miguel,
cuidado con ir por ahí, por donde
acaban de pasar gangueando sus memorias
dobladoras penas,
hacia el silencioso corral, y por donde
las gallinas que se están acostando todavía,
se han espantado tanto.
Mejor estemos aquí no más.
Madre dijo que no demoraría.
Ya no tengamos pena. Vamos viendo
los barcos ¡el mío es más bonito de todos!
con los cuales jugamos todo el santo día,
sin pelearnos, como debe de ser:
han quedado en el pozo de agua, listos,
fletados de dulces para mañana.
Aguardemos así, obedientes y sin más
remedio, la vuelta, el desagravio
de los mayores siempre delanteros
dejándonos en casa a los pequeños,
como si también nosotros
no pudiésemos partir.
Aguedita, Nativa, Miguel?
Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
y el único recluso sea yo.
Poemas humanos (1939)
La violencia de las horas
Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: «Buenos días, José! Buenos días, María!»
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
Otro poco de calma, camarada…
Otro poco de calma, camarada;
un mucho inmenso, septentrional, completo,
feroz, de calma chica,
al servicio menor de cada triunfo
y en la audaz servidumbre del fracaso.
Embriaguez te sobra, y no hay
tanta locura en la razón, como este
tu raciocinio muscular, y no hay
más racional error que tu experiencia.
Pero, hablando más claro
y pensándolo en oro, eres de acero,
a condición que no seas
tonto y rehuses
entusiasmarte por la muerte tánto
y por la vida, con tu sola tumba.
Necesario es que sepas
contener tu volumen sin correr, sin afligirte,
tu realidad molecular entera
y más allá, la marcha de tus vivas
y más acá, tus mueras legendarios.
Eres de acero, como dicen,
con tal que no tiembles y no vayas
a reventar, compadre
de mi cálculo, enfático ahijado
de mis sales luminosas!
Anda, no más; resuelve,
considera tu crisis, suma, sigue,
tájala, bájala, ájala;
el destino, las energías íntimas, los catorce
versículos del pan: ¡cuántos diplomas
y poderes, al borde fehaciente de tu arranque!
¡Cuánto detalle en síntesis, contigo!
¡Cuánta presión idéntica, a tus pies!
¡Cuánto rigor y cuánto patrocinio!
Es idiota
ese método de padecimiento,
esa luz modulada y virulenta,
si con sólo la calma haces señales
serias, características, fatales.
Vamos a ver, hombre;
cuéntame lo que me pasa,
que yo, aunque grite, estoy siempre a tus órdenes.
España aparta de mí este cáliz (1939)
Masa
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…
XI
Miré el cadáver, su raudo orden visible
y el desorden lentísimo de su alma;
le vi sobrevivir; hubo en su boca
la edad entrecortada de dos bocas.
Le gritaron su número: pedazos.
Le gritaron su amor: ¡más le valiera!
Le gritaron su bala: ¡también muerta!
Y su orden digestivo sosteníase
y el desorden de su alma, atrás, en balde.
Le dejaron y oyeron, y es entonces
que el cadáver
casi vivió en secreto, en un instante;
mas le auscultaron mentalmente, ¡y fechas!
lloráronle al oído, ¡y también fechas!
***
Leer también «Medallones: César Vallejo»
Visitas: 80
Deja un comentario