A la poesía de César Abraham Vallejo Mendoza (1892-1938) la atraviesan la sinceridad, el auténtico grito humano, la dicha de la palabra exacta. El aliento de la gran poesía, o sea, de la auténtica, brota de sus montañas líricas. Parece que está escrita con la sangre. «Melancolía, saca tu dulce pico ya» es el primer verso del poema «Avestruz», de Los heraldos negros. El anterior es uno de esos libros de poemas en que la poesía se siente tan lejana de romanticismo como próxima, no equidistante, sino asimismo ligada al espíritu romántico, como una savia íntima que se disuelve en las antítesis vivir-morir, en paradojas y pares dialécticos que ponen de relieve una condición, el dolor humano: Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… Yo no sé!
César Vallejo aparece en la poesía de lengua española como un renovador, alguien que tocó a la dama Poesía desde un «adentro» esencial que consiste en volcarse él con entero sentido de la sensibilidad íntima y emotiva, pero hacerlo de forma diferente a la mayor parte de la poesía que le fue coetánea, quizás fuertemente influido por las vanguardias europeas, de las que él fue un extraordinario ejemplo en español. Su sentido de la emotividad rompe con el lenguaje neorromántico, se aleja de las líneas que cultivaban Pablo Neruda o Gabriela Mistral, se abraza a una «poética del dolor» que, sin embargo, no es individualista, abre sus ojos fuertemente ante el dolor humano, el que él mismo siente es resultado de la vida en comunidad.
Lo vibrante de su poesía radica en las asociaciones de ideas, en el léxico sencillo pero a la vez estimulado por invención de palabras, sustantivación de verbos, lo cual no se siente como una violencia al idioma, sino como original manera de creatividad, que lo enriquece. Por ello, y sobre todo tras su muerte, Vallejo ha sido reconocido como un maestro por varias generaciones de poetas. Lo anterior es un mérito para el peruano que desarrolló su obra sobre todo desde Francia en época en que vivían los mayores poetas de la lengua en el siglo xx, tanto de España como de toda Hispanoamérica. Vallejo se distinguió entre ellos no como una voz más, sino como una esencial.
Casi como a Gabriela Mistral, lo definen cuatro libros de poemas: Los heraldos negros, el cimero Trilce, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz. Los dos primeros fueron ampliamente conocidos en vida del autor, los dos últimos, entre los que descuella su obra maestra en Poemas humanos, fueron en esencia póstumos y contribuyeron a decantar a la obra de Vallejo entre lo más alto de la poesía mundial de su momento. Y sigue siendo obra cimera de la literatura hispanoamericana. Hay que reconocer que en buena medida el reconocimiento vallejiano se debió a la difícil lucha de su viuda, la escritora francesa Georgette Marie Philippart Travers, mejor conocida como Georgette Vallejo, mujer de carácter fuerte, impulsiva y que defendió la memoria de su esposo hasta el último día de su vida.
Trilce fue poco comprendido al salir publicado, luego se reconoció como el máximo ejemplo de la vanguardia en América. No puede decirse que el manejo del idioma sea lo primordial o único en él, aunque sin dudas resulta una de sus virtudes, pero es indudable que los contenidos poemáticos dictan una diferencia con la poesía de su hora y ofrecen una originalidad, si no por ellos mismos, por la manera singular en que los expresa. Pocas veces el sintagma contenido-forma ha encontrado mejores virtudes de correspondencia. Pero Trilce no es solo un libro básico de las vanguardias letradas, es asimismo un libro humanísimo, una obra maestra y sobre todo, deleitable en su lectura. En cualquier época que se lea, regala vitalidad, no es un clásico para atesorar, guardar, no visualizar, porque Trilce contiene «aquello» que llamamos «eterno» en el acto poético, en el poema.
Toda la poesía de Vallejo está transida por el dolor de ser, un sentido existencial visible no trinchera en el existencialismo como filosofía, sino en cierto sentido metafísico del ser que pregunta sobre su vida, sobre su dolor de vivir bajo «golpes tan fuertes». Con Los heraldos negros, Trilce y Poemas humanos tenemos la trilogía poética más intensa de su obra, y uno de los hitos de la poesía en lengua española, sobre todo hispanoamericana. Y hay versos suyos de un relieve extraordinario: «Melancolía, saca tu dulce pico ya» , «Esta tarde llueve como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón», «¿Qué estará haciendo ahora mi andina y dulce Rita / de junco y capulí» (versos mágicos estos, sobre una Rita andina que es cualquier mujer dulce y de capulí), «Hasta cuándo estaremos esperando lo que / no se nos debe…», «Dios mío, estoy llorando el ser que vivo», primeros versos llenos de una intensidad asombrosa, sencillos y hondos.
«Las personas mayores / ¿a qué hora volverás?», estos dos versos son representativos del Vallejo asumido niño, que mira al mundo con el asombro prístino de la infancia, que está descubriéndolo a cada paso. Ojos de Adán, ojos de infancia, no concibe cómo puede haber dolor en medio de la belleza del mundo y allá se va el niño: «De la noche a la mañana voy / sanando lengua a las más mudas equis», y el asombro se hace cotidiano, conversable: «Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande». César Vallejo tiene los ojos anchos, abiertos de extrañeza, y de pronto: «Murió la eternidad y estoy velándola», porque: «¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida». Ese sentido ingenuo, revelador, descubridor, lo lleva mirar al mundo como ante un terremoto, y «reanudo mi día de conejo», donde hay que tener «confianza en el anteojo, no en el ojo», o «confianza en la maldad, no en el malvado», para llegar a conclusión difícil y extrañamente vital: «César Vallejo ha muerto, le pegaban / todos sin que él les haga nada…».
César Vallejo vive, está vivo como pocos, él vino para enseñarnos cómo nos pegan sin que les hagamos nada, él vino para enseñarnos como un cadáver «siguió muriendo», él vino para estremecernos con sus palabras universales, uno de esos poetas que no podemos leer sin sentir un hondo estremecimiento.
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