Al contrario de lo que sucede con otros autores —más preocupados por el juicio de la Historia—, Charles Baudelaire (1821-1867) se deja conocer en sus escritos (en los que siempre se expresó sin tapujos) de igual o mejor forma que en sus actos. No fue un escritor prolífico, tampoco una figura literaria de primera línea en aquel segundo tercio del siglo XIX (eclipsado, entre otros, por Víctor Hugo o Alejandro Dumas). A pesar de ello, su descaro a la hora de enfrentarse a los gustos establecidos y a las normas literarias predominantes, junto a la característica sinceridad que rastreamos en sus obras, le dieron finalmente una merecida fama gracias a la que sus contemporáneos pudieron comprender mejor, aunque incómodamente, su tiempo y a sí mismos.
«La vida no posee más que un encanto verdadero: el encanto del juego. Pero ¿y si nos resulta indiferente ganar o perder?»
Las consecuencias del vertiginoso desarrollo urbanístico que en aquel tiempo comenzaba a convertir París en una gran metrópoli —paulatina industrialización, diseño de enormes avenidas, etc., desarrollo al que Baudelaire asistió durante toda su vida— le inclinaron a observar con actitud recelosa el concepto de progreso y todo cuanto este pudiera traer consigo: «La virtud es artificial, sobrenatural —aseguraba—. El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte».
Pero pronto nos asalta uno de los mayores atractivos de la obra del francés: los fuertes contrastes y las contradicciones cordiales de su pensamiento. En 1863 nuestro protagonista publicaba un interesante artículo, bajo el título de «Elogio del maquillaje», en el que abogaba por la huida de lo natural en favor de aquellas conductas humanas que tienden a «sobrepasar la naturaleza», a hacer un «permanente y sucesivo esfuerzo de reforma de la naturaleza». En contra del concepto de buen salvaje de Rousseau, Baudelaire elogiaba todo cuanto estuviera relacionado con lo artificial: debemos alejarnos de todo lo natural, auténtica sede y origen del mal. Mientras, aquella ciudad de París de la que por momentos renegó, no cesaba de cambiar: de devenir, precisamente, «artificial».
Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es un gozo de rebajarse.
Baudelaire escribió aquellas líneas ya próximo a su muerte, cuando los achaques de distintas enfermedades (provocadas por sus excesos de juventud —droga, alcohol y prostitución—) hacían mella en su cuerpo y en su ánimo. En ellas intenta justificar una trayectoria vital que siempre interpretará bajo la sombra del arrepentimiento. Un arrepentimiento que no tiene su base en acciones reprobables, sino en la permanente huida del tiempo. Esta concepción de la existencia como un viaje efímero del que hay que dar cuenta quedó claramente expresada en dos de los poemas más célebres de Las flores del mal: «El reloj» y «Lo irreparable», en los que rastreamos versos como estos: «Acuérdate que el Tiempo es un ávido jugador / que gana sin hacer trampas, ¡en todo lance!, es la ley», o «¡Lo Irreparable roe con sus dientes malditos!».
«¡Qué diferente y qué poco es lo que queda de un hombre, a excepción del recuerdo! Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento».
En ninguno de ellos encontramos la confesión de un hombre arrepentido por un acto concreto o por la comisión de alguna fechoría cualquiera. Más allá, a Baudelaire le interesa subrayar el carácter crónico de uno de los males endémicos de nuestra existencia: el tedio de vivir, «el fruto de la melancólica falta de curiosidad», una indiferencia dolorosa que quedó recogida bajo el nombre de spleen. En una carta que Baudelaire dirigió a su madre en 1957 define certeramente este concepto: «Lo que siento es un inmenso desánimo, una sensación de aislamiento insoportable, una ausencia total de deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier diversión».
«Crueldad y voluptuosidad, sensaciones idénticas, como el calor extremo y el extremado frío».
Mucho tiene que ver con el spleen nuestra conciencia fragmentada, siempre en tensión entre dos extremos: el bien y el mal. Baudelaire se deja arrastrar en este punto por Poe, a quien leyó, estudió y tradujo, y al que creyó sin duda cuando el autor norteamericano explicaba que la perversidad, como fuerza primitiva e irresistible, hace que el hombre sea «sin cesar y a la vez homicida y suicida, asesino y verdugo». Los seres humanos somos ángeles caídos, divididos esencialmente en dos mitades que se excluyen y repudian de manera constante:
¿Qué es la caída? —escribía Baudelaire en Mi corazón al desnudo—. Si es la unidad que se convierte en dualidad, es Dios quien cae. En otros términos, ¿no será la creación la caída de Dios?
Hay que estar siempre ebrio. Nada más: ese es todo el asunto. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que os fatiga la espalda y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.
Es más, nos vemos atraídos misteriosa y permanentemente hacia el mal: aquella perversidad constituye una fuente inagotable de placeres para quien da rienda suelta a sus inclinaciones satánicas. Ya curtido por la experiencia que dan los años, Baudelaire no dudaba en afirmar que «la voluptuosidad única y suprema del amor radica en la certidumbre de hacer el mal. Y tanto el hombre como la mujer saben de nacimiento que en el mal se encuentra toda voluptuosidad». Baudelaire es tajante en este sentido: Dios necesita a Satán para mostrar su poder tanto como Satán necesita de Dios para afirmarse frente a él. Es por eso que ambas fuerzas, inextinguibles, despiertan en el alma humana sentimientos encontrados de temor y veneración.
Nuestra necesidad de acudir a la divinidad depende, en última instancia, de la imagen que guardemos de nosotros mismos. El fuerte y seguro de sí (términos que recuerdan mucho a Nietzsche) no necesitará echar mano del consuelo de la creencia, mientras que los que caen presa de la desgracia —y la hacen suya como si fueran culpables— buscarán a Dios. Así, Baudelaire mencionaba este mandamiento en Mi corazón al desnudo: «Ser un gran hombre y un santo para sí mismo, he aquí la única cosa importante».
«Este es uno de los caracteres más interesantes de la Belleza, el misterio».
También el progreso, la industrialización y el comercio fomentan la innata perversión humana. El poeta —y el artista en general— es, por el contrario, un repudiado, un paria, alguien a quien se excluye de la sociedad por todo cuanto se atreve a denunciar públicamente: «el mundo está compuesto de gentes que no pueden pensar más que en común, en bandas» —aseguraba Baudelaire—. Solo puede existir un único progreso moral: el del individuo en su unicidad. La sociedad adocena, adoctrina y empuja a pensar de forma uniforme, erradicando toda eminencia que pretenda resaltar: «Religiosa embriaguez de las grandes ciudades. Panteísmo. Yo soy Todos. Todos, soy yo». Tal es el placer de sumergirse en la masa, que también esconde un aspecto anímico, existencial: cuando nos mezclamos en una multitud nos sentimos solos porque experimentamos de primera mano la indiferencia —y en ocasiones el desprecio— de quienes nos rodean.
«Sin el don divino de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar este terrible desierto del tedio?».
Baudelaire muere persuadido de que el hombre hace el mal porque sufre, por su condición de desterrado en un escenario que, salvo excepciones, siempre le es hostil. El mal no existiría y sería superfluo si no se diera el sufrimiento, que además es siempre creciente. Aunque —y quizás fuera su único alivio— por encima de este mundo que arremete con la fuerza de un vendaval, siempre planeará el poeta, que no dudará en intentar descubrir entre tanto contraste una unidad que parece perdida para siempre.
Convencido de que la temporalidad afecta decisivamente al núcleo de la moral, Baudelaire redactó Las flores del mal —su obra más conocida, publicada por vez primera en 1857— a sabiendas de que la dualidad entre placer y dolor, unida a la conciencia de la fugacidad del tiempo, constituye lo más característico del ser humano. El libro se vio envuelto desde el principio en la polémica. Las autoridades parisinas pusieron enseguida en marcha una campaña de escarnio mediante la que se declaró que Las flores del mal entrañaba «un desafío lanzado a las leyes que protegen la religión y la moral». Tanto el autor como sus editores fueron llevados a juicio, acusados de ultrajar la moral pública y las buenas costumbres.
En esta obra, Baudelaire se propuso extraer la belleza del mal y ponerla a disposición de un público «aristocrático»: no se dirige a las masas, sino a la élite espiritual que pueda comprender su mensaje. Su intento de escandalizar y poner en vilo los convencionalismos sociales más arraigados de la época tuvo éxito… al precio de que las autoridades civiles cercenaran el texto original y consintieran su futura publicación sin incluir aquellos poemas que con más fuerza atentaban contra el fomento de la virtud.
En Las flores del mal quedan planteados los temas que más preocuparon a Baudelaire durante toda su vida: el amor, el avance inexorable del tiempo, su relación con las mujeres y el sexo, la brevedad de la existencia, el aburrimiento, la muerte y el papel del artista en la sociedad. Aunque nada es capaz de calmar el gusto del autor por la nada, que llega a convertirse en verdugo de sí mismo: «¡Ay, todo es abismo; —acción, deseo, sueño, palabra!», suspira Baudelaire.
Los Pequeños poemas en prosa, que su autor nunca llegó a ver publicados en vida, «son —en palabras de Baudelaire— como las Flores… pero con mucha más libertad, y más detalles, y más humor». En ellos no se abandona el terreno moral y se continúa la investigación sobre el mal, aunque en este caso la perspectiva es más social que individual. En las Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos, Baudelaire se preguntaba qué es un poeta: dado que la existencia es un gigantesco jeroglífico, su labor es la de actuar como una suerte de traductor o descifrador. Por eso, «sé siempre poeta, incluso en prosa», invitaba. Por su parte, en Los paraísos artificiales y El vino y el hachís, Baudelaire pone sobre la mesa los efectos de las drogas y el alcohol —que no tuvo reparos en experimentar a lo largo de toda su vida.
Por último, es digna de mención una de sus obras menos conocidas, quizás porque se trata de su única novela, donde Baudelaire se autorretrata de manera magistral: La Fanfarlo, redactada alrededor de 1843, en la que narra las cuitas de su alter ego, Samuel Crane, personaje que se verá envuelto en una enrevesada trama amorosa que le llevará a confesar sentimientos de los que se creía a salvo.
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Tomado de El vuelo de la lechuza
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