Nadie ejemplificó tan a la perfección la mala vida. Probablemente porque pocos la padecieron tan de cerca como Charles Bukowski, capaz de retratar los suburbios del propio ser humano. Su literatura transgresora aún sigue acumulando adeptos 30 años después de su fallecimiento, manteniendo vivo el recuerdo de todo un personaje cuyo perfil también guardaba una gran dosis de intelectualidad.
Bukowski encontró en Los Ángeles su hogar, tras huir su familia de Alemania cuando era pequeño y mudarse a Baltimore antes. Pocos como él desentrañaron la cara oscura de una ciudad dominada por el glamour y la ostentosidad. La misma a la que pertenecería hasta el fin de sus días.
Tal vez fue su dura infancia, marcada por la violencia que empleaba su padre contra él. O su inacabada etapa en la universidad. En cualquier caso, aquel cúmulo de experiencias marcaron su habitual estilo crudo, sin paliativos, presente en todas sus obras.
El alcohol fue el refugio para escapar de la soledad y del desencanto de aquellos tiempos. Entre aquellos tragos, una de las bibliotecas públicas de la metrópoli, atraído por la publicación de John Fante Pregúntale al Polvo, fue testigo de los primeros pasos del autor, que soñaba con alcanzar la fama con rapidez y al que su falta de paciencia le terminó por alejar de la escritura durante más de 10 años.
Fue John Martin, editor de Black Sparrow Press, quien le rescató para la causa, aunque ya había escrito algunos cuentos y también columnas. Algunos vicios como la bebida o el sexo ya eran parte habitual de su vida. Al igual que su presencia en el hipódromo.
Ascenso
De aquella unión surgió Cartero, una novela en la que rememora parte de su larga experiencia como trabajador de una oficina de correos. 100 dólares mensuales tuvieron la culpa de que Bukowski se dedicara al oficio de la pluma a tiempo completo. También una úlcera que le había llevado a ser hospitalizado.
Pese a que luego el crédito y el reconocimiento llegaron, con sus publicaciones incluso convertidas en guiones para películas de cine, no le importó dejar primero todo de lado con tal de dedicarse de manera plena a lo que quiso. Incluso si moría de hambre. Su pasión siempre fue inquebrantable.
Nunca olvidó sus orígenes. El llamado realismo sucio fue su manera de retratar la vida convencional de millones de estadounidenses. Aquella que a él le había tocado sufrir desde siempre y que aborrecía.
A Cartero le siguieron otras novelas como Fáctotum, Mujeres o Pulp. En todas ellas imperaba su lenguaje mordaz, puede que demasiado explícito en algunos casos, poniendo frente al espejo la decadencia de la clase media y baja americana.
Porque todo fueron más sombras que luces en él. Henri Chinaski, su encarnación autobiográfica en la mayoría de sus escritos, fue el encargado de que pudiéramos conocer parte del desenfreno y los vicios que le acompañaron en sus experiencias.
Tan incomprendido como admirado, nunca dejó indiferente a nadie. Fue un hombre posiblemente atormentado con su difícil relación con el mundo en general, desde temprana edad. Ejemplo de ello es La senda del perdedor, en la que explica, con su habitual lenguaje directo, las complicadas situaciones que hubo de pasar tanto en su casa como en la escuela durante su etapa de adolescente.
Charles Bukowski murió en San Diego por culpa de la leucemia, un 9 de marzo de 1974, con 73 años de edad. El poeta maldito decía adiós como una de las personalidades más icónicas de Los Ángeles, alcanzando una trascendencia que lo convertiría en un autor de masas.
A petición propia, tres monjes budistas llevaron su cuerpo al cementerio. La frase «no lo intentes» que aparece en su lápida siempre quedará como un aviso por parte del que sí logró atreverse.
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Tomado de El día de Segovia
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