Chateaubriand: poeta, novelista, político, viajero
Sobre el autor
François-René, vizconde de Chateaubriand (Saint-Malo, Bretaña, 4 de septiembre de 1768- París, 4 de julio de 1848) fue un diplomático, político y escritor francés considerado el fundador del romanticismo en la literatura francesa. Hoy les ofrecemos fragmentos de su famoso viaje a Tierra Santa conocido como De París a Jerusalén, publicado originalmente en 1811.
Fragmentos de su obra
Parte primera: La Grecia
Habiendo ya formado el plan de la obra de los Mártires y escrito la mayor parte de ella, antes de darle la última mano quise ver el país en el que coloco la escena, pues si otros pueden sacar de sí mismos los materiales de sus composiciones, yo necesito buscarlos a costa de mucho trabajo, y por lo tanto la descripción de aquellos parajes célebres que no se hallen en esta obra se encontrarán en aquella.
A esta razón se añadía aun otra, y era que un viaje al oriente completaba los estudios que siempre me propuse concluir. En los desiertos de América había contemplado yo los monumentos de la naturaleza; entre los de los hombres no conocía aún más que dos especies de antigüedades, la céltica y la romana, quedándome por recorrer las ruinas de Atenas, de Memfis y de Cartago, y también quería hacer mi peregrinación a Jerusalén.
Qui devoto
il grand sepolcro adora, è scioglie il voto.
Al dejar de nuevo a mi patria el 13 de julio de 1806, no temí volver la cabeza como el senescal de Champaña, pues que me miraba como extranjero en mi país, no abandonando mi palacio ni cabaña alguna.
Conocía ya el camino de París a Milán; aquí tomé el de Venecia, viendo en todas partes casi como en el Milanesado un terreno pantanoso, fértil y desagradable por su monotonía. Me detuve un poco a ver los monumentos de las artes en Verona, Vicenza y Padua, y con esto llegué a Venecia el 23, permaneciendo aquí cinco días para examinar los restos de su pasada grandeza, y algunos buenos cuadros del Tintoretto, de Pablo Veronés, de su hermano, del Basan y del Tiziano. Me costó algún trabajo el hallar en una iglesia abandonada el sepulcro de este último pintor, bien que lo mismo me había sucedido en Roma con el del Taso. Ni me parecen mal colocadas en una ermita las cenizas de un religioso y desgraciado poeta. El cantor de la Jerusalén parece haberse refugiado a este desconocido sepulcro como huyendo de la persecución de los hombres. El mundo está lleno de su fama, y él descansa obscuramente a la sombra de un hermoso naranjo.
Salí de Venecia el día 28, y me embarqué a las diez de la noche para pasar a la tierra firme. El viento de sureste soplaba bastante para hinchar las velas, mas no para agitar el mar. A medida que la barca se iba alejando veía yo perderse en el horizonte las luces de Venecia, y me parecían manchas entre las olas las sombras de las muchísimas islas que están como sembradas en aquellos parajes. Estas islas tienen muchas iglesias y monasterios; oía las campanas de los hospicios y de los lazaretos, recordándome ideas de beneficencia y de sosiego en el imperio de las tempestades y de los peligros. Nos acercamos tanto a una de ellas que casi distinguimos a los religiosos que miraban pasar nuestra góndola; me parecieron marineros antiguos, que después de largos viajes habían logrado descansar en el puerto, y tal vez bendecían al viajero, acordándose haber sido como él, forasteros en la tierra de Egipto. «Fuistis enim et vos advena in terrâ Egypti».
Antes de amanecer llegué a la tierra firme y fui en posta a Trieste; no me aparté de mi camino para pasar a Aquilea, ni tuve curiosidad alguna de ver la brecha por donde los godos y los hunos penetraron en la patria de Horacio y de Virgilio, ni de buscar los rastros de aquellos ejércitos que ejecutaban la venganza de Dios. Entré en Trieste el 29 a medio día. Es una ciudad bien edificada al pie de una cordillera de montañas estériles, y no posee monumento alguno de antigüedad; goza de un muy hermoso cielo, y se diría que el último soplo de Italia viene a expirar en esta costa donde comienza ya Berbería.
Mr. Séguier, Cónsul de Francia en Trieste, me hizo el favor de buscarme un buque, y hallándose uno que iba a dar a la vela para Esmirna, me arreglé con el capitán en que me dejaría al paso en las costas de Morea, debiendo yo atravesar por tierra el Peloponeso aguardándome él con el buque algunos días a la punta del Ática, pudiendo luego seguir su viaje si yo no perecía.
Hicimos a la vela el 1 de agosto a la una de la mañana, y al salir del puerto hallamos los vientos contrarios; la Itria presentaba a lo largo del mar una tierra baja, apoyada en lo interior a una cordillera de montes. El Mediterráneo colocado en el centro de los países civilizados, cubierto de hermosísimas islas, y bañando costas plantadas de mirtos, palmeras y olivos, presenta al instante la idea de aquel mar donde nacieron Apolo, las Nereidas y Venus, mientras que el océano abandonado a las tempestades y rodeado de desconocidas tierras, debía ser la cuna de las fantasmas de Escandinavia.
El 2 a la hora del medio día, el viento se volvió favorable, pero las nubes que se amontonaban hacia el poniente nos presagiaban una tempestad; y en efecto oímos los primeros truenos hacia la costa de Croacia; a las tres se recogieron las velas, y se colgó una lamparita en la cámara del capitán, a los pies de una imagen de nuestra Señora; no hay cosa que trastorne más la vana sabiduría humana que los peligros; el hombre entonces busca el refugio de la religión, pues en medio de las tempestades más le tranquiliza la lámpara encendida delante de la Virgen, que las ideas de su fútil filosofía.
A las siete de la noche la tempestad estaba en su mayor fuerza, y entre truenos y torrentes de lluvia nuestro capitán austriaco comenzó a rogar por el emperador Francisco ii, por nosotros, y por los marineros sepolti in questo sacro mare. Los marineros de pie y descubiertos unos, arrodillados otros sobre los cañones, respondían al capitán.
Siguió la tempestad parte de la noche. Estaban recogidas todas las velas y las gentes del equipaje se habían retirado, quedando yo casi solo al lado del marinero que tenía la caña del timón. De este modo había pasado noches enteras en mares más borrascosos; pero entonces era joven, y el ruido de las olas, la soledad del océano, los vientos, los escollos, y los peligros, me eran otros tantos placeres. He advertido en este último viaje que las cosas han mudado de aspecto para mí; conozco ahora cuan poco valen todas las ilusiones de nuestra primera juventud, y sin embargo, tal es la inconsecuencia humana, que aún recorría los mares, me abandonaba a la esperanza, iba a buscar imágenes y colores para adornar pinturas que me acarrearían, tal vez, nuevas penas y persecuciones. Me paseaba por el navío, y de tiempo en tiempo venía a escribir algunas de mis observaciones a la luz de la lámpara que alumbraba la brújula del piloto, el cual me miraba con admiración, creyendo que yo fuese algún oficial de marina francés que estudiaba como él el rumbo del buque, sin que llegase a sospechar que mi brújula no era tan buena como la suya, y que él hallaría más seguramente el puerto que yo.
Al otro día, que lo era el 3 de agosto, se fijó el viento al norte y pasamos con rapidez por delante de las islas de Pomo y Pelagosa. Dejamos a la izquierda las últimas islas de la Dalmacia, y descubrimos a la derecha el monte Santángelo, antes Gárgano, que cubre la Manfredonia, cerca de las ruinas de Siponto, sobre las costas de Italia.
El día 4 nos sobrevino la calma, pero habiendo vuelto a levantar el viento al ponerse el sol, seguimos nuestro camino. A las dos, la noche era en extremo apacible, y entonces oí a un grumete cantar el principio del séptimo canto de la Jerusalén.
Intanto Erminia infra Pombrose piante.
La música era una especie de recitado muy subido en la entonación, bajando a las notas más graves al caer el verso. Sobremanera me agradaba este cuadro de la felicidad campestre recordado por un marinero en medio del mar. Los antiguos, que en todo han sido nuestros maestros, han conocido este contraste en las costumbres. Teócrito ha puesto a veces a sus pastores en las orillas del mar, y Virgilio se complace en oponer el descanso del labrador a los trabajos del marinero.
Envitat genialis hyems, curasque relovit:
Ceu presea cum jam portum tetigêre carinae,
Puppibus et laeti nautae imposuêre coronas.
En el invierno frío
Los labradores sus convites hacen,
Y lo que en el estío,
Trabajando a porfía se deshacen,
Los días trastocados,
Se reparan y alivian de cuidados.
Así como el navío,
Que en el mar de las olas apremiado,
Había perdido el brío,
Cuando en el puerto se halla sosegado,
Todo es en sus riberas
Hacer fiestas, y colgar banderas.
El 5 el viento arreció bastante y nos trajo un pájaro de color ceniciento muy semejante a la alondra; le amparamos, pues por lo general agrada mucho a los marineros cuanto se contrapone a su vida agitada; y así gustan de lo que les recuerda la de los campos, como el ladrido de los perros, el canto del gallo y el paso de las aves terrestres. A las once de la mañana del mismo día, nos hallamos a las puertas del Adriático, es decir, entre el cabo de Otranto en Italia, y el de la Lingüeta en Albania.
Hallábame allí en las fronteras de la antigüedad griega y en los confines de la antigüedad latina. Pitágoras, Alcibiades, Escipión, César, Pompeyo, Cicerón, Augusto, Horacio y Virgilio pasaron por estos mares; y todos estos tan célebres personajes, ¡cuán diversas fortunas no abandonaron a la inconstancia de aquellas mismas olas! Y yo, desconocido viajante, siguiendo el rumbo mismo de los bajeles que condujeron a los grandes hombres de Grecia y de Italia, iba a buscar las musas en su patria; pero ni soy Virgilio, ni los dioses habitan ya el Olimpo.
Nos dirigíamos hacia la isla de Fano, que algunos quieren sea la de Calipso; y aunque no descubrí más que peladas y blanquecinas rocas, plantaré, si se quiere, con Homero un bosque abrasado por los fuegos del sol, pinos y olmos llenos de nidos de cornejas marinas, o hallaré con Fenelón bosques de naranjos y montañas cuya caprichosa figura forme el horizonte más hermoso y grato a la vista. ¡Desgraciado del que no vea a la naturaleza con los ojos de Fenelón y de Homero!
A cosa del anochecer se echó el aire, se calmó el mar, y el navío quedó inmóvil. Con sumo gozo contemplaba yo por primera vez el ponerse el sol en el hermoso cielo de Grecia. Teníamos a la izquierda la isla de Fano y la de Corciro, que se prolongaba hacia el oriente, por encima de ellas se descubrían las elevadas tierras del continente de Epiro, los montes Acroceraunios, que ya habíamos pasado, formaban al norte y a nuestra espalda un círculo que se terminaba a la entrada del Adriático; a nuestra derecha, es decir, al occidente, se iba ya ocultando el sol más allá de las costas de Otranto; delante teníamos el inmenso mar que se extiende hasta las costas de África.
No eran muy vivos los colores del cielo hacia el poniente; se obscurecía el sol entre nubes que sonrosaba con sus rayos; perdiose en el horizonte y le sucedió un crepúsculo de media hora. En tanto el cielo era blanco al poniente, de azul caído el zenit, y de perla oscura al levante. Las estrellas fueron rompiendo poco a poco por aquella hermosa y variada bóveda; parecían pequeñas y poco refulgentes, su luz era dorada y tan suave cual no podré pintar. Los horizontes del mar cubiertos de un ligero vaporcillo se confundían con los del cielo. Al pie de la isla de Fano o de Calipso, se descubría un fuego encendido por los pescadores, y con poco que me hubiese dejado llevar de la imaginación, hubiera podido ver a las ninfas quemando el bajel de Telémaco; y también hubiera visto a Nausicaa jugar con sus compañeras, o a Andrómaca llorando en las orillas del falso Simios, pues que columbraba a lo lejos y entre sombras los montes de Scheria y de Buthroto.
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