François-René, vizconde de Chateaubriand (Saint-Malo, Bretaña, 4 de septiembre de 1768 – París, 4 de julio de 1848) fue un diplomático, político y escritor francés considerado el fundador del romanticismo en la literatura francesa. Hoy les ofrecemos fragmentos de su famoso viaje a Tierra Santa conocido como De París a Jerusalén, publicado originalmente en 1811.
Parte primera: La Grecia
Habiendo ya formado el plan de la obra de los Mártires y escrito la mayor parte de ella, antes de darle la última mano quise ver el país en el que coloco la escena, pues si otros pueden sacar de sí mismos los materiales de sus composiciones, yo necesito buscarlos a costa de mucho trabajo, y por lo tanto la descripción de aquellos parajes célebres que no se hallen en esta obra se encontrarán en aquella.
A esta razón se añadía aun otra, y era que un viaje al oriente completaba los estudios que siempre me propuse concluir. En los desiertos de América había contemplado yo los monumentos de la naturaleza; entre los de los hombres no conocía aún más que dos especies de antigüedades, la céltica y la romana, quedándome por recorrer las ruinas de Atenas, de Memfis y de Cartago, y también quería hacer mi peregrinación a Jerusalén.
…Qui devoto
il grand sepolcro adora, è scioglie il voto.
Al dejar de nuevo a mi patria el 13 de julio de 1806, no temí volver la cabeza como el senescal de Champaña, pues que me miraba como extranjero en mi país, no abandonando mi palacio ni cabaña alguna.
Conocía ya el camino de París a Milán; aquí tomé el de Venecia, viendo en todas partes casi como en el Milanesado un terreno pantanoso, fértil y desagradable por su monotonía. Me detuve un poco a ver los monumentos de las artes en Verona, Vicenza y Padua, y con esto llegué a Venecia el 23, permaneciendo aquí cinco días para examinar los restos de su pasada grandeza, y algunos buenos cuadros del Tintoretto, de Pablo Veronés, de su hermano, del Basan y del Tiziano. Me costó algún trabajo el hallar en una iglesia abandonada el sepulcro de este último pintor, bien que lo mismo me había sucedido en Roma con el del Taso. Ni me parecen mal colocadas en una ermita las cenizas de un religioso y desgraciado poeta. El cantor de la Jerusalén parece haberse refugiado a este desconocido sepulcro como huyendo de la persecución de los hombres. El mundo está lleno de su fama, y él descansa obscuramente a la sombra de un hermoso naranjo.
Salí de Venecia el día 28, y me embarqué a las diez de la noche para pasar a la tierra firme. El viento de sureste soplaba bastante para hinchar las velas, mas no para agitar el mar. A medida que la barca se iba alejando veía yo perderse en el horizonte las luces de Venecia, y me parecían manchas entre las olas las sombras de las muchísimas islas que están como sembradas en aquellos parajes. Estas islas tienen muchas iglesias y monasterios; oía las campanas de los hospicios y de los lazaretos, recordándome ideas de beneficencia y de sosiego en el imperio de las tempestades y de los peligros. Nos acercamos tanto a una de ellas que casi distinguimos a los religiosos que miraban pasar nuestra góndola; me parecieron marineros antiguos, que después de largos viajes habían logrado descansar en el puerto, y tal vez bendecían al viajero, acordándose haber sido como él, forasteros en la tierra de Egipto. «Fuistis enim et vos advena in terrâ Egypti».
Antes de amanecer llegué a la tierra firme y fui en posta a Trieste; no me aparté de mi camino para pasar a Aquilea, ni tuve curiosidad alguna de ver la brecha por donde los godos y los hunos penetraron en la patria de Horacio y de Virgilio, ni de buscar los rastros de aquellos ejércitos que ejecutaban la venganza de Dios. Entré en Trieste el 29 a medio día. Es una ciudad bien edificada al pie de una cordillera de montañas estériles, y no posee monumento alguno de antigüedad; goza de un muy hermoso cielo, y se diría que el último soplo de Italia viene a expirar en esta costa donde comienza ya Berbería.
Mr. Séguier, Cónsul de Francia en Trieste, me hizo el favor de buscarme un buque, y hallándose uno que iba a dar a la vela para Esmirna, me arreglé con el capitán en que me dejaría al paso en las costas de Morea, debiendo yo atravesar por tierra el Peloponeso aguardándome él con el buque algunos días a la punta del Ática, pudiendo luego seguir su viaje si yo no perecía.
Hicimos a la vela el 1 de agosto a la una de la mañana, y al salir del puerto hallamos los vientos contrarios; la Itria presentaba a lo largo del mar una tierra baja, apoyada en lo interior a una cordillera de montes. El Mediterráneo colocado en el centro de los países civilizados, cubierto de hermosísimas islas, y bañando costas plantadas de mirtos, palmeras y olivos, presenta al instante la idea de aquel mar donde nacieron Apolo, las Nereidas y Venus, mientras que el océano abandonado a las tempestades y rodeado de desconocidas tierras, debía ser la cuna de las fantasmas de Escandinavia.
El 2 a la hora del medio día, el viento se volvió favorable, pero las nubes que se amontonaban hacia el poniente nos presagiaban una tempestad; y en efecto oímos los primeros truenos hacia la costa de Croacia; a las tres se recogieron las velas, y se colgó una lamparita en la cámara del capitán, a los pies de una imagen de nuestra Señora; no hay cosa que trastorne más la vana sabiduría humana que los peligros; el hombre entonces busca el refugio de la religión, pues en medio de las tempestades más le tranquiliza la lámpara encendida delante de la Virgen, que las ideas de su fútil filosofía.
A las siete de la noche la tempestad estaba en su mayor fuerza, y entre truenos y torrentes de lluvia nuestro capitán austriaco comenzó a rogar por el emperador Francisco ii, por nosotros, y por los marineros sepolti in questo sacro mare. Los marineros de pie y descubiertos unos, arrodillados otros sobre los cañones, respondían al capitán.
Siguió la tempestad parte de la noche. Estaban recogidas todas las velas y las gentes del equipaje se habían retirado, quedando yo casi solo al lado del marinero que tenía la caña del timón. De este modo había pasado noches enteras en mares más borrascosos; pero entonces era joven, y el ruido de las olas, la soledad del océano, los vientos, los escollos, y los peligros, me eran otros tantos placeres. He advertido en este último viaje que las cosas han mudado de aspecto para mí; conozco ahora cuan poco valen todas las ilusiones de nuestra primera juventud, y sin embargo, tal es la inconsecuencia humana, que aún recorría los mares, me abandonaba a la esperanza, iba a buscar imágenes y colores para adornar pinturas que me acarrearían, tal vez, nuevas penas y persecuciones. Me paseaba por el navío, y de tiempo en tiempo venía a escribir algunas de mis observaciones a la luz de la lámpara que alumbraba la brújula del piloto, el cual me miraba con admiración, creyendo que yo fuese algún oficial de marina francés que estudiaba como él el rumbo del buque, sin que llegase a sospechar que mi brújula no era tan buena como la suya, y que él hallaría más seguramente el puerto que yo.
Al otro día, que lo era el 3 de agosto, se fijó el viento al norte y pasamos con rapidez por delante de las islas de Pomo y Pelagosa. Dejamos a la izquierda las últimas islas de la Dalmacia, y descubrimos a la derecha el monte Santángelo, antes Gárgano, que cubre la Manfredonia, cerca de las ruinas de Siponto, sobre las costas de Italia.
El día 4 nos sobrevino la calma, pero habiendo vuelto a levantar el viento al ponerse el sol, seguimos nuestro camino. A las dos, la noche era en extremo apacible, y entonces oí a un grumete cantar el principio del séptimo canto de la Jerusalén.
Intanto Erminia infra Pombrose piante.
La música era una especie de recitado muy subido en la entonación, bajando a las notas más graves al caer el verso. Sobremanera me agradaba este cuadro de la felicidad campestre recordado por un marinero en medio del mar. Los antiguos, que en todo han sido nuestros maestros, han conocido este contraste en las costumbres. Teócrito ha puesto a veces a sus pastores en las orillas del mar, y Virgilio se complace en oponer el descanso del labrador a los trabajos del marinero.
Envitat genialis hyems, curasque relovit:
Ceu presea cum jam portum tetigêre carinae,
Puppibus et laeti nautae imposuêre coronas.
En el invierno frío
Los labradores sus convites hacen,
Y lo que en el estío,
Trabajando a porfía se deshacen,
Los días trastocados,
Se reparan y alivian de cuidados.
Así como el navío,
Que en el mar de las olas apremiado,
Había perdido el brío,
Cuando en el puerto se halla sosegado,
Todo es en sus riberas
Hacer fiestas, y colgar banderas.
El 5 el viento arreció bastante y nos trajo un pájaro de color ceniciento muy semejante a la alondra; le amparamos, pues por lo general agrada mucho a los marineros cuanto se contrapone a su vida agitada; y así gustan de lo que les recuerda la de los campos, como el ladrido de los perros, el canto del gallo y el paso de las aves terrestres. A las once de la mañana del mismo día, nos hallamos a las puertas del Adriático, es decir, entre el cabo de Otranto en Italia, y el de la Lingüeta en Albania.
Hallábame allí en las fronteras de la antigüedad griega y en los confines de la antigüedad latina. Pitágoras, Alcibiades, Escipión, César, Pompeyo, Cicerón, Augusto, Horacio y Virgilio pasaron por estos mares; y todos estos tan célebres personajes, ¡cuán diversas fortunas no abandonaron a la inconstancia de aquellas mismas olas! Y yo, desconocido viajante, siguiendo el rumbo mismo de los bajeles que condujeron a los grandes hombres de Grecia y de Italia, iba a buscar las musas en su patria; pero ni soy Virgilio, ni los dioses habitan ya el Olimpo.
Nos dirigíamos hacia la isla de Fano, que algunos quieren sea la de Calipso; y aunque no descubrí más que peladas y blanquecinas rocas, plantaré, si se quiere, con Homero un bosque abrasado por los fuegos del sol, pinos y olmos llenos de nidos de cornejas marinas, o hallaré con Fenelón bosques de naranjos y montañas cuya caprichosa figura forme el horizonte más hermoso y grato a la vista. ¡Desgraciado del que no vea a la naturaleza con los ojos de Fenelón y de Homero!
A cosa del anochecer se echó el aire, se calmó el mar, y el navío quedó inmóvil. Con sumo gozo contemplaba yo por primera vez el ponerse el sol en el hermoso cielo de Grecia. Teníamos a la izquierda la isla de Fano y la de Corciro, que se prolongaba hacia el oriente, por encima de ellas se descubrían las elevadas tierras del continente de Epiro, los montes Acroceraunios, que ya habíamos pasado, formaban al norte y a nuestra espalda un círculo que se terminaba a la entrada del Adriático; a nuestra derecha, es decir, al occidente, se iba ya ocultando el sol más allá de las costas de Otranto; delante teníamos el inmenso mar que se extiende hasta las costas de África.
No eran muy vivos los colores del cielo hacia el poniente; se obscurecía el sol entre nubes que sonrosaba con sus rayos; perdiose en el horizonte y le sucedió un crepúsculo de media hora. En tanto el cielo era blanco al poniente, de azul caído el zenit, y de perla oscura al levante. Las estrellas fueron rompiendo poco a poco por aquella hermosa y variada bóveda; parecían pequeñas y poco refulgentes, su luz era dorada y tan suave cual no podré pintar. Los horizontes del mar cubiertos de un ligero vaporcillo se confundían con los del cielo. Al pie de la isla de Fano o de Calipso, se descubría un fuego encendido por los pescadores, y con poco que me hubiese dejado llevar de la imaginación, hubiera podido ver a las ninfas quemando el bajel de Telémaco; y también hubiera visto a Nausicaa jugar con sus compañeras, o a Andrómaca llorando en las orillas del falso Simios, pues que columbraba a lo lejos y entre sombras los montes de Scheria y de Buthroto.
Prodigiosa veterum mendacia vatum.
Los climas influyen más o menos en el diferente gusto de los pueblos; en Grecia v.g. todo es suave, tierno, sosegado en la naturaleza y en los escritos de los antiguos. Así pues, cuando se ha visto el cielo sereno y puro, y los graciosos paisajes de Atenas, de Corinto y de Jonia, fácilmente se comprende porqué la arquitectura del Partenón tiene tan excelentes proporciones, y porqué la escultura antigua es tan sencilla, tan natural y de tan fácil ejecución. En la patria de las musas la naturaleza misma aleja del error, y hace amar las proporciones y la armonía.
Siguió la calma el día 6, y pude considerar despacio a Corfú o Corciro, donde Ulises habiendo naufragado aportó desnudo. Me acordé de las guerras civiles de Coreyro pintadas con tanta elocuencia por Tucidides. Aquí estuvieron los famosos jardines de Alcinoo que pinta Homero. Aristóteles vino a expiar, desterrado aquí, los errores de una pasión que no siempre vence la filosofía. También estuvo en esta isla Alejandro siendo joven y reinando su padre Filipo. Muchos ciudadanos de Corciro alcanzaron coronas en los juegos olímpicos, y los versos de Simónides y las estatuas de Polycleto, inmortalizaron sus nombres. Corciro, continuó siendo en tiempo de los romanos el teatro igualmente de la gloria y de la desgracia. Después de la batalla de Farsalia, Catón encontró a Circón en Corciro. ¡Qué asunto tan grande para un buen cuadro! ¡Qué hombres! ¡Qué dolor! ¡Qué golpe de fortuna! Veríase a Catón queriendo ceder a Cicerón, porque había sido cónsul, el mando de las legiones republicanas que aún quedaban. Separáronse luego; desgarróse el uno las entrañas en Utica, entregó el otro su cabeza a los triunviros. Poco tiempo después Antonio y Octavia celebraron en Corciro aquel fatal himeneo que tantas lágrimas costó al mundo; y apenas se pasó medio siglo cuando Agripina vino a este mismo paraje a celebrar los funerales de Germánico, como si esta isla debiese presentar a dos historiadores rivales en talento, en dos lenguas también rivales, el asunto de dos admirables cuadros.
Otro orden de cosas y de sucesos, de hombres y de costumbres, hace se repita a menudo el nombre de Corciro (entonces ya Corfú) en la historia Bizantina, en la de Nápoles y de Venecia, y en la colección; Gesta Dei per Francos. De Corfú salió aquel ejército de los cruzados que colocó a un caballero francés en el trono de Constantinopla. Pero si yo hablase de Apolidoro, obispo de Corfú, que se distinguió por su doctrina en el concilio de Nicea, de San Arseno y de Jorge, obispos también de esta célebre isla; si dijese que la iglesia de Corfú fue la única que se libertó de la persecución de Diocleciano; y que Helena madre de Constantino, comenzó en Corfú su peregrinación al oriente, temería se burlasen de mí los espíritus fuertes. Porque ¿cómo nombrar a San Jasón y a San Sopistrato apóstoles de los corcyrienses, el reinado de Claudio, habiendo hablado de Homero, de Aristóteles, de Alejandro, de Cicerón, de Catón y de Germánico? Y sin embargo ¿no es infinitamente más grande un mártir de la verdad, que un mártir de la independencia? ¿Catón sacrificándose por la libertad de Roma, es más heroico que Sopistrato, dejándose quemar en un toro de bronce para predicar a los hombres, que son hermanos, que deben amarse y socorrerse, y elevarse hasta la presencia del verdadero Dios practicando las virtudes?
Tenía yo tiempo de recordar todas estas memorias a la vista de la costa de Corfú, pues nos detenía allí una completa calma; pero tal vez desea el lector que un buen viento me lleve a Grecia y le liberte de mis digresiones, y es lo que en efecto sucedió el día siete por la mañana. Se levantó la brisa de noroeste y tomamos el cabo de Cefalonia. El día ocho teníamos a nuestra izquierda a Leucates, ahora Santa Maura, que se confundía con un elevado promontorio de la isla de Ítaca, y con las tierras bajas de Cefalonia. Ya no se ve en la patria de Ulises ni al bosque del monte Nereo, ni los trece perales de Alertes. Saludé de lejos a la cabaña de Eumeo y al sepulcro de aquel perro célebre por su ingratitud: se llamaba Math, y creo que su amo era un rey de Inglaterra de la casa de Lancaster. La historia ha querido conservar el nombre de este perro ingrato, cual conserva el de un hombre que permanece fiel en la desgracia.
El 9 costeamos la Cefalonia y caminamos rápidamente hacia Zante, Nemorosa Zacynthos. En la antigüedad eran tenidos los habitantes de esta isla por oriundos de Troya, y pretendían descender de Zacyntho, hijo de Dárdano, el cual trajo a Zacyntho una colonia. Fundaron a Sagunto en España, eran aficionados a las nobles artes, y les gustaba oír cantar los versos de Homero, muchas veces dieron asilo a los romanos que se hallaban proscritos, y aún se quiere decir que se hallaron en esta isla las cenizas de Cicerón. Si en efecto Zante fue el refugio de los desterrados, la venero y apruebo sus nombres de Isola d’Oro, de Fior de Levante. Este nombre de flor me recuerda que el jacinto era originario de la isla de Zante, y que esta isla recibió su nombre de la flor, así pues en la antigüedad para alabar a una madre, se añadía a veces a su nombre el de su hija.
Con impaciencia aguardaba el instante de descubrir las costas de Grecia, buscábalas con la vista en el horizonte, y creía verlas en todas las nubes. El día 10 por la mañana, estaba ya sobre el puente antes de que saliese el sol, y cuando rayaba por el mar columbré a lo lejos confusos y elevados montes, eran los de Elide y sin duda la gloria es una cosa real y verdadera, pues que de este modo agita el corazón de quien solo puede juzgar de ella. A las diez de la mañana pasamos delante de Ambarino, la antigua Pylos, oculta por la isla de Sphacteria, nombres igualmente célebres el uno en la fábula, y el otro en la historia. Al medio día echamos el ancla delante de Modon, en otro tiempo Methone, en Mesenia. A la una ya había yo saltado en tierra, y pisaba el suelo de Grecia; estaba a diez leguas de Olimpia y a treinta de Esparta, en el camino que llevó Telémaco cuando fue a preguntar a Menelao noticias de su padre Ulises, y aún no hacía un mes que yo había salido de París.
Nuestro bajel fondeó a una media legua de Modon, entre el canal que forma el continente con las islas Sapienza y Cabrera, antes Enusa. Mirando desde este punto a las costas del Peloponeso, hacia Ambarino, parecen áridas y sombrías. Detrás de estas costas se elevan a cierta distancia, en las tierras, montañas que parecen ser de una arena muy blanca cubierta de marchitas hierbas, y sin embargo aquellos eran los montes Egaleos a cuya vertiente estaba Pylos. Modon es una ciudad de la edad media, cercada con murallas góticas, casi arruinadas. Ni un buque en el puerto, ni un hombre en la playa, sólo silencio, abandono, olvido. Me embarqué en una chalupa con el capitán para ir a tomar lengua a tierra. Nos acercamos a la costa, iba ya a arrojarme a aquella desierta orilla y a saludar a la patria del talento y de las artes, cuando con la bocina nos hablaron desde una de las puertas de la ciudad. Hubimos de volver la proa hacia el castillo de Modon, y desde lo lejos alcanzamos a ver sobre la punta de una roca varios jenízaros cubiertos de armas, y diferentes turcos, atraídos por la curiosidad. Cuando estuvimos más cerca nos gritaron en italiano: Ben venuti! Como un verdadero griego, presté atención a esta primera palabra de buen agüero oída en la costa de Mesenia. Los turcos se echaron al agua para sacar nuestra chalupa a tierra, y nos ayudaron a saltar sobre la roca. Hablaban todos a un tiempo, y hacían mil preguntas al capitán en griego y en italiano. Entramos en la ciudad por su medio arruinada puerta, y nos hallamos en una calle, o más bien en un verdadero campamento, que me recordó al instante la bella expresión de Mr. De Bonald. «Los turcos están acampados en Europa». Es increíble hasta qué punto es exacto este dicho en toda su extensión y bajo todos sus respetos. Estos tártaros de Modon estaban sentados a sus puertas con las piernas cruzadas sobre unas mesillas de madera, a la sombra de unos malos toldos colgados de unas casas a otras. Fumaban sus pipas, bebían café, y contra la idea que me había formado de la taciturnidad de los turcos, reían, hablaban a un tiempo, y hacían gran ruido.
Pasamos a casa del Agá, que hallamos encaramado sobre una especie de catre de campaña, bajo un cobertizo. Le dijeron el motivo de mi viaje, y me recibió con cordialidad, asegurándome que me mandaría dar caballos y un jenízaro de escolta para poder ir a Coron, donde estaba Mr. Vial, Cónsul de Francia, y que podía atravesar sin miedo por la Morea, que los caminos estaban muy seguros, pues se habían degollado a trescientos o cuatrocientos bandidos.
Ved aquí el suceso. Hacia el monte Ithomo había una cuadrilla de cincuenta bandoleros que infestaban los caminos. El Bajá de Morea, Osman-Bajá, pasó a aquellos parajes e hizo cercar las aldeas donde los ladrones acostumbraban refugiarse. Hubiera sido cosa larga y muy fastidiosa para un turco el detenerse a distinguir el inocente del culpado, y así cual si fuesen bestias feroces mataron a cuanta gente se encontró en aquella especie de cacería. Cierto es que acabaron con los ladrones, pero también con trescientos aldeanos griegos que eran del todo inocentes.
Desde la casa del Agá pasamos a la habitación del vicecónsul de Alemania, que vivía en el arrabal de los griegos fuera de la ciudad, pues en todas las plazas de armas, los griegos están separados de los turcos. Luego pasé un rato al bajel en un caique, en el que volví al instante a tierra.
Dejé a bordo a mi criado francés, que se llamaba Julián, al que mandé fuese a aguardarme con el buque a la punta del Ática o a Esmirna, si yo no llegaba a tiempo. Me puse un cinturón donde tenía todo mi dinero en oro, me armé de pies a cabeza, y tomé otro criado milanés llamado José, que era un estañero de Esmirna, y hablaba un poco el griego moderno, con lo que podía servirme de intérprete. Me despedí del capitán y entré con José en el caique, pero como el viento era fuerte y contrario, tardamos cinco horas en llegar al puerto, aunque solo distaba media legua, y aún estuvimos a punto de zozobrar. Un turco ya viejo, con la barba cana, de ojos vivos y sepultados bajo espesas cejas, que enseñaba unos dientes muy largos y en extremo blancos, el cual unas veces callaba, y otras daba espantosos gritos, gobernaba el timón, pareciéndoseme al tiempo que en su barca pasaba un viajero a las desiertas costas de Grecia. Ya me estaba aguardando en la playa el vicecónsul, y nos fuimos a su casa. De camino admiraba yo los sepulcros de los turcos que estaban bajo la sombra de corpulentos cipreses, a cuyos pies venían a estrellarse las olas del mar. En aquellos bosquecillos vi varias mujeres tapadas con velos blancos, que parecían sombras o fantasmas, y esta fue la única cosa que me recordó un poco la patria de las musas. El cementerio de los cristianos confina con el de los musulmanes, está arruinado y no tiene ni árboles, ni piedras sepulcrales. No hay cosa más triste que estos dos cementerios, donde se advierte hasta en la igualdad e independencia de la muerte, la distinción del tirano y del esclavo.
El abate Barthelemy ha hallado a Methone de tan poco interés en la antigüedad, que se ha contentado con hacer mención de sus pozos de agua bituminosa. Sin gloria en medio de todas aquellas ciudades edificadas por los dioses, o celebradas por los poetas, Methone no se halla en las poesías de Píndaro que forman, con las obras de Homero, los brillantes archivos de Grecia. Ni tampoco hablan de ella ninguno de los autores antiguos, o se contentan sólo con nombrarla, por lo cual nosotros la pasaremos también en silencio, pues que ningún interés ofrece su historia.
El vicecónsul alemán vivía en una miserable choza, pero con la mayor cordialidad me dio parte de su cena, que se reducía a una sandía, pasas y pan moreno, mas hallándose uno tan cerca de Esparta, no debía manifestarse delicado en la mesa. Fuime luego a acostar al cuartejo que me habían dispuesto, y en toda la noche no pude pegar los ojos, porque ¿cómo era posible que yo durmiese oyendo el ladrido de los perros de Laconia, y el ruido del viento de Elide?
El día 11 a las tres de la mañana, ya estaba gritando el jenízaro que partiésemos para Coron. Al instante montamos a caballo, y voy a pintar el orden con que marchamos, porque fue el mismo en todo el viaje. Iba el primero de todos, el guía o postillón griego a caballo, que llevaba otro de la brida para relevar al que se cansase. Seguía el jenízaro con su gran turbante, dos pistolas, y un puñal a la cintura, un sable al lado, y un látigo en la mano para arrear al caballo del postillón. Seguía yo armado del mismo modo, y llevando además una escopeta. Cerraba la marcha mi criado José, que era un hombrecillo rubio, fresco de rostro, barrigudo, y de risueño aspecto, estaba vestido de terciopelo azul, dos largas pistolas de arzón le arremangaban su chupa de un modo tan ridículo, que el jenízaro no podía mirarle nunca sin morirse de la risa. Mi equipaje consistía en una alfombra, para sentarme, una pipa, un cazo para el café, y unos chales para cubrirme la cabeza de noche. Partíamos cuando el postillón daba la señal, trepábamos con fuerte trote por las montañas, y bajábamos a galope por entre los precipicios. Es menester resignarse a ello, pues los militares turcos no conocen otro modo de caminar, y el menor miedo o prudencia que manifestaseis, os expondría a su desprecio. Pero vais sentados en sillas de mamelucos, cuyos anchos y cortos estribos os doblan las piernas, os rompen los pies, y despedazan los hijares del caballo. A cualquiera tropezón o mal paso el alto pomo de la silla os rompe el pecho, y si os tiráis atrás también os rompe las costillas, pues es igualmente alto el reborde. Sin embargo, en acostumbrándose uno, halla útiles dichas sillas por lo seguro que va en carrera tan peligrosa.
Cada jornada y siempre en el mismo caballo, es de ocho a diez leguas: a la mitad de la jornada se les deja descansar sin darles de comer, y luego vuelve uno a montar y sigue su carrera; por la noche se llega a veces a un kan, que viene a ser un abandonado y miserable cobertizo, y se pasa la noche sobre una podrida tabla entre nubes de insectos y reptiles. Nada se os da en estas especies de posadas si no lleváis firmanes de posta, y tenéis que buscar de comer. Mi jenízaro salía a recorrer las aldeas, y volvía algunas veces con pollos que yo me obstinaba en pagar, los asábamos sobre ramas verdes de oliva, o los guisábamos con arroz, que es lo que los turcos llamanpilau. Nos echábamos en el suelo para comer, que lo hacíamos con los dedos, y luego íbamos a lavarnos las barbas y las manos al primer arroyo que encontrábamos, y de este modo se viaja en la patria de Alcibíades y de Aspasia.
Aún era de noche cuando salimos de Modon, y me parecía caminar por los desiertos de América, pues reinaba allí la misma soledad y silencio. Tomamos hacia el mediodía y pasamos por un gran olivar. Al rayar el alba nos hallamos ya en la cima de los montes más áridos que jamás he visto. Caminamos por allí unas dos horas sin ver más hierbas que juncos y matorrales espinosos y medio secos. Por entre los olivares descubrimos el mar hacia el levante, bajamos después a una cañada donde vimos algunas tierras sembradas de cebada y de algodón. Pasamos por un arroyo casi seco lleno de laurel rosa y de agnocastos, y cito estos dos arbustos porque se hallan casi en toda Grecia, y son los únicos que cubren aquellos parajes desiertos ahora y antes tan hermosos y risueños. Y a este propósito debo decir aquí, que en la patria del Iliso, del Alpheo, y del Erymantho, no he visto más que tres ríos que no se hayan secado, y son el Pamiso, el Cephiso, y el Eurotas. Preciso es que se me perdone aún la especie de indiferencia y como impiedad, conque a veces escribo los nombres más célebres y armoniosos, pues aunque uno no quiera se familiariza en Grecia con Temístocles, Epaminondas, Sófocles, Platón y Tucídides, y es menester tener suma veneración poética para no pasar el Citheron, el Menalo o el Liceo, como se pasan los montes vulgares.
Al salir de la cañada comenzamos a trepar por nuevos montes. Nuestro conductor me repitió muchas veces nombres que me eran desconocidos, pero juzgando por la situación, aquellos montes debían formar parte de la cordillera del Temathio. Entramos pronto en un olivar donde había muchas adelfas, agnocastos, cornizos y otros arbustos. Dominaban al olivar varias encumbradas rocas, y habiendo trepado nosotros a lo más alto de ellas, descubrimos el golfo de Mesenia cercado por todas partes de montes, entre los que sobresalía el Ithomo por hallarse separado de los demás, y el Taygeto por sus dos agudas puntas: al ver aquellos famosos montes, repetí cuantos versos sabía en su elogio.
Un poco más debajo de la cumbre del Temathio, y tirando hacia Coron, vimos una miserable alquería griega, cuyos habitantes huyeron al acercarnos nosotros. Conforme íbamos bajando descubríamos a nuestros pies la rada y el puerto de Coron donde se veían anclados algunos buques, la escuadra del capitán Bajá Calamata. Al llegar a la llanura que está al pie de los montes, y que se extiende hasta el mar, dejamos a nuestra derecha una aldea, en medio de la cual se veía un castillejo, y tanto la aldea como el castillo se hallaban cercados por un gran cementerio turco cubierto de cipreses. Nuestro guía al enseñarme aquellos árboles los llamaba parisos. Un antiguo habitante de la Mesenia me hubiera contado en otro tiempo la historia de aquel joven de Amyclea, cuyo nombre sólo han conservado a medias los mesenienses modernos, pero este nombre, aunque desfigurado, repetido en aquellos parajes, delante de un ciprés y del Taygeto, me causó un placer que los poetas comprenderán muy bien. Tenía yo un consuelo mirando los sepulcros de los turcos, pues consideraba que los bárbaros conquistadores de Grecia habían hallado también la muerte en aquella tierra que destruyeron. Pero por otra parte estos sepulcros presentaban una vista muy agradable, la adelfa crecía al pie de los cipreses, que parecían unos grandes obeliscos negros, entre aquellos árboles revoloteaban y arrullaban muchas tortolitas blancas, y palomas de hermoso plumaje azul, la hierba se movía blandamente en derredor de las columnistas fúnebres decoradas con turbantes, una fuente edificada por un xerife derramaba su agua en el camino para alivio de los viajeros, con gusto se detendría uno en un cementerio, en el que el laurel de Grecia dominado por el ciprés del oriente, parecían recordar dos pueblos cuyas cenizas descansaban en aquellos parajes.
Desde este cementerio a Coron hay unas dos leguas de camino, y nosotros pasamos siempre por entre grandes olivares sembrados de trigo ya medio segado. El terreno que a lo lejos parecía una llanura igual, está cortado por algunas ramblas desiguales y profundas. Mr. Vial, que entonces era Cónsul de Francia en Coron, me recibió con aquella hospitalidad que tan general es en los cónsules de levante. Me llevó a su casa, despidió a mi jenízaro y me dio uno de los suyos que me acompañase por la Morea y me llevase a Atenas. Como el capitán Bajá estaba entonces en guerra con los maniotas, no pude pasar a Esparta por la Calamata, que si se quiere será Calathion, Cardamyla o Talames, en la costa de Laconia, casi enfrente de Coron. Me resolví, pues, a dar una gran vuelta, e ir a buscar el desfiladero de las puertas de Leondari, y pasar luego a Tripolizza para solicitar del Bajá de Morea el firman necesario para pasar el istmo, que desde Tripolizza volvería a Esparta, y de aquí tomaría por los montes el camino de Argos, de Micenas y de Corinto.
Mr. Vial, me acompañó para recorrer a Coron, que no es más que un montón de ruinas modernas y también me enseñó el paraje por donde los rusos cañonearon la ciudad en 1770, época fatal para la Morea, pues que los albaneses degollaron a casi todos sus habitantes. Según los viajes de Pellegrin hechos en 1715 y 1719, el término de Coron comprendía entonces ochenta aldeas, pero en el día creo que no lleguen a cinco. Todo aquel arruinado país pertenece a varios turcos dueños de tres o cuatro mil pies de olivos, y los cuales en un harén de Constantinopla, malgastan la herencia de Aristómenes. Saltábanseme las lágrimas al ver las manos del griego esclavo, empapadas inútilmente en aquel aceite que a los brazos de sus padres daba el necesario vigor para triunfar de los tiranos.
La casa del cónsul dominaba el golfo de Coron, y desde mi ventana veía el mar de Mesenia pintado del azul más hermoso, a mi frente y al otro lado de este mar se elevaba la alta cordillera del Taygeto, cubierta de nieve, y con razón comparada a los Alpes por Polibio, pero a los Alpes bajo un cielo más hermoso. A mi derecha se extendía el ancho mar y a mi izquierda, en lo interior del golfo descubría el monte Ithomo, solo como el Vesubio y truncado como él en su cima. No podía apartar la vista de aquel cuadro, ¡Qué ideas no inspira el aspecto de estas costas desiertas de Grecia, donde sólo se oye el continuo silbido del viento y el bramido de las olas! Algunos cañonazos que el capitán Bajá hacía tirar de cuando en cuando contra las rocas de los maniotas, era la única cosa que interrumpía aquel triste ruido con otro mucho más triste aún. En toda la vasta extensión de los mares, no se descubría más que la escuadra de aquel caudillo de bárbaros, lo que me traía a la memoria aquellos piratas americanos que plantaban su sangrienta bandera en una tierra desconocida, tomando posesión de un hermoso país en nombre de la esclavitud y de la muerte, o más bien creía ver las naves de Alárico alejarse de Grecia reducida por él a cenizas, llevándose los despojos de los templos, los trofeos de Olimpia, y las rotas y mutiladas estatuas de la libertad y de las artes.
Partí de Coron el día 12, a las dos de la mañana colmado de atenciones por Mr. Vial, el cual me dio una carta de recomendación para el Bajá de Morea y otra para un turco de Misitra. Me embarqué con José y mi nuevo jenízaro en un caique para pasar a la embocadura del Pamiso, en lo interior del golfo de Mesenia. En pocas horas de una feliz travesía me hallé en el mayor río del Peloponeso, donde nuestro barquichuelo encalló por faltarle el agua. El jenízaro fue a traer caballos de Nissi, que es un lugar de bastante consideración, situado a tres o cuatro millas del mar, subiendo por el Pamiso. Este río estaba cubierto de bandadas de pájaros silvestres, cuyos juegos me entretenían hasta la vuelta del jenízaro. Sería por cierto cosa muy agradable el reunir siempre la historia natural a la del hombre: entonces se complacería uno en ver las aves de paso, dejar los desconocidos pueblos del Atlántico para visitar los famosos del Eurotas y del Cephiso. La providencia para confundir nuestra vanidad, ha permitido que los animales conociesen antes que el hombre la verdadera extensión de la morada del hombre, y tal ave americana fijaba tal vez la atención de Aristóteles, en los ríos de Grecia, cuando el filósofo ni aún siquiera sospechaba que hubieses el nuevo mundo. La antigüedad nos ofrecería en sus anales una multitud de relaciones entre cosas muy diferentes; y muchas veces la marcha de los ejércitos y aun de naciones enteras vendría como a enlazarse con los viajes de algunas aves solitarias, o las emigraciones pacíficas de las gacelas y de los camellos.
En esto volvió el jenízaro con un guía y cinco caballos. Pasamos a Nissi que me parece no conocido en la antigüedad, vi al baiboda, que era un griego joven y muy afable, que me presentó dulces y vino. No lo admití y seguí mi camino para Tripolizza.
Nos dirigimos hacia el monte Ithomo, dejando a la izquierda las ruinas de Mesenia, de la cual aún quedan nueve torres enteras y una parte considerable de la muralla. Llegamos a las tres de la tarde al pie de Ithomo, que parece es el que en el día llaman monte Vulcano.
Pasamos por muchas aldeas, la mayor parte de ellas acabadas de destruir por el bajá en su última expedición contra los bandidos. En todos estos lugares solo vi una mujer que no desmentía la sangre de los Heraclidas en sus ojos azules, su altura y belleza. La Mesenia fue casi siempre infeliz, pues un país fértil es a veces un desgraciado bien para el pueblo que lo habita. Al considerar las actuales ruinas, se diría que los feroces lacedemonios acababan de destruir la patria de Aristodemo. Un grande hombre cuidó de vengar a otro no menos grande. Epaminondas reedificó los muros de Mesenia, pero por desgracia se puede acusar a esta ciudad de la muerte de Philopemon. Los arcades vengaron esta muerte y se llevaron las cenizas de su compatriota Megalopolis. Pasaba yo con mi pequeña caravana precisamente por los mismos caminos por donde hacía dos mil años que había pasado la pompa fúnebre del último de los griegos.
Después de haber costeado el monte Ithomo, atravesamos por un arroyo que corría hacia el norte y que podría muy bien ser una de las fuentes del Balyra. Jamás desafié a las musas, ni me pusieron ciego como a Tamyris; y si tengo una lira, tampoco la he arrojado al Balyra, exponiéndome a ser convertido en ruiseñor después de mi muerte. Por algunos años aún quiero dar culto a las nueve hermanas y luego abandonaré sus altares. No me mueve la corona de rosas de Anacreonte, pues la mejor corona de un anciano son sus canas y la memoria de una honrosa vida.
Más abajo, a las orillas del Balyra, debía estar Andanias y hubiera yo querido descubrir a lo menos algunas ruinas del palacio de Merope, pero estaba muy apartado de nuestro camino para distraerse a esto. Pasé por una desigual llanura cubierta de crecida hierba y de piaras de caballos, como las sabanas de la Florida, para llegar a un valle donde se reúnen los encumbrados montes de Arcadia y de Laconia. El Liceo se presentaba delante aunque un poco a nuestra izquierda y probablemente nos hallábamos sobre el terreno de Steniclaro. No oí a Tyrteo cantar al frente de los batallones de Esparta, pero en su lugar encontré en aquel mismo paraje a un turco que montaba un arrogante caballo sirviéndole dos griegos de mozos de espuela. Al instante que por mi traje conoció que yo era un franco, se dirigió hacia mí gritando en francés: «La Morea es un excelente país para viajar. En Francia desde París a Marsella hallaba yo en todas partes camas y posadas. Estoy muy cansado: vengo de Coron por tierra y voy a Leondari. Y vos ¿dónde vais?». Le respondí que a Tripolizza. «Pues bien —dijo el turco— iremos juntos hasta el kan de las Puertas, pero estoy muy cansado, mi querido señor». Este turco tan atento era un mercader de Coron que había estado en Marsella; de Marsella a París y de París a Marsella.
Ya era de noche cuando llegamos a la entrada del desfiladero en los confines de Mesenia, de Arcadia y de Laconia. El camino se va poco a poco elevando por el lado de Mesenia y baja muy suavemente hacia Laconia. Tal vez este es aquel mismo paraje en que Orestes, atormentado por la primera aparición de la Eumenides, se cortó un dedo con los dientes.
Nuestra caravana se metió pronto en aquella angostura y así todos caminábamos en fila y silenciosamente, pues el camino a pesar de la atroz justicia del bajá, no parece que era muy seguro y teníamos que caminar con toda precaución. A la media noche llegamos a la mitad del desfiladero, el ruido del agua y un corpulento árbol nos indicaron que era una piadosa fundación de un devoto de Mahoma. En Turquía todos los establecimientos públicos se deben a los particulares, el estado no hace nada por el estado. Estos establecimientos son hijos del espíritu de religión y no del amor a la patria, porque allí no la hay, y debo advertir que todas estas fuentes, estos kanes y estos puentes se van arruinando y pertenecen a los primeros tiempos del imperio, pues no creo haber encontrado en ninguno de mis caminos una sola fábrica moderna. De lo que debemos inferir que se debilita entre los musulmanes el espíritu de religión, aunque falsa, y que con la religión el estado social de los turcos está cercano a su total ruina.
Entramos en el kan por una caballeriza, subimos por una mala escalera a una cámara muy sucia. El mercader turco se tiró sobre una estera repitiendo siempre: «éste es el mejor kan de toda Morea: desde París a Marsella hallaba yo en todas partes camas y posadas». Procuraba consolarle convidándole con la mitad de la cena que había traído de Coron, pero él me respondía: «estoy tan cansado, mi querido señor, que voy a morir». Se lamentaba, se tiraba de las barbas y se limpiaba la frente con su chal, exclamando: «¡Alá!» y sin embargo comía con famoso apetito la parte de cena que al principio había rehusado.
Me separé de aquel buen hombre el día 13 al amanecer y empleamos tres horas en pasar los desfiladeros, entrando luego en una llanura cultivada que llega hasta Leondari. Estábamos allí en la Arcadia fronterizos de Laconia.
Dejando a la derecha a Leondari, ciudad enteramente moderna, pasamos por entre encinas muy viejas, venerables restos de algún bosque sagrado. Un enorme buitre colgado en la punta de un árbol ya seco, parecía estar aguardando allí que pasase algún Augur. Vimos salir el sol por encima del monte Boreas; nos apeamos al pie de este monte para subir un camino abierto a pico en la misma roca; estos caminos se llamaban de la escala en Arcadia.
No pude hallar en Morea ni caminos griegos ni vías romanas. Para pasar por los terrenos bajos y pantanosos hay unas calzadas turcas de dos pies y medio de ancho, pues como no hay un solo carruaje de ruedas en esta parte de Peloponeso, basta con esta especie de sendas para que pasen los asnos de las aldeas y los caballos de la tropa.
Nos hallábamos cerca de una de las fuentes del Alpheo y con la mayor ansia buscaba yo todas las ramblas, las que estaban enteramente secas sin que ninguna de ellas pudiese indicarme aquel famoso río de la antigüedad. El sol nos abrasaba. En los pocos y secos matorrales que encontrábamos, había muchas cigarras que callaban al acercarnos y volvían a chillar: no se oía más ruido que éste o las canciones de nuestro guía. Cuando un postillón griego monta a caballo comienza una canción que dura todo el camino y por lo común es una larga historia, como nuestros romances de ciegos, la que disipa el fastidio de los descendientes de Lino. ¿Es antigua esta música? ¿Pertenece a la segunda escuela de la música de los griegos o sube hasta los tiempos olímpicos? Decidan esta cuestión las personas inteligentes, pero me parece oír aún las canciones de mis desgraciados guías, de noche, de día, al salir y ponerse el sol, en las soledades de la Arcadia, en las orillas del Eurotas, en los desiertos de Argos, de Corinto y de Megara, parajes todos donde ya no resuena la voz de las Menades, donde cesaron de cantar las musas, donde sólo se oye al infeliz griego que parece llorar en tristes cánticos las desgracias de su patria.
…Soli periti cantare
Arcades!
Hasta que llegué a Tripolizza no había visto una ciudad enteramente turca. Los techos encarnados de ésta, sus minaretes y sus cúpulas me agradaron a primera vista. Tripolizza está situada en una parte bastante árida del valle del Tegeo y en una de las vertientes del Menalo, que me pareció desnudo de árboles y hierbas.
Ya dije que Mr. Vial me había dado una carta de recomendación para el Bajá de Tripolizza, y al otro día de mi llegada que fue el 14 de agosto, pasé a ver a S.E. después de varias ceremonias. Su palacio es una espaciosa casa de madera, en cuyo centro se ve un gran patio con un corredor que da vueltas por los cuatro lados. Me hicieron aguardar en una sala donde hallé algunos papás y al patriarca de Morea, los cuales hablaban mucho entre sí y tenían todos los modales lisonjeros de los cortesanos griegos del Bajo Imperio.
Después de haberme hecho aguardar dos largas horas me introdujeron en la sala del bajá, el cual era un hombre como de cuarenta años, de hermoso aspecto. Estaba sentado o más bien echado sobre un diván, vestido de un caftán de seda, con un puñal guarnecido de brillantes en el cinto y un turbante blanco en la cabeza. Un anciano que tenía muy larga barba, estaba con el mayor respeto a su derecha (tal vez sería el verdugo), un dragomán griego estaba sentado a sus pies; había tres pajes de pie derecho que tenían pastillas de ámbar, tenacillas de plata y lumbre para la pipa.
Me acerqué a saludar a S.E. poniendo la mano en mi pecho, le presenté la carta del cónsul y me senté sin aguardar a que me lo mandase. Osman me preguntó por medio de su intérprete de donde venía, a donde iba y qué quería. Yo le respondí que iba en peregrinación a Jerusalén y que pasaba por Morea para ver las antigüedades romanas; que quería un firman de posta para tener caballos y un permiso para pasar el istmo.
El bajá me contestó con afabilidad que me concedería los firmanes y cuanto yo quisiese, y enseguida me preguntó si yo era militar y si había estado en la expedición de Egipto; y le respondí que en otro tiempo había servido a mi patria, pero que jamás había estado en Egipto. Osman me dijo que los franceses le habían hecho prisionero en la batalla de Abukir y que le habían tratado muy bien, lo que nunca olvidaría.
Después de haberme hecho el honor de darme café, me despedí. Pasando de vuelta a mi casa, vi algunas ruinas que me parecieron antiguas y me acordé que estaba en los campos de los Tegeos, yo era un franco con ropa corta y sombrero y salía de la audiencia de un tártaro con ropa larga y turbante, y esto en medio de Grecia.
Eheu fugaces labuntur anni!
He advertido que los turcos miran con suma indiferencia el que sea o no hermoso el país que habitan y en cuanto a esto no se parecen a los árabes, los cuales, gustando siempre de un hermoso cielo y de un terreno pintoresco y delicioso, lloran aún el haber perdido a Granada. Parece que Tripolizza es una ciudad moderna construida entre Mantinea, Tegea y Orcomeno.
Partí el 15 para Sarta, donde deseaba llegar. A una legua hacia el poniente, saliendo de Tripolizza, nos detuvimos a ver algunas ruinas, y eran las de un convento griego arruinado por los albaneses en el tiempo de la guerra de los rusos, pero en sus paredes se advertían aún trozos de excelente arquitectura. Pude leer en una la palabra tegcates, de lo que inferí que Tegea estaría en las cercanías de aquel convento. Se hallan en aquellos campos muchas medallas. Compré tres a un aldeano que me las vendió muy caras, pues los griegos a fuerza de ver viajeros comienzan a conocer el valor de sus antigüedades.
Seguimos nuestro camino entre norte y poniente y habiendo andado tres horas por un terreno medio cultivado, entramos en un desierto que va a parar al valle de Laconia. Una rambla entre estériles montes nos servía de camino. Encontramos luego un kan a la sombra de dos plátanos y al lado de una fuentecita. Allí dejamos descansar nuestras caballerías, pues hacía diez horas que estábamos a caballo. No encontramos para comer más que leche de cabras y algunas almendras.
A medida que nos acercábamos a Laconia, se hacían mayores los montes y más poblados de árboles. Los valles que se formaban entre ellos eran estrechos y pequeños. A cosa del medio día descubrimos un kan tan miserable como el anterior, no obstante que le decoraba la bandera otomana. En un espacio de veintidós leguas, éstas eran las dos únicas habitaciones que habíamos encontrado. El cansancio y el hambre nos obligaron a permanecer en tan sucio albergue más tiempo del que hubiéramos querido. El dueño de aquel kan era un turco viejo, cuyo rostro manifestaba su mal genio. Estaba sentado en un caramanchón que había encima de las cuadras y adonde subían las cabras a hacerle compañía y llenarle de inmundicias. No se dignó levantar de su asqueroso basurero para dar de comer a los perros cristianos, como ellos dicen, sino que con terrible voz llamó a un pobre muchacho griego que estaba en cueros y tenía el cuerpo hinchado de la fiebre y de los latigazos que de continuo le daba su amo, el cual nos trajo leche de ovejas en un cacharro muy sucio y aun para beberla hube de salir, pues las cabras y cabritillas me perseguían por cogerme un pedazo de bizcocho que tenía en la mano. Yo había comido con los salvajes, su oso y su perro sagrados, después participé del festín de los beduinos; pero jamás he comido con tanta suciedad como en este primer kan de Laconia; y sin embargo casi en aquellos mismos parajes pastaron los ganados de Menéalo, el cual dio un banquete a Telémaco. «Todos se apresuraban en el palacio real, los criados traían las víctimas y los exquisitos vinos, y sus mujeres, ceñidas las frentes con blanquísimas cintas, preparaban el banquete».
A las tres de la tarde salimos del kan y a las cinco llegamos a la cima de unos montes, desde donde descubríamos al frente el Taygeto, a sus pies Misitra y el valle de Laconia. Bajamos por una especie de escalera abierta a pico en la misma roca: vimos un puente de sólo un arco y muy bien fabricado que reunía dos montecillos, por medio de los cuales corría un riachuelo. Vadeamos sus cristalinas aguas por entre grandes cañaverales y hermosos laureles rosa cubiertos de flores. Este río que pasaba yo sin conocerle era el Eurotas. Llegamos a Misitra a la caída de la tarde.
Mr. Vial me había dado una carta de recomendación para uno de los principales turcos de Misitra, llamado Ibraim-Bey. Nos apeamos en el patio de su casa y sus esclavos me llevaron a la sala de los huéspedes, la cual estaba llena de musulmanes que también viajaban. Me coloqué entre ellos sobre el diván y lo mismo hicieron José y mi jenízaro. Nadie me preguntó quién era, ni de dónde venía. Siguieron fumando, durmiendo o charlando, sin siquiera mirarme.
En esto entró Ibraim, que era un anciano como de sesenta años y de muy afable rostro, pero estaba afligido por tener malo a su hijo menor y así me dejó pasado un breve rato para ir a cuidarle. Me trajeron café y no de cenar, porque ya se había pasado la hora, pero como hacia veinticuatro que no habíamos comido, José sacó de su saco un salchichón y comenzó a comer grandes bocados con muy brava gana, escondiéndose de los turcos y ofreciendo de ello al jenízaro, que apartaba la vista medio horrorizado, medio deseoso.
Me acosté en un rincón del diván y desde allí por una ventana veía la luna derramar clarísima luz sobre el valle y sobre las cimas ya sombrías, ya brillantes del Taygeto. Apenas podía persuadirme que respiraba en la patria de Helena y de Menelao. Me dejaba llevar de aquellas reflexiones que todos pueden hacer y yo en especial, sobre las vicisitudes de los hombres. ¡Cuántos parajes habían visto mi sueño ya sosegado, ya inquieto! ¡Cuántas veces alumbrado por los mismos astros, en los bosques de América, en los caminos de Alemania, en los campos de Italia, en los de Inglaterra, otras en medio del mar, había formado las mismas reflexiones sobre el trastorno de las cosas humanas!
De ellas vino a sacarme un turco que parecía sujeto de importancia, haciéndome ver de un modo convincente que estaba lejos de mi país. Se había acostado a mis pies sobre el diván y no hacía más que revolcarse, sentarse, suspirar, llamar y despedir a sus esclavos, aguardando impaciente que llegase el día. Amaneció pues el 17 de agosto y el tártaro rodeado de sus criados, unos de rodillas y otros de pie, se quitó su turbante, se miró en un pedazo de espejo, se peinó la barba, rizó sus mostachos, se frotó los carrillos para sacarse el color y partió arrastrando majestuosamente sus babuchas y echándome una mirada de desprecio.
Poco después entró mi huésped, trayendo a su hijo en los brazos. Aquella pobre criatura estaba muy enferma, amarilla y en cueros y toda llena de amuletos. El padre después de haberme contado pesadamente la historia de su mal, me pidió algún remedio. Me acordé que cuando niño me habían curado la fiebre con la centaura menor y como si yo fuese algún gran médico se la receté. Pero ¿cómo darles a entender lo que era la centaura? José charló mucho; yo dije que la centaura la había descubierto un cierto médico de aquellas cercanías llamado Chiron, que andaba a caballo por los montes. Al instante un griego aseguró que lo había conocido, que era de Calamata y que por lo común montaba un caballo blanco.
Aquella sala donde yo estaba alojado y donde comí, formaba un cuadro que representaba muy bien las antiguas costumbres del oriente. Todos los huéspedes de Ibraim no eran ricos y aun algunos, eran verdaderos mendigos; sin embargo se sentaban en el diván con turcos que traían gran séquito de caballos y esclavos. A todos hablaba y obsequiaba Ibraim con igual afecto y atención, y hasta a los pordioseros servían sus esclavos respetuosamente el café. En esto se conocían los caritativos preceptos del Corán y la virtud de la hospitalidad que los turcos aprendieron de los árabes. Pero esta fraternidad del turbante no pasa del quicio de la puerta y esclavo hay que habiendo bebido el café con su huésped, éste mismo le hace cortar la cabeza así que está en la calle. Sin embargo me han dicho y también lo he leído, que en el Asia hay aún familias turcas que conservan las costumbres, sencillez y candor de los primeros tiempos, y lo creo muy bien, pues Ibraim es ciertamente uno de los hombres más honrados que he conocido.
A las ocho de la mañana partimos para Amyclas, llamada ahora Selabochorion, acompañándome un nuevo guía y un Cicerone griego muy hombre de bien, pero muy tonto. Tomamos el camino de la vega al pie del Taygeto siguiendo por entre hermosos jardines y huertas plantadas de higueras, moreras y sicómoros y en las que se veían además viñas y melonares. Llegamos en fin a Amyclas donde sólo había una docena de ermitas griegas medio arruinadas por los albaneses y ni un rastro quedaba ya del templo de Apolo, del de Eurotas en Onga, ni del sepulcro de Jacinto. No pude descubrir ninguna inscripción, no obstante que cuidadosamente busqué el famoso necrólogo de las sacerdotisas de Amyclas, que el abate Furmont copió en 1731 y el cual presentaba una serie de más de mil años antes de Jesucristo. Las destrucciones se multiplican con tal rapidez en Grecia, que muchas veces un viajero no halla el menor rastro de los monumentos que otro viajero admiró algunos meses antes. Mientras que yo buscaba fragmentos de ruinas antiguas entre montones de ruinas modernas, vi llegar algunos aldeanos precedidos por sus papás y los cuales habiendo apartado una tabla que tapaba la puerta, entraron en un santuario que yo no había visto aún. Tuve curiosidad en seguirlos y vi que aquellos infelices hacían oración con el sacerdote entre aquellas ruinas. Cantaban las letanías delante de una imagen de la Panagia (la Santísima Virgen), malamente pintada de encarnado en una pared azul. Suma diferencia había entre estas fiestas y las de Jacinto, pero la triple pompa de las ruinas, de las desgracias y de las oraciones al verdadero Dios, desvanecían de mi vista todas las mundanas pompas.
Mis guías me daban prisa para que partiésemos, porque estábamos en las fronteras de los maniotas, los cuáles a pesar de los elogios que de ellos hacen algunos viajeros modernos, son unos grandísimos ladrones. Volvimos a Misitra por el camino del monte. En esta tierra dan al Eurotas el nombre de Iri, hasta que se junta con el Tiaso que toma entonces el de Vasilipotamos, que conserva hasta el mar.
Llegamos sin salir de los montes a la aldea de Parori, donde vimos una gran fuente llamada Chieramo y la cual sale con mucha abundancia de aguas de entre una roca. Encima se ve un sauce llorón y debajo un gran plátano a cuya sombra se sienta la gente a tomar café. No sé de donde habrán traído este sauce a Misitra, pues es casi el único que he visto en toda Grecia. Comúnmente se cree que el salís babilónica es originario del Asia menor, cuando tal vez habrá venido de la China por el oriente. Lo mismo habrá sucedido con este árbol que con el chopo piramidal que la Lombardía recibió de la Crimea y de la Georgia y cuya familia se ha hallado en las orillas del Mississippi más allá de los ilineses. Aún hallamos otras dos fuentes no muy distantes llamadas Panthalama y Tritsella y en la primera una mala escultura antigua que representaba tres ninfas bailando, coronadas de guirnaldas.
Cuando llegamos a la fuente Tritsella, nos hallábamos detrás de Misitra y casi al pie del arruinado castillo que domina a la ciudad y está situado sobre lo encumbrado de un peñasco de forma casi piramidal. En esto ya eran las cuatro de la tarde. Nos apeamos y subimos al castillo por el arrabal de los judíos que da vueltas en caracol al peñasco. Este arrabal había sido casi enteramente derruido por los albaneses y aun el mismo castillo que es gótico se está todo desmoronado, pero desde él se goza de muy hermosa vista, descubriéndose todo Misitra, las casas griegas con jardines, las turcas pintadas de verde y encarnado, los basares, los kanes, las mezquitas y el valle de Laconia que forma el más hermoso cuadro, pues aparece rodeado al oriente por los montes Tornas, Barosthenés, Olimpo y Menelaïon, al poniente por el Taygeto y extendiéndose casi de norte a mediodía le interrumpen algunas colinas en cuyas vertientes estaba situada Esparta. Desde aquí, hasta el mar corre una fértil y muy igual llanura que riega el Eurotas.
Vedme ya subido a una almena del castillo de Misitra, descubriendo, contemplando y admirando toda Laconia. Todos los viajeros han visto a Atenas, pero pocos han llegado hasta Esparta y ninguno ha dado una descripción completa de sus ruinas, pues aún se duda dónde estaba situada esta ciudad.
Persuadido por un error de mis primeros estudios que Misitra era Esparta, considérese cual sería mi confusión cuando desde el castillo me obstinaba en reconocer la ciudad de Licurgo en una enteramente moderna y cuya arquitectura solo me presentaba la mezcla confusa del género oriental y del estilo gótico, griego e italiano, sin que entre todo esto se descubriese la menor ruina antigua que me pudiese consolar. ¡A lo menos si la antigua Esparta, cual la antigua Roma, levantase su desfigurada frente por entre estos monumentos! Pero no, entre el polvo yace Esparta sepultada, conculcada por los turcos, muerta, enteramente muerta.
Así me lo imaginaba yo. Mi Cicerone apenas sabía algunas palabras italianas e inglesas. Para darme mejor a entender le hablé algunas frases que malamente sabía del griego moderno y con el lapicero le escribí algunas palabras en griego antiguo, hablándole al mismo tiempo italiano, inglés y algo de francés. José quiso servirnos de intérprete y nos confundió más; el jenízaro y el guía que era un judío medio negro, daban su opinión en turco y acababan de enredarlo. A un mismo tiempo hablábamos, gritábamos y accionábamos todos y con nuestros idiomas, rostros y trajes diferentes, parecíamos una cuadrilla de diablos encaramados al ponerse el sol sobre aquellas ruinas. Teníamos a la espalda los bosques y las cascadas del Taygeto, encima un muy hermoso cielo y al pie la Laconia y yo decía al Cicerone:
—Esa es Misitra, Lacedemonia, ¿no es verdad?
Y él me respondía.
—Signor, ¿Lacedemonia? ¿Cómo?
—Te digo, Lacedemonia o Esparta.
—¿Esparta? ¿Qué?
—Te pregunto si Misitra es Esparta.
—No lo entiendo.
—Pues cómo, tú griego, tú lacedemonio, ¿y ni siquiera conoces el nombre de Esparta?
—¿Esparta? ¡Ah! Sí, ¡gran república! ¡Famoso Licurgo!
—Luego ¿Misitra es Lacedemonia?
El griego me indicó con la cabeza que sí y con esto me llenó de gozo.
—Ahora bien —añadí yo— explícame lo que estoy viendo, ¿qué parte de la ciudad es ésta? Y le señalé la que tenía delante de mí un poco a la derecha, y él me respondió,
—Mesochôrion.
—Bien te entiendo, pero ¿qué parte era de Lacedemonia?
—¿Lacedemonia? ¿Qué?
Yo me volvía loco.
—Pero a lo menos enséñame el río —y yo le repetía— potamos, potamos.
El griego me enseñó el torrente llamado río de los judíos.
—Pues cómo, ¿es ese el Eurotas? ¡Imposible! Dime, ¿dónde está el Vasilipotamos?
Y el Cicerone hizo un gran gesto y señaló con la mano a la derecha por el lado de Amyclas, con lo que volví a caer en todas mis dudas y ya desesperado iba a bajar del castillo cuando el griego me dijo,
—¿Tal vez vuestra señoría pregunta por Palaeochôri?
Entonces me acordé de un pasaje del d’Anville en que dice: «El paraje que ocupaba Esparta se llama Palaeochôri o la ciudad vieja, la ciudad nueva que llaman Misitra y que sin motivo confunden con Esparta, está más allá hacia el poniente». Con esto dije al griego:
—¡Sí, Palaeochôri! La ciudad vieja ¿Dónde está?
—Allá abajo, en Magula —dijo el Cicerone, y me señaló a lo lejos en el valle una cabaña blanca en medio de algunos árboles.
Se me arrasaron los ojos en lágrimas, fijándolos en aquella miserable cabaña, único edificio que se elevaba en los abandonados muros de una de las más célebres ciudades del universo, sirviendo solo para que se conociese que allí fue Esparta, habitación ahora de un cabrero, cuyos únicos bienes eran la hierba que crece sobre los sepulcros de Agis y de Leónidas.
Ya no quise ver ni oír nada: apresuradamente bajé del castillo sin atender a los gritos de mis guías, que querían enseñarme ruinas modernas y contarme historias de agás, de bajaes, de Cádiz y de vaivodas, pero al pasar por delante de la casa del arzobispo hallé algunos papás a la puerta que aguardaban al francés y me convidaron a entrar de parte de su prelado. No pude rehusarme a admitir aquella atención. Hallé al arzobispo sentado en medio de su clero, en una sala muy aseada, adornada con esteras y almohadones a la moda turca. Todos aquellos papás y su prelado manifestaban talento y buen humor, muchos de ellos sabían el italiano y se explicaban con facilidad en esta lengua. Les conté lo que acababa de sucederme buscando las ruinas de Esparta, se rieron y burlaron del Cicerone y me parecieron muy hechos ya a ver extranjeros.
En efecto, Morea está llena de levantinos, de francos, de raguseos, de italianos y principalmente de médicos jóvenes de Venecia y de las islas Jónicas, que vienen a acabar pronta y seguramente con los cadís y los agás. Se camina con bastante seguridad, se come bien, se goza de suma libertad con tal que uno tenga prudencia y resolución. En lo general es un viaje muy fácil, en especial para quien ha vivido entre los salvajes de América. En los caminos del Peloponeso se hallan siempre algunos ingleses y los papás me dijeron que poco antes habían estado allí oficiales y anticuarios de aquella nación y aún hay en Misitra una casa griega que se llama la posada inglesa, en la que se come vaca asada (roast-beef) y se bebe vino de Oporto. En cuanto a esto deben los viajeros mucho a los ingleses, pues que han establecido buenas posadas en toda Europa, en Constantinopla, en Atenas y hasta en las puertas mismas de Esparta a pesar de las severas leyes de Licurgo.
El arzobispo conocía al Vicecónsul de Atenas y aun parece le tuvo alojado en su casa. Después que me sirvieron el café me enseñaron la iglesia que nada tiene de particular, no obstante las siete cúpulas que la cierran. Desde que en la decadencia del arte se usa este adorno en Constantinopla, se halla en todos los monumentos modernos de la Grecia pero no tiene ni la valentía de la arquitectura gótica, ni la hermosa proporción de la antigua.
Vi en la biblioteca del arzobispo algunos tratados de los padres griegos, libros de controversia y dos o tres historiadores de la Bizantina, entre otros Pachymero. Es de creer que los venecianos que por largo tiempo fueron dueños de Morea, se llevarían los mejores manuscritos. También me enseñaron con cierta complacencia, traducciones impresas en griego de algunas obras francesas como el Telémaco y Rollin y no me atrevería a decir que también vi a Atala, si M. Stamati no me hubiese hecho el honor de que mi salvaje se expresase en la lengua de Homero. La traducción que vi en Misitra no estaba aún concluida, el traductor era un griego natural de Zante que se hallaba en Venecia cuando se publicó la Atala en italiano y sobre esta traducción comenzó la suya en griego vulgar.
Ya era de noche cuando salí del palacio del arzobispo y, volviendo por la parte más poblada de Misitra, vimos pasar muchas mujeres tapadas con sus largas ropas. Nos apartamos para dejarlas el paso, según la costumbre oriental, nacida más bien de celos que de buena crianza, y así no las pude ver la cara y saber si aún podemos llamar a Esparta, como Homero, la de las hermosas mujeres.
Volví a casa de Ibraim y aunque había estado trece horas andando, me propuse pasar la noche escribiendo mis notas y al otro día ver las ruinas de Esparta y seguir luego mi viaje sin volver a Misitra. Me despedí de Ibraim y mandé a José y a mi guía que fuesen con los caballos a aguardarme al camino de Argos y me quedé sólo con el jenízaro para que me llevase a Magula.
El 18, media hora antes de amanecer ya estaba yo corriendo a galope hacia Lacedemonia y al salir la aurora, distinguí algunas ruinas y una gran muralla de construcción antigua, lo que me llenó de alegría. El jenízaro me enseñó a la derecha una cabaña o casita blanca, y muy contento me dijo, Palaeochôri. Me dirigí hacia la principal ruina que descubrí sobre una altura. Dando vueltas a esta altura por el noroeste, para hallar cómoda subida, me detuve al ver un espacioso recinto abierto en semicírculo que conocí al instante, era un teatro antiguo. No podré pintar el tropel de ideas que de pronto me acometieron, pues conocí que la colina en que me hallaba era de la ciudadela de Esparta, siendo así que con ella lindaba el teatro, y las ruinas que veía sobre la colina eran las del templo de Minerva Chalciaecos, pues que estaba en la ciudadela. Las ruinas y las murallas por donde había pasado yo antes, formaban parte de la tribu de los cynosuras, pues que esta tribu estaba al norte de la ciudad. Seguro era que me hallaba en Esparta y su teatro, que había tenido la dicha de descubrir a los primeros pasos, me indicaba al instante la situación de todos los barrios y públicos monumentos. Me apeé y trepé volando a la colina de la ciudadela.
Al llegar a la cumbre, vi salir el sol por detrás de los montes Menelayos. ¡Cuán hermoso y cuán triste espectáculo a un tiempo! El Eurotas que solitario corría bajo el arruinado puente Babyx: por todas partes ruinas y ni un solo hombre entre ellas. Contemplando aquella escena me quedé inmóvil como una estatua. La admiración y el dolor a un tiempo, contenían mis pasos y aun mis pensamientos; quise que a lo menos hablase el eco, donde ya no se oía la voz humana y con toda mi fuerza comencé a gritar: ¡Leónidas! Pero ninguna ruina repitió tan excelso nombre y hasta la misma Esparta pareció haberle olvidado.
Si ruinas que recuerdan ilustres memorias descubren la vanidad de las cosas del mundo, debemos convenir no obstante que algo valen aquellos nombres que sobreviven a los imperios y que inmortalizan los tiempos y las ciudades. Ni despreciemos la gloria, porque después de la virtud no hay cosa más grande que ella. Sería el complemento de la dicha en esta vida el reunirlas ambas y a esto se dirigía la única oración que los espartanos hacían a los dioses. «¡Ut pulcra bonis adderent!».
Vuelto ya en mí, comencé a observar las ruinas que me rodeaban. La cumbre de la colina formaba una llanura, cercada en especial por la parte del noroeste de gruesas murallas, a las que di vueltas dos veces, y hallé que tenían setecientos ochenta pasos geométricos. Pero debemos advertir que comprendo en este circuito toda la cumbre de la colina y la curva que forma la excavación del teatro.
Varios escombros, sepultados unos, a flor de tierra otros, indican que hacia el medio de aquella cumbre estaba el templo de Minerva Chalciaecos, al que inútilmente se refugió Pausanias, pues que no pudo libertar su vida. Una cuesta muy suave conduce desde la colina a la llanura y tal vez sería éste el camino por donde se subía a la ciudadela, que sólo hicieron fuerte los tiranos de Lacedemonia.
Encima de las ruinas del teatro vi un edificio pequeño y redondo, destruido en sus tres partes; dentro de él había algunos nichos que servirían o para estatuas o para urnas. ¿Era un sepulcro, o el templo de Venus armada?, pues éste debía hallarse por allí, como que pertenecía a la tribu de las Egides. César que se suponía descender de Venus, llevaba en su anillo la imagen de una Venus armada, siendo en efecto el doble emblema de los defectos y de la gloria de aquel gran hombre.
Vencere si possum nuda, quid arma gerens?
El que se ponga a mi lado en la colina de la ciudadela verá lo siguiente. Al levante, esto es, hacia el Eurotas, un montecillo empinado y chato en su cumbre, como para servir de estadio o de hipódromo. Desde los dos lados de este montecillo, entre otros dos que forman con el primero dos vallecitos, se descubren las ruinas del puente Babyx y el curso del Eurotas. Al otro lado del río, termina la vista en una cordillera de montes rojizos y son los montes Menelayos. Detrás de estos montes se elevan los encumbrados que circuyen a lo lejos el golfo de Argos.
De este modo al este, entre la ciudadela y el Eurotas, mirando entre norte y mediodía, paralelamente al curso del río, se colocará la tribu de los Limnates, el templo de Licurgo, el palacio del rey Demarato, la tribu de las Egides y la de los Mesoatos, el monumento de Cadmo y los templos de Hércules, de Helena y el Platanista. Hallé en este gran espacio siete ruinas, que aún se tenían en pie pero enteramente borradas y desconocidas. Por lo tanto y siendo dueño de escoger lo más acomodado a mis ideas, di a la una de ellas el nombre del templo de Helena, a la otra el del sepulcro de Alcmanes y creí ver los monumentos heroicos de Egeo y de Cadmo, de este modo atendí más a la fábula y dejé sólo para la historia el templo de Licurgo. Confieso que prefiero a la salsa negra y a la Crypcia la memoria del único poeta que produjo Lacedemonia y la corona de flores que las doncellas de Esparta cogieron para Helena en la isla del Platanista.
O ubi campi,
Sperchiusque et virginibus bachata
Lacaenis
Taygeta!
Mirando ahora hacia el norte y siempre desde la cumbre de la ciudadela, se ve una colina bastante elevada y aún más que la de la misma ciudadela. En el valle que se forma entre las dos colinas, debía hallarse la plaza pública y los monumentos que contenía, como el senado de los Gerontes, el coro y el pórtico de los persas. Pero por este lado no hay ruina alguna. Al noroeste se extendía la tribu de los cynosuras, por donde entré en Esparta.
Volvámonos ahora hacia el oeste y descubriremos sobre un terreno igual y al pie del teatro tres ruinas, una de ellas bastante elevada y en forma de torre. Por aquí se hallaban la tribu de los pitanates, el Teomélido, los sepulcros de Pausanias y de Leonidas y el templo de Diana Isora.
En fin, si volvemos nuestras miradas hacia el mediodía, veremos un terreno desigual, en donde sólo se hallan a su nivel, los cimientos de algunos edificios. Por aquí estaba la casa de Menelao y más lejos el templo de los Dioscures y de las Gracias.
Todo el recinto de Lacedemonia está inculto y lo abrasa el sol que destruye hasta el mármol de los sepulcros. Cuando vi este desierto, ninguna planta cubría sus ruinas, ninguna ave, ni ningún insecto la animaba y sólo se veían muchísimos lagartos que corrían por entre aquellas abrasadas murallas. Algunos caballos medio montaraces pastaban la poca y marchita hierba que a trechos se encontraba, un pastorcillo cultivaba en un lado del teatro algunas matas de sandía y en Magula que da su triste nombre a Lacedemonia, se descubría un bosquecillo de cipreses. Pero este mismo Magula, que fue antes un lugar de turcos bastante poblado, pereció en este campo de muerte y ya no es más que ruinas que indican ruinas.
Bajé de la ciudadela y tardé un cuarto de hora en volver al Eurotas, casi seco en verano, pues sólo lleva algunos hilos de agua fresca y cristalina que corre por entre cañaverales y matas de adelfa. Me pareció muy buena el agua y bebí abundantemente de ella porque me abrasaba de sed. Ciertamente que el Eurotas, merece el epíteto dekalidonas, el de las hermosas cañas, que le da Eurípides, pero no sé si debe conservar el de Olorifer, pues que no vi cisne alguno en sus aguas. Seguí largo tiempo por su orilla creyendo encontrar estas aves, las cuales según Platón ven el Olimpo antes de expirar, por lo cual es tan melodioso su canto, pero salieron vanas mis esperanzas, sin duda porque no merezco como Horacio el favor de los Tyndaridas, los cuales no quisieron dejarme descubrir su secreto origen.
Los ríos famosos tienen la misma suerte que los pueblos famosos: primero desconocidos, luego célebres en toda la tierra, vuelven a caer en su primera oscuridad. El Eurotas que antes fue llamado Himero, corre ahora desconocido con el nombre de Iri. Recorrí las ruinas del puente Babyx que valen poco. Busqué la isla del Platanista y creí haberla hallado más debajo de Magula: es un terreno de forma triangular, bañado por el Eurotas a un lado y por los otros dos circuido con fosos llenos de juncales, por donde en el invierno corre el riachuelo de Magula que es el antiguo Cnacion. En esta isla hay algunos morales y sicómoros pero no plátanos, ni cosa alguna que indique el que los turcos la miren como un delicioso recreo. Vi en ella algunas flores, sobre todo lirios azules que nacían en una especie de gladiolo y cogí muchos en memoria de Helena; aún se halla en las orillas del Eurotas la frágil corona de la hermosura, pero desapareció mucho ha la hermosura misma. El 18 de agosto de 1806, a las nueve de la mañana, fue cuando di solo por la orilla del Eurotas este paseo, que jamás se borrará de mi memoria. Aunque aborrezco las costumbres de los espartanos, respeto la grandeza de un pueblo libre y no he podido menos de entristecerme, al pisar sus nobles ruinas. Basta con decir lo siguiente para gloria de este pueblo: cuando Nerón fue a Grecia no se atrevió a entrar en Lacedemonia. ¡Cuán magnífico elogio de esta ciudad!
Volví a la ciudadela deteniéndome a contemplar cuantas ruinas encontraba en el camino. Hallé a mi compañero en el mismo paraje en que le había dejado, se había dormido, acababa de despertarse, fumaba y se iba a dormir de nuevo. Los caballos pastaban sosegadamente en el hogar del rey Menelao. «Helena no había dejado su hermosa rueca llena de lana teñida de púrpura, para darles de comer en hermosos pesebres». Viajero soy, cual el hijo de Ulises y como él, prefiero las estériles rocas de mi patria a los más hermosos países.
En esto ya era el medio día y como el sol caía a plomo sobre nuestras cabezas, nos pusimos a la sombra en un rincón del teatro y tomamos un bocado. Habiendo pasado dos horas en escribir mis notas y en sacar algunas vistas de aquellos parajes, quise recorrer las ruinas hacia el poniente de la ciudadela, pues por allí debía estar el sepulcro de Leonidas. Pero nada de esto agradaba a mi jenízaro que deseaba volviésemos al pueblo. Entre tan ilustres muertos, como allí había enterrados, nosotros dos éramos las únicas personas vivas, los dos éramos bárbaros, tan extraños el uno al otro como a la Grecia; habiendo salido el uno de los bosques de las Galias y el otro de entre las rocas del Cáucaso, nos habíamos encontrado en lo interior del Peloponeso, yo para pasar adelante y él para vivir sobre sepulcros que no eran los de nuestros abuelos.
Había en Esparta muchos altares y estatuas dedicadas al Sueño, a la Muerte y a la Hermosura (Venu-Morphô), divinidades de todos los hombres, al Miedo armado que sería sin duda, el que los lacedemonios causaban a sus enemigos; nada de esto queda pero en una especie de zócalo, leí estas cuatro letras lasm. ¿Podríamos suponer que decía Gelasma? ¿Sería el pedestal de aquella estatua de la Risa, que Licurgo colocó entre los graves descendientes de Hércules? El permanecer sólo el altar de la Risa, en medio de la sepultada Esparta, sería un gran asunto de triunfo para la filosofía de Demócrito.
Ya se acercaba la noche cuando haciéndome la mayor violencia, hube de separarme de aquellas ilustres ruinas, de la sombra de Licurgo, de los recuerdos de las Termópilas, de todas las ilusiones de la fábula y de la historia. Ocultose el sol por detrás del Taygeto, por manera que le vi empezar y acabar su carrera sobre las ruinas de Lacedemonia. Tres mil quinientos cuarenta y tres años hacía que por primera vez se había levantado y puesto sobre aquella ciudad, entonces acabada de nacer. Partí llena la imaginación de cuanto acababa de ver y ocupado en interminables reflexiones; días como estos hacen que luego sufra uno con la mayor resignación muchas desgracias y sobre todo que mire con indiferencia los más terribles sucesos.
Subiendo por la orilla del Eurotas fuimos a caer al camino de Tripolizza. José y el guía estaban al otro lado del río cerca del puente y habían encendido lumbre con las cañas, a pesar de Apolo, a quien los suspiros de aquellas cañas consolaban de haber perdido a Daphne. José, que se hallaba muy bien provisto, dispuso una pierna de carnero, cual el compañero de Aquiles y me la sirvió teniendo por mesa una gran piedra con vino de la viña de Ulises y agua del Eurotas.
Concluida la cena, José me trajo la silla del caballo que solía servirme de almohada, me embocé en mi capa y me eché a la orilla del Eurotas bajo de un laurel. La noche estaba tan clara y serena que la Vía Láctea despedía tan gran resplandor que se podía leer. Me dormí teniendo los ojos clavados en el cielo y cayendo precisamente sobre mi cabeza la hermosa constelación del Cisne de Leda. Aún me acuerdo del placer que en otro tiempo me causaba el descansar de este modo en los bosques de América y sobre todo el despertarme a media noche. Escuchaba el ruido del viento en la soledad, el bramido de los venados, el rugido de una lejana catarata, mientras que mi hoguera medio apagada alumbraba la copa de los árboles. Me gustaba hasta la voz del Iroqués cuando gritaba en medio de los bosques y que a la luz de las estrellas y en el silencio de la naturaleza, parecía proclamar su ilimitada libertad. A la edad de veinte años agradan todas estas cosas, porque la vida se basta, por decirlo así, a ella misma y que en la primera mocedad hay como cierta inquietud y vacío que continuamente nos arrastra a cosas quiméricas, ipsi sibi somnia fingunt, pero en edad más madura, busca el alma más sólidos placeres y desea el alimento de recuerdos y ejemplos de la historia. Aún dormiría con gusto en las orillas del Eurotas o del Jordán, si las heroicas sombras de los trescientos espartanos o los doce hijos de Jacob se me hubiesen de aparecer en sueños; pero ya no iré a buscar una tierra nueva que la reja del arado no haya abierto: quiero ahora antiquísimos desiertos que me representen a mi arbitrio las murallas de Babilonia o las legiones de Farsalia, ¡grandia ossa!, campos cuyos surcos me instruyan y donde halle pues que soy un hombre, la sangre, las lágrimas y los sudores del hombre.
José me despertó el día 19, a las tres de la mañana, como se lo había mandado, ensillamos los caballos y partimos. Aún volví la cabeza hacia Esparta y eché la última mirada sobre el Eurotas, pues no podía vencer la pena que causan las grandes ruinas y el dejar una tierra que no volvería a ver.
El camino que va desde Laconia a Argolide era en la antigüedad lo que en el día, uno de los más ásperos e incómodos de Grecia y para mí fue muy fatal, pues di un porrazo terrible contra un árbol y caí de mi caballo casi sin sentido y llegando cerca del lugarejo de Lerna, me acometió por lo enfermizo del sitio, una calentura de la que no me curé enteramente hasta estar en Egipto, por lo que no puedo menos de quejarme de Hércules que no mató enteramente a la Hydra.
El día 20, al rayar el alba, llegamos a Argos, el pueblecito que ocupa el lugar de esta célebre ciudad. Es más aseado y de mayor comercio que los demás de Morea; su situación es muy hermosa, en lo interior del golfo de Argos, llamado hoy Nauplio o Nápoles de Romanía y dista el pueblo como legua y media del mar, teniendo a un lado los montes de Cynuria y de Arcadia y al otro las alturas de Trezenia y de Epidauro.
Pero fuese que mi imaginación se entristeciese recordándose las desgracias y los furores de los Pelópidas o que realmente fuese así, las tierras me parecieron incultas y desiertas, los montes áridos y sombríos, especie de clima fecundo en grandes crímenes y en grandes virtudes. Fui a ver lo que llaman las ruinas del palacio de Agamenón, las del teatro y de un acueducto romano y subí a la ciudadela, pues quise ver hasta la menor piedra que hubiese podido tocar la mano del rey de reyes. ¿Y quién podrá alabarse de gozar alguna gloria, comparándose con estas familias cantadas por Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Racine? ¡Y cuando uno llega a estos parajes y ve cuán poco queda de estas familias, no puede menos de admirarse y entristecerse!
Mucho tiempo hace que las ruinas de Argos no corresponden a la grandeza de su nombre, los que más han contribuido a la destrucción de los monumentos de esta ciudad han sido los venecianos que emplearon sus ruinas en levantar el castillo de Palamides. En tiempo de Pausanias había en Argos una estatua de Júpiter notable porque tenía tres ojos, y aún más porque decían era a cuyos pies fue muerto Príamo en su propio palacio por el hijo de Aquiles.
Ingens ara fuit, juxtaque veterrima laurus,
Incumbens arae, atque umbrâ complexa
Penates
Un grande altar enmedio el patio había,
Do a cielo abierto el rey sacrificaba:
Un laurel viejo y alto le cubría,
Su sombra los penates abrazaba.
Pero Argos que sin duda se gloriaba de conservar los penates que tan mal defendieron la familia de Príamo, presentó bien pronto ella misma un gran ejemplo de las vicisitudes de la suerte, reinando Juliano el apóstata. Se hallaba ya tan decaída de su antiguo esplendor y tan pobre que no pudo contribuir con la parte que le tocó para que se restableciesen los juegos isthmios. Juliano, defendió su causa contra los corintios y aún tenemos esta obra entre las demás de este emperador, siendo uno de los más singulares documentos de la historia de las cosas y de los hombres. En fin, Argos, patria del rey de reyes, formaba en la edad media el patrimonio de una viuda veneciana, la que se lo vendió a la república por quinientos ducados y una renta de doscientos. «Omnia vanitas!».
Me hospedé en Argos, en casa de un médico italiano llamado Avramiotti, quien me enseñó un mapa del Peloponeso, en el cual, junto con Mr. Fauvel, había comenzado a escribir los nombres antiguos junto a los modernos, trabajo muy útil que sólo han podido hacer personas que han residido mucho tiempo en aquellos parajes. El Sr. Avramiotti se había hecho rico y suspiraba por volver a Italia. Dos cosas hay que renacen en el corazón del hombre a medida que crece en edad y son, la patria y la religión, pues aunque se olviden en la mocedad, tarde o temprano se nos presentan en toda su hermosura y renuevan en nuestros corazones el amor que justamente se las debe.
Hablamos pues de Francia y de Italia en Argos, por la misma razón que el soldado argivo que acompañaba a Eneas, se acordó de Argos al morir en Italia. Casi nada hablamos de Agamenón, aunque al otro día iba yo a ver su sepulcro. Teníamos esta conversación en el terrado de una casa que dominaba al golfo de Argos y tal vez desde allí mismo fue de donde aquella pobre mujer, de que nos habla la historia, tiró la teja que puso fin a la gloria y a las aventuras de Pirro. El Sr. Avramiotti me enseñaba un promontorio a otro lado del mar y me decía: «Allí puso Clytemnestra al esclavo que había de hacer la señal que indicase que volvía la escuadra de los griegos», y añadió: «¿Ahora venís de Venecia? Me parece que haría yo bien en volverme allá».
Al otro día al amanecer, me separé de aquel desterrado en Grecia y tomando nuevos caballos y nuevo guía, me dirigí a Corinto. Después de una media hora de camino pasamos el Inaco, padre de Io, tan célebre por los celos de Juno. Antes de llegar a este torrente, se hallaba saliendo de Argos, la puerta Lucina y el altar del Sol. Media legua más allá, al otro lado del Inaco, debiéramos haber visto el templo de Ceres-Mysia y más allá aún, el sepulcro de Thyests y el monumento heroico de Perseo. Nos detuvimos casi en la misma eminencia, en la que se hallaban estos monumentos en la época del viaje de Pausanias. Llámase este paraje Carvathi y hay que dejar allí el camino para buscar un poco a la derecha las ruinas de Micenas, muy conocidas en el día por las excavaciones que mandó hacer en ellas el Lord Elgin, cuando estuvo en Grecia. Pasamos por unos matorrales y siguiendo una sendita llegamos a las ruinas que se hallan casi como en el tiempo de Pausanias, pues hace unos 2280 años que los argivos destruyeron hasta los cimientos de Micenas, envidiosos de la gloria que se habían adquirido sus ciudadanos enviando cuarenta guerreros a que pereciesen con los espartanos en las Termópilas.
Vimos primero el sepulcro que llaman de Agamenón, el cual es un monumento subterráneo de forma redonda que recibe la luz por su media naranja y que sólo es notable por su sencilla arquitectura. La puerta de este sepulcro estaba adornada con pilastras de un mármol azulado que se sacó de los montes cercanos. Lord Elgin hizo abrir este monumento y sacar todos los escombros que le tenían cegado, una puertecita con arco de medio punto, sirve para pasar de la pieza principal a otra más pequeña que no me parece pertenezca al sepulcro. Nada se halló dentro de él y ni aún es seguro que sea el de Agamenón, del cual nos habla Pausanias. Habiendo salido de este monumento, atravesé por un valle estéril y al otro lado, en las vertientes de una colina, vi las ruinas de Micenas, entre las que admiré principalmente una de las puertas de la ciudad formada de enormes piedras colocadas sobre las rocas mismas del monte, con las cuales parecen formar una sola pieza. Su único adorno consiste en dos leones de forma colosal esculpidos a los dos lados de la puerta. Se representan en relieve y en dos pies como los que sostenía los escudos de armas de nuestros antiguos caballeros. Ni aun en Egipto he visto arquitectura más seria y el desierto en que se halla aumenta su majestad: pertenece a aquel género de obras que Estrabón y Pausanias, atribuyen a los Cíclopes y de las cuales aún se encuentran rastros en Italia. Mr. Petit-Radel es de opinión que esta arquitectura es anterior a la invención de las órdenes y no hay duda en que pertenece a los tiempos heroicos. Un pastorcillo enteramente en cueros, era el que me enseñaba, en aquella soledad, el sepulcro de Agamenón y las ruinas de Micenas.
Al pie de la puerta de que acabo de hablar, se ve una fuente que, si se quiere, será la que Perseo halló bajo de una seta y fue la que dio su nombre a Mecenas, puesmycés quiere decir en griego una seta o el pomo de una espada, pero este es un cuento de Pausanias. Queriendo yo volver al camino de Corinto, las pisadas del caballo sonaban a hueco. Me apeé y descubrí al instante la bóveda de otro sepulcro.
Pausanias cuenta en Micenas cinco sepulcros, el de Atreo, el de Agamenón, el de Eurymedonte, el de Telédamo y de Pelote, y el de Electra. Añade que Clytemnestra y Egisto, estaban enterrados fuera de las murallas, ¿será pues éste el que yo he hallado? ¡suerte rara, que me hace salir de París para fijar el recinto de las ruinas de Esparta y descubrir las cenizas de Clytemnestra!
Dejamos el Nemeo a nuestra izquierda y seguimos nuestro camino. Llegamos temprano a Corinto, pasando por una vega regada por varios arroyuelos que dividen algunos montecillos aislados semejantes al Acro-Corinto, con el cual se confunden. Divisamos a éste, mucho tiempo antes de llegar a él y se parecía a una masa irregular de granito rojizo con una línea de murallas tortuosas en su cima. Todos los viajeros han descrito a Corinto pero nadie ha visto al Acro-Corinto pues los turcos no lo permiten, ni yo pude lograr, por más que hice, el que me permitiesen pasear siquiera en sus cercanías, pero Pausanias, en su Corintia y Plutarco, en la vida de Arato, nos han dado a conocer perfectamente la situación y monumentos del Acro-Corinto.
Nos fuimos a alojar, a un kan bastante aseado que estaba en medio del pueblo y poco distante del bazar. El jenízaro, salió a buscar las provisiones, José dispuso la comida y yo entretanto fui a dar una vuelta por las cercanías.
Corinto está situado en la vertiente de los montes; es una llanura que se extiende hasta el mar de Crissa, ahora golfo de Lepanto, único nombre moderno que en la Grecia se iguala en armonía a los antiguos. Cuando el cielo está bien despejado, se descubren al otro lado de este mar las cumbres del Helicón y del Parnaso, pero ni aun desde la misma ciudad se ve el mar Sarónico, pues para esto es menester subir al Acro-Corinto y entonces se alcanza a ver, no sólo este mar, sino hasta la ciudadela de Atenas y el Cabo Coloneo, lo cual, dice Spon, forma una de las más hermosas vistas del universo. Fácilmente lo creo, pues se goza de la más hermosa perspectiva, aun sólo desde las vertientes del Acro-Corinto. Las casas de esta población, son bastante grandes y hermosas y se hallan reunidas, formando diferentes grupos entre bosques de moreras, naranjas y cipreses. Las viñas que forman la riqueza del país, dan un cierto aire de fertilidad y frescura a todo el campo. No se enredan como festones a los árboles, según se usa en Italia, ni se arrastran por tierra como entre nosotros, sino que cada cepa, forma un ramo de hermoso verde, del que en otoño cuelgan, cual cristales transparentes, los racimos. Las cimas del Parnaso y del Helicón, el golfo de Lepanto que se semeja a un magnífico canal y el monte Oneyo, cubierto de mirtos, forman al norte y al oriente el horizonte del cuadro. Al mediodía y occidente se ven el Acro-Corinto y los montes de la Argolide y de la Sicyonia. Pero ya no se halla monumento alguno en Corinto y Mr. Foucherot, sólo descubrió entre sus ruinas dos capiteles corintios, único recuerdo del orden inventado en esta ciudad.
Corinto, enteramente destruida por Mummio, reedificada por Julio César y por Adriano, segunda vez destruida por Alárico, vuelta a reedificar por los venecianos, fue saqueada y destruida tercera y última vez por Mahometo ii. Estrabón, la vio en tiempo de Augusto, poco después de haber sido reedificada. Pausanias la admiró en tiempo de Adriano y según los monumentos que nos describe, era entonces magnífica ciudad.
Varios viajeros modernos nos han dado a conocer lo que quedaba de Corinto después de tantas desgracias. Spon y Wheler descubrieron las ruinas de un templo de la más remota antigüedad: consistían en once columnas estriadas, sin basa y de orden dórico. Este monumento prueba que el primer orden dórico, no tenía las proporciones que le dieron después Plinio y Vitrubio, o que el orden toscano, al que este templo parece acercarse, no tuvo su origen en Italia. Spon creyó reconocer en este monumento el templo de Diana de Éfeso, citado por Pausanias y Chandler, el Sisifeo de Estrabón. No sé si aún permanecen estas columnas, pero creo haber oído decir que los ingleses las derribaron, llevándose lo que de ellas quedaba.
Un pueblo marítimo, un rey que fue filósofo y se volvió tirano, un bárbaro de Roma que creía que se podían reponer las estatuas de Praxíteles como las armaduras de los soldados, todos estos recuerdos no prestan el mayor interés a Corinto, pero en su lugar podemos recurrir a Jasón, a Medea, a la fuente Pirene, a Pegaso, a lo juegos isthmios, fundados por Teseo y cantados por Píndaro; es decir, como siempre, la fábula y la poesía, y no hablo de Dionisio, ni de Timoleón, pues el uno fue tan cobarde que no supo morir y el otro muy desgraciado conservando la vida. Mucho más me gusta aquel muchacho, el cual durante el sitio de Corinto, hizo llorar al mismo Mummio, recitándole aquellos versos de Homero, cuyo sentido es:
«¡O mil veces felices los griegos que murieron ante los anchos muros de Ilión defendiendo la causa de los Átridas! ¡Ojalá los dioses hubiesen hecho que hubiera llenado mi suerte aquel mismo día en que los troyanos, cuando yo defendía el cuerpo de Aquiles, tiraron contra mí sus azagayas! ¡Yo habría logrado entonces el honor de la fúnebre pira y hubiera sido repetido mi nombre por los griegos! ¡Pero ahora mi suerte es la de terminar mi vida con lamentable y oscura muerte!».
Todo esto es verdadero, natural y patético y admiramos aquí uno de los grandes golpes de la fortuna, la fuerza del ingenio y la comparación del corazón humano.
Aún se fabrican vasos en Corinto, pero ya no son los que Cicerón pedía con tanta ansia a su querido Ático y aun parece también que los corintios han perdido la costumbre que tenían de dar agradable hospedaje a los extranjeros, pues mientras yo estaba en una viña examinando un mármol, fui acometido con una nube de piedras.
Cuando los Césares levantaban los muros de Corinto y los templos de los dioses salían de entre las ruinas, había un desconocido obrero que edificaba silenciosamente un monumento que permanece en pie en medio de las ruinas de Grecia. Era un extranjero que decía de sí mismo: «Tres veces me azotaron, una me apedrearon, tres veces naufragué. He hecho muchos viajes, peligré mucho en los ríos, peligros tuve de ladrones, de los de mi nación, de los gentiles, en las ciudades, en los desiertos, entre mil falsos hermanos. He sufrido todo género de trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, hambre y sed, muchas penas, frío y desnudez». Este hombre desconocido de los grandes, despreciado de la muchedumbre, arrojado como las barreduras del mundo, sólo tomó al principio dos compañeros que eran Crispo y Cayo, con la familia de Stephanas: tales fueron los arquitectos desconocidos de un templo indestructible y los primeros fieles de Corinto. El viajero recorre el recinto de esta célebre ciudad y ni una sola ruina encuentra de los altares del paganismo, pero aún halla algunas iglesias cristianas entre las cabañas de los griegos. Desde el cielo puede aún el apóstol dar la paz a sus hijos y decirles: «Pablo, a la iglesia de Dios que está en Corinto».
Serían las ocho de la mañana del 21, cuando salimos de Corinto y tomamos el camino que pasa por el monte Geraniense, por lo que no pude ver las ruinas del templo de Neptuno-Isthmio. Una muralla de seis millas de largo cerraba el istmo en un paraje que se llamaba Hexamilia y allí comenzamos a subir el monte Oneyo. A cada paso hacía parar a mi caballo entre los pinos, laureles y mirtos para mirar atrás. Contemplaba tristemente los dos mares, principalmente el que cae al poniente, porque me acordaba de Francia. ¡Estaba este mar tan en calma!, ¡el camino era tan corto!, ¡en pocos días podía volver a abrazar a mis amigos! Luego miraba al Peloponeso, a Corinto, al Istmo, al paraje en que se celebraban lo juegos. ¡Qué desierto! ¡Qué silencio! ¡Desgraciado país! ¡Infelices griegos! ¡Francia perderá también su gloria, será destruida, aniquilada en la serie de los siglos!
Nos íbamos acercando a Atenas y me parecía que entraba en un país civilizado y hasta la misma naturaleza se alegraba algo. Morea casi no tiene árboles, aunque es más fértil que Ática. Me complacía caminando por los pinares, entre cuyos árboles descubría el mar. El terreno que se extiende desde la orilla hasta el pie de los montes, estaba cubierto de olivos y algarrobos.
Lo primero que fijó mi atención al llegar a Megara, fue una cuadrilla de mujeres albanesas, las cuales no eran ni con mucho tan hermosas como Nausica y sus compañeras. Estaban lavando alegremente en una fuente, cerca de la cual se descubrían algunas confusas ruinas de un acueducto: los que he visto en Grecia, en nada se parecen a los romanos, pues apenas se levantan del suelo y no presentan aquella fila de grandes arcos que producen tan agradable efecto en la perspectiva.
Nos apeamos en casa de un albanés donde hallamos muy buen alojamiento y, como aún no eran las seis de la tarde, me fui, según acostumbraba, a recorrer las ruinas. Megara, que aún conserva su nombre y el puerto de Nisea, que se llama Dôdeca Ecclesiais (las doce iglesias), aunque no son muy célebres en la historia, tenían antes muy buenos monumentos. Grecia, en tiempo de los emperadores romanos, debía parecerse mucho a Italia en el último siglo, pues era una tierra que nos atreveremos a llamar clásica, si se nos sufre esta frase, porque todas las ciudades estaban llenas de obras maestras del arte; así es que en Megara, se veían los doce dioses mayores, hechos por Praxíteles, un Júpiter olímpico comenzado por Teocosmo y por Fidias, los sepulcros de Alcmena, de Iphigenia y de Tereo. En este último sepulcro, fue donde por primera vez se apareció la abubilla, de lo que se infirió que Tereo había sido convertido en esta ave, cual sus víctimas lo fueron en golondrina y ruiseñor. Pues que yo hacía el viaje de un poeta, debía valerme de todo y creer firmemente, con Pausanias, que la aventura de la hija de Pandión comenzó y concluyó en Megara. Desde este pueblo descubría yo las dos cumbres del Parnaso y bastaba esto para acordarme de aquellos versos de Virgilio que comienzan.
Qualis popuela maerens Philomela.
La Noche o la Obscuridad y Júpiter-Conio, tenían sus templos en Megara y puede decirse que aún permanecen estas dos deidades. Aún se ven algunos restos de murallas y no sé si serán las que Alcathoo edificó ayudándole a Apolo. Mientras el dios trabajaba en la obra puso su lira sobre una piedra, la cual desde entonces daba armoniosos sonidos, siempre que la tocaban con un pedernal. No busqué la escuela de Euclides, aunque mejor hubiera querido hallar la casa de aquella compasiva mujer que cuidó de enterrar a Phocion.
Al otro día que era el 22 de agosto, salimos de Megara a las once de la mañana, y esta tardanza fue causa de que aquel mismo día no pudiésemos llegar a Atenas. A las cinco de la tarde llegamos a una vega rodeada de montes, menos por la parte del mediodía que la cierra la costa del mar. Al otro lado de este brazo de mar, se descubren las orillas de una isla bastante elevada, y cuya punta oriental se acerca a uno de los promontorios del continente, dejando sólo un estrecho paso. Resolví quedarme en una aldea que está sobre una colina que termina al poniente, y cerca del mar, el círculo de montañas de que acabo de hablar. Se distinguían en la llanura, las ruinas de un acueducto y otras varias. Nos apeamos al pie del montecillo y subimos a una cabaña donde tuvimos buena acogida. Allí encontré un griego que hablaba algo italiano, conocía a Mr. Fauvel y del cual sabía las noticias que me dio sobre aquellos parajes. La aldea en que nos hallábamos, era la antigua Eleusis y ahora se llama Lepsina. La isla era la de Salamina, y el canal donde se dio aquella célebre batalla entre la escuadra de los griegos y la de los persas. Debajo de nuestra cabaña estaba el templo de Ceres, y aun vi el paraje que ocupaba la estatua de la diosa que los ingleses se llevaron poco ha, y la cual creo que Mr. Fauvel me ha dicho que, a pesar de su gran fama, era de mala escultura.
Después de lo que tantos viajeros han dicho de Eleusis, sólo añadiré por mi parte que me paseaba en medio de sus ruinas, que bajé al puerto y me detuve a contemplar el estrecho de Salamina. Se acabaron la gloria y las fiestas de aquellos parajes, igual silencio reinaba en la tierra y en el mar, ni aclamaciones, ni cánticos, ni pompas en la orilla, ni gritos de guerra, ni choque de galeras, ni agitación en las olas. Mi imaginación se atropellaba a representarme la procesión religiosa de Eleusis, a cubrir la orilla del innumerable ejército de persas que miraban el combate de Salamina. A mi entender Eleusis es el pueblo más célebre de Grecia, pues que en él se enseñaba la unidad de Dios y que presenció el mayor esfuerzo que jamás los hombres hicieron por su libertad.
¡Quién lo creería!, los griegos modernos casi ignoran el nombre de Salamina. «Esta isla, ha perdido su nombre —dice Mr. Fauvel en sus memorias—, pues está tan olvidado como el de Temístocles». Esta indiferencia de los griegos por cuanto pertenece a su patria es harto vergonzosa para ellos, pues no sólo ignoran su historia, sino hasta la lengua que forma su gloria. Y así se vio a un inglés entusiasta por las cosas griegas, quererse avecindar en Atenas para dar lecciones de griego antiguo.
Sólo la noche pudo echarme de la orilla. Las olas que la brisa había levantado, chocaban en la orilla y venían a mojar mis pies; anduve algún tiempo por aquella orilla donde debía hallarse el sepulcro de Temístocles y es muy probable que en aquel instante yo era el único que en Grecia se acordaba de aquel héroe.
En fin, llegó el célebre día de nuestra entrada en Atenas, que fue el 23 a las tres de la mañana. Tomamos la Vía-Sacra y nos engalanamos lo mejor que pudimos. Encontramos algunas ruinas que serían las de los monumentos de Eumolpo y de Hippothoon, vimos los arroyos de agua salada, donde el populacho griego se mofaba de los pasajeros en memoria de las injurias que una vieja había dicho a Ceres cuando pasó por allí. Entramos en el desfiladero que forman los montes Parnes y Egaleo. Descubrimos un monasterio edificado sobre las ruinas del templo de Apolo y cuya iglesia es una de las más antiguas del Ática. Un poco más lejos descubrimos las ruinas del templo de Venus. En fin, comenzándose a ensanchar el desfiladero, dimos vueltas al monte Paecilo, puesto en medio del camino como para cubrir el cuadro, y de pronto se nos presentó la llanura donde está Atenas.
Los viajeros que visitan la ciudad de Cecrope, llegan por lo común por el Pireo, o por el camino de Negroponto, y entonces pierden parte de esta hermosa vista, pues cuando se viene por el mar no se descubre la ciudadela y el Anchkesmo rompe la perspectiva cuando se baja de la Eubea, pero mi buena suerte quiso traerme por el verdadero camino para ver a Atenas en toda su hermosura.
Lo primero que fijó mi atención, fue la ciudadela alumbrada por los rayos del sol saliente, pues que estaba frente de mí al otro lado de la llanura y parecía apoyarse en el monte Hymeto que formaba el fondo del cuadro. Se veían confusamente mezclados los capiteles de los Propyleos, las columnas del Partenón y del templo de Erecteion, las troneras de una muralla con cañones, las ruinas góticas de los cristianos y los paredones de los musulmanes. Dos cerritos, el Anchesmo y el Museo, se elevaban el norte y al mediodía del Acrópolis, y en medio de los dos cerros y del Acrópolis se veía a Atenas: sus terrados entremedias de los minaretes, de los cipreses, de las ruinas, de las columnas aisladas, y las cúpulas de las mezquitas, formaban un efecto agradable al iluminarlas el sol. Pero si en sus ruinas se conocía aún a Atenas, se veía también por el género y carácter de su arquitectura en general que la ciudad de Minerva no estaba ya habitada por el pueblo a quien protegía.
Una cordillera de montes que se termina en el mar, forma la llanura de Atenas. Desde el paraje en que yo veía esta llanura, parecía la ciudad dividida en tres fajas o regiones que corrían en dirección paralela desde el norte al mediodía. La primera y más cercana a mí estaba erial y cubierta de maleza; la segunda, cultivada y acababan de levantar la cosecha; la tercera, cubierta de olivares que corrían algo circularmente desde la fuentes del Iliso, pasando por las vertientes del Anchesmo hasta junto al puerto de Phalereo. El Cephiso riega estos olivares, los cuales son tan viejos que parecen descender de la oliva que Minerva hizo salir de la tierra. La madre del Iliso que está casi seca, corre al otro lado de Atenas entre la ciudad y el monte Hymeto. La llanura no es del todo igual, una cordillera de cerritos que descienden del Hymeto la desnivela y forma las diferentes alturas, sobre las cuales se fueron poco a poco levantando los monumentos que decoraban aquel país.
En el primer instante de muy vivas sensaciones, no es cuando se goza del mayor placer. Me acercaba a Atenas con tan extraordinario gozo, que no me dejaba reflexionar en cosa alguna. Pero mis sensaciones eran del todo diferentes de las que tuve al ver a Lacedemonia. Hasta en sus ruinas han conservado Esparta y Atenas sus diferentes genios, las de la primera son tristes, graves y solitarias, las de la segunda alegres, ligeras y están habitadas. Al ver uno la patria de Licurgo, las ideas que se le ocurren son graves, fuertes y profundas, el alma se fortifica, se sublima y engrandece. Pero ante la ciudad de Solón, queda como deslumbrado por los prodigios del ingenio humano, considera la perfección del hombre como ser inteligente e inmortal. Los sublimes sentimientos de la naturaleza humana, adquieren en Atenas cierta elegancia desconocida en Esparta. El amor de la patria y de la libertad no era en los atenienses un instinto ciego, sino un sentimiento ilustrado, fundado en aquel gusto de lo bello en todos los géneros de que tan liberalmente les dotó el cielo. En fin, pasando de las ruinas de Lacedemonia a las de Atenas, consideré que hubiera querido morir con Leonidas y vivir con Pericles. Nos encaminábamos a aquella pequeña ciudad y célebre república, cuya reducida extensión comprendía sólo unas quince o veinte leguas y cuya población no igualaba a la de un arrabal de París y la cual, no obstante, compite en fama con el imperio romano. Mirando atentamente a sus ruinas, la apliqué estos versos de Lucrecio.
Primae frugíferos faetus mortalibus aegris
Dididerunt quondam praeclaro nomine Atenea,
El recreaverunt vitam, legesque rogarunt,
Et primae dederunt solatia ducia vitae.
No conozco cosa más gloriosa para los griegos que aquellas palabras de Cicerón: «Ten presente, Quincio, que mandas a los griegos que civilizaron a las demás naciones y las enseñaron a ser humanas y de suave trato y a los cuales Roma debe cuanto sabe». Cuando uno piensa en lo que Roma era en tiempo de Pompeyo y de César y en lo que el mismo Cicerón era, advierte en estas pocas palabras un muy grande elogio.
Atravesé bien deprisa las dos regiones, la erial y la cultivada, porque ya no se ven en el camino, el monumento del Rhodio y el sepulcro de la mujer Ramera. Entramos en el olivar: antes de llegar al Cephiso, se veían dos sepulcros y un altar de Júpiter. Pronto descubrimos la madre del Cephiso entre las olivas que formaban su margen, me apeé para beber su agua, pues siempre me ha gustado beber en los famosos ríos por donde he pasado y así es que he bebido las aguas del Mississippi, del Támesis, del Rhin, del Pó, del Tíber, del Eurotas, del Cehiso, del Hermo, del Granico, del Jordán, del Nilo, del Tajo y del Ebro. ¡Cuántos hombres a las orillas de estos ríos pueden decir como los israelitas, Sedimus et flevimus!
Descubrí a alguna distancia hacia mi izquierda, las ruinas del puente que Xenocles de Lindo echó sobre el Cephiso. Volví a montar a caballo y no procuré ver la higuera sagrada, el altar de Zéfiro y la columna de Anthemócrito, porque el camino actual no va por donde la antigua Vía-Sacra. Al salir del olivar entramos en un jardín cercado, que viene a ocupar el espacio donde estaba el Cerámico exterior. Aún tardamos media hora en llegar a Atenas, que no tiene más murallas que unas ligeras paredes como de jardín. Pasamos por calles alegres, aseadas y como de lugar: las casas tienen cada una su huertecito con naranjos o higueras, los habitantes me parecieron alegres y noveleros y no noté en ellos aquel aire de abatimiento de los Moraitas. Nos enseñaron la casa del cónsul.
No podía haber buscado mejor guía para ver Atenas, pues hace muchos años que habita en la ciudad de Minerva y la conoce tan bien y aun mucho mejor que un parisiense a París. Ha escrito sobre Atenas muy excelentes memorias, se le deben útiles descubrimientos sobre Olimpia, la llanura de Marathon, el sepulcro de Temístocles, el Pireo y el templo de la Venus de los Jardines. Ha trabajado y sigue trabajando como pintor en el Viaje pintoresco de Grecia, cuyo autor, M. de Choiseul-Gouffier, me había dado una carta de recomendación para él, y otra el ministro Talleyrand.
No hay que esperar el que dé yo aquí una descripción completa de Atenas, pues la traducción de Pausanias y el viaje del joven Anachârsis, nada dejan que desear en esta parte. En cuanto a las ruinas de esta famosa ciudad, se puede ver a Martín Cursio, al P. Babín, a Pococke, Spon, Wheler y sobre todos a Chandler y a Mr. Fauvel, y en cuanto a los planos, mapas y vistas de Atenas, debe consultarse al marqués de Nointel, Leroi, Stuart, Pars y sobre todo al Viaje pintoresco ya citado, aunque aún no está concluido. Estos autores tratan muy bien la parte perteneciente a las costumbres y gobierno de los atenienses modernos, y como aquellas no varían en el oriente, es muy exacto cuanto dicen Chandler y Guys.
Tuve la fortuna de hallar en su casa a M. Fauvel, quién me recibió con sumo agrado y al instante nos hicimos mil preguntas sobre París y Atenas, pero pronto nos olvidamos de aquel pueblo, ocupándonos sólo éste. ¡Qué placer para mí, el hallarme alojado en Atenas, en un cuarto lleno de moldes del Parthenón! Todas las paredes estaban adornadas con vistas del templo de Teseo, planes de los Propileos y mapas del Ática y de la llanura de Maratón. Había algunos mármoles sobre una mesa; medallas, vasos y cabecitas de barro cocido en otra. Con gran sentimiento mío barrieron aquel venerable polvo, y entre tan maravillosas obras, pusieron mi cama. Cual un recluta que llega al ejército la víspera de un gran combate, dormí en el campo de batalla. Durante la cena, en la que me sirvieron vino del país y miel del monte Hymeto, que me parecieron muy desagradables, se habló de varias cosas y entre ellas se dijo que era señor de Atenas el jefe de los eunucos negros y yo no pude menos de exclamar: ¡Oh Solón! ¡Oh Temístocles! ¡El jefe de los eunucos negros, señor de Atenas, y las demás ciudades de Grecia envidiando tan singular dicha a los atenienses!
Dos viajeros ingleses acababan de partir de Atenas cuando yo llegué y aún había en ella un pintor ruso que vivía muy retirado. Esta ciudad es muy concurrida por los aficionados a las antigüedades, porque está en el camino de Constantinopla, y se llega a ella fácilmente por mar.
M. Fauvel, no quiso que saliésemos a recorrer la ciudad hasta que se pasase la fuerza del calor. Salimos pues, a las cuatro de la tarde y casi a su puerta me hizo reparar en las ruinas de un templo antiguo. Cuantas gentes encontrábamos en la calle, saludaban a M. Fauvel y querían saber quién era yo, pero nadie acertaba a pronunciar mi nombre. Sucedía lo mismo que en la antigua Athenas: Athenienses autem omnes, dice San Lucas, ad nihil aliud vacabat nisi aut dicere, aut audire aliquid novi. Los turcos decían: Fransuse! Efendi! y fumaban sus pipas, que era lo mejor que podían hacer. Los griegos al vernos pasar levantaban las manos sobre sus cabezas y exclamaban: Kalôs ilthete Archondes! Bate kala eis palaeo Athinan! «Bien venidos señores. Buen viaje a las ruinas de Atenas» y parecían tan orgullosos como si nos hubiesen dicho: «Vais a casa de Fidias o de Ictino». Me volvía yo todo ojos para mirar y en todo creía ver antigüedades. M. Fauvel me las explicaba con la mayor inteligencia y detención.
Saliendo de en medio de Atenas moderna y dirigiéndose a poniente, las casas están más separadas unas de otras, y luego se hallan grandes espacios deshabitados, donde se ven el templo de Teseo, el Pnyx y el Areópago. No describiré el primero porque hay muchas descripciones de él y se parece al Partenón; sólo diré que es el monumento más bien conservado de Atenas. Por mucho tiempo fue una iglesia con el título de San Jorge y ahora es un almacén.
El Areópago estaba sobre una altura al occidente de la ciudadela y no es fácil comprender cómo se pudo levantar sobre la roca, en la que aún se ven ruinas, un monumento de alguna extensión. Un vallecito llamado en la antigua Atenas Caelé (el hueco), separa la colina del Areópago, de las del Pnyx y de la de la ciudadela. Se veían en el Caelé los sepulcros de los dos Cimones, de Tucídides y de Herodoto. El Pnyx, donde los atenienses tuvieron al principio sus asambleas públicas, es una explanada sobre una escarpada roca, detrás del Lycabeto. Una muralla formada de enormes piedras sostiene esta explanada por el lado del norte; al mediodía se eleva una tribuna abierta en la piedra viva, a la que se sube por cuatro gradas abiertas también en la piedra. Advierto esto, porque los antiguos viajeros no conocieron bien la forma del Pnyx. El lord Elgin hace pocos años que hizo limpiar de escombros la colina y descubrió las gradas. Como aún no es aquella la cima de la roca, no se puede ver el mar hasta más arriba de la tribuna y de este modo se quitaba al pueblo la vista del Pireo, para que los oradores facciosos no le moviesen a temerarias empresas a vista de su poder y de sus naves. Los atenienses se ponían sobre la explanada entre la muralla circular que indiqué al norte y la tribuna al mediodía.
En esta tribuna fue donde resonó la voz de Pericles, de Alcibíades y de Demóstenes, donde Sócrates y Phoción hablaron al pueblo de mayor ingenio y menos juicio de toda la tierra. Ahí fue donde se cometieron tantas injusticias y se dieron tan inicuos o crueles decretos. Tal vez estos parajes vieron desterrar a Arístides y triunfar a Mélito, condenar a muerte a todos los habitantes de una ciudad y sentenciar a la esclavitud a todo un pueblo. Pero allí fue también donde célebres ciudadanos manifestaron toda su elocuencia contra los tiranos de su patria, donde triunfó la justicia y se oyó la verdad. «Hay un pueblo —decían los diputados de Corinto a los espartanos— que sólo ansía por novedades, pronto en pensar, pronto en obrar y cuyo arrojo excede a su fuerza. En los peligros, a los que por lo común se arroja sin reflexión, jamás pierde la esperanza; naturalmente inquieto, procura engrandecerse fuera de sus dominios: si sale vencedor, adelanta y sigue la victoria, si vencido, no se desalienta. Los atenienses no miran su vida como propia, pues fácilmente la sacrifican por su patria. Cuando no logran lo que desean, creen que les han privado de sus legítimos bienes. Si sus deseos no se verifican, conciben una nueva esperanza. Apenas han pensado una cosa, cuando ya la han ejecutado. Atendiendo siempre a lo venidero, descuidan lo presente: no conocen el sosiego, ni para sí, ni para los demás».
¿Y qué ha sido de este pueblo? ¿Dónde le hallaré? Traduciendo yo este pasaje en las ruinas de Atenas, veía los minaretes de los musulmanes y oía hablar de los cristianos. A Jerusalén iba yo a hallar la respuesta a esta pregunta y ya conocía las palabras del oráculo: Dominus mortificat et vivificat, deducit ad inferos et reducit.
Aún no era de noche y así pudimos pasar del Pnyx a la colina del Museo, en cuya cima se halla el monumento de Philopappo, que es de mal gusto. Este Philopappo era legítimo heredero de la corona de Siria, como descendiente del rey Antíoco, y su familia fue traída a Atenas por Pompeyo, que la despojó de la dignidad real, reduciéndoles a la clase de meros ciudadanos. Mr. Fauvel me hizo reparar en las ruinas del teatro de Baco, al pie de la ciudadela, en la seca madre del Iliso, en el mar sin navíos y en los solitarios puertos de Phalereo, de Munychia y del Pireo.
Con esto ya era de noche y nos volvimos a Atenas. Habiéndome retirado a mi habitación y durmiendo ya profundamente, pues estaba muy cansado, me despertó de pronto el tamboril y la gaita de los turcos, cuyos discordantes sonidos, venían de lo alto de los Propyleos. Al mismo tiempo un imán turco gritó la hora en árabe a los cristianos de la ciudad de Minerva. No podré expresar el efecto que todo esto produjo en mí y es cierto que el imán no necesitaba advertirme lo fugaz de los años, pues bastaba con oír su voz en aquellos parajes para conocer el sumo transcurso de los siglos.
Esta movilidad de las cosas humanas causa tanta admiración, cuanto que se contrapone a la inmovilidad de lo demás de la naturaleza. Como para burlarse de la inestabilidad de las cosas humanas, hasta los mismos animales no experimentan ni trastorno en su imperio, ni alteración en sus costumbres. Cuando estábamos sobre la colina del Museo, había yo visto a las cigüeñas formarse en batallones y dirigir su vuelo hacia el África. Dos mil años atrás hacían el mismo viaje, y han permanecido libres y felices, tanto en la ciudad de Solón, como en la del jefe de los eunucos negros. Desde lo alto de sus nidos, a los que no pueden tocar las revoluciones, han visto mudarse pueblos enteros: mientras que generaciones impías se elevan sobre piadosas generaciones, la cigüeña alimenta siempre a sus ancianos padres, según nos dice Solino. Si me detengo a hacer estas reflexiones, es porque los viajeros aman a las cigüeñas, las que según el texto de Jeremías, conocen las estaciones en el cielo. Estas aves fueron a menudo las compañeras de mis viajes en América. Muchas veces las he visto encaradas sobre el Wigwam de los salvajes y cuando las he vuelto a hallar en otra especie de desierto y sobre las ruinas del Partenón, no he podido menos de hablar de mis antiguos amigos.
Al otro día que era el 24, a las cuatro y media de su mañana, subimos a la ciudadela, cuya cumbre está cercada de murallas medio antiguas, medio modernas; en otro tiempo había además otra muralla que cerraba su base. En el circuito que forman estas murallas, se encuentran aún las ruinas de los Propileos y las del templo de la Vitoria. Detrás de los Propileos, a la izquierda y hacia la ciudad, se ve el Pandroseo, el doble templo de Neptuno-Erecteion y el de Minerva-Polias: en fin, en lo más alto de la Acrópolis se eleva el templo de Minerva.
La montaña en que está la ciudadela, puede tener en su cumbre unos ochocientos pies de largo y cuatrocientos de ancho; su forma es casi la de óvalo, cuya elipse se fuese estrechando hacia el monte Hymeto y se diría que es un pedestal cortado expresamente para sostener los magníficos edificios que le decoraban.
Sin detenerme a dar la descripción particular de cada monumento, que los lectores pueden hallar en las obras ya citadas, voy a presentar algunas reflexiones generales.
La primera cosa que llama la atención en los monumentos de Atenas, es su hermoso color como dorado, debido a la claridad del cielo y al resplandor del sol en Grecia. Después no puede uno menos de admirar la exactitud, la armonía y la sencillez de las proporciones. No se ve orden sobre orden, columna sobre columna y cúpula sobre cúpula. El templo de Minerva es, o más bien era, sólo un paralelogramo prolongado, adornado con un peristilo y con un pronaos o pórtico y se elevaba sobre tres gradas que reinaban en derredor. Este pronaos ocupaba casi la tercera parte de la longitud total del edificio; el interior del templo se dividía en dos naves separadas por una pared y que sólo recibían la luz por la puerta: en una de estas naves se veía la estatua de Minerva, hecha por Fidias y en la otra se guardaba el tesoro de los atenienses. Las columnas del peristilo y del pórtico descansaban inmediatamente sobre las gradas del templo, pues no tenían base, eran estriadas y de orden dórico, tenían cuarenta y dos pies de elevación y diecisiete y medio de circunferencia cerca de la base; el intercolunio era de siete pies y cuatro pulgadas, y todo el edificio tenía doscientos dieciocho pies de largo y noventa y ocho y medio de ancho.
Los triglifos del orden dórico, señalaban el friso del peristilo; las metopas o cuadretes de mármol, separaban a los triglifos. Fidias o algunos de sus discípulos habían representado en estas metopas el combate de los Centauros y de los Lapitas; el friso de la Cela, estaba decorado con otro bajo relieve que tal vez representaría la fiesta de la Panateneas. Algunas piezas de excelente escultura, pero del siglo de Adriano, época del restablecimiento del arte, ocupaban los dos frontis del templo. Las ofrendas votivas y los escudos quitados al enemigo cuando la guerra médica, estaban colgados en la pared exterior del edificio. Entre estos escudos había inscripciones cuyas letras serían de bronce, y por los agujeros que han dejado los clavos podrían restablecerse y leerse aún como las de la casa cuadrada de Nímes.
Este templo ha sido tenido con razón por la obra maestra de la arquitectura, tanto entre los antiguos, como entre los modernos. La armonía y concierto de todas sus partes se advierte aún en sus ruinas, porque sería formarnos de él una mala idea, el representárnoslo sólo como un edificio pequeño, agradable y cargado de adornos a nuestro modo, pues cuando queremos ser elegantes en nuestra arquitectura, somos mezquinos y cuando majestuosos pesados. Pero todo está bien calculado en el Partenón, el orden es dórico y la poca elevación de su columna presenta al instante la idea de la duración y de la solidez, pero como esta columna, que además está sin base, parecería pesada, el arquitecto Yctino recurrió a su arte: la hizo estriada y la elevó sobre las gradas, introduciendo de este modo casi la ligereza del orden corintio en la gravedad dórica. No puso más adornos que los dos frontis y los dos frisos con escultura, pero excelente en todas sus partes. ¡Cuánta distancia hay de esta sabia economía de adornos, de esta feliz reunión de sencillez, de fuerza y de gracia, a nuestra profusión de recortes cuadrados, largos, redondos y en rombos, a nuestras delgadas columnas subidas sobre enormes bases, a nuestros porches comunes y aplastados que llamamos pórticos!
También debemos admirar en los edificios griegos lo bien concluidas que están todas sus partes, pues las piedras que forman las columnas del templo de Minerva, están tan unidas entre sí, que es menester mirarlas con sumo cuidado, para conocer que no son de una sola pieza. Y la misma perfección se advierte en los florones, plintos, molduras y demás partes del edificio, las líneas del capitel y las estrías de las columnas del Partenón son tan finas y delicadas, que creería uno que toda la columna había sido hecha a torno: unos recortados de marfil no serían más delicados que los adornos jónicos del templo de Erecteion, las cariátides del Pandroseo son verdaderos modelos. En fin, si después de haber yo visto los monumentos de Roma, me han parecido bastos los de Francia, cuando he llegado a ver los de Grecia he tenido por bárbaros a los de Roma, sin exceptuar entre estos al Panteón con su desmesurado frontis. Esta comparación se puede hacer muy bien en Atenas, donde la arquitectura griega se halla muchas veces al lado de la romana.
También había caído yo en el error común acerca de los monumentos de los griegos, pues aunque los tenía por perfectos en el todo, creía que carecían de grandeza, pero he visto que los arquitectos que los construyeron, tuvieron la habilidad de darles en grandeza proporcional lo que podía faltarles en extensión. Atenas, está llena de obras preciosas y sin embargo de que la población no era ni numerosa ni muy rica, construyeron enormes y como gigantescos edificios: las piedras del Pnyx parecen pedazos de montañas, los Propyleos eran una obra de inmenso trabajo y las baldosas de mármol que los cubrían de la mayor dimensión que se ha visto, las columnas del templo de Júpiter Olímpico tienen tal vez más de sesenta pies de alto y la circunferencia de todo el templo era de media milla. Las murallas de Atenas, comprendiendo la de los tres puertos, ocupaban un espacio de cerca de nueve leguas y las que reunían la ciudad con el Pireo eran tan anchas que podían correr por ellas dos carros de frente y, de cincuenta en cincuenta pasos, tenían torres cuadradas, y así es que los romanos jamás levantaron mayores fortificaciones.
¿Por qué suerte fatal estas obras maestras de la antigüedad que los modernos van a admirar tan lejos y a tanta costa, han sido destruidas en parte por los mismos modernos? El Partenón, se mantuvo intacto hasta el año 1687: los cristianos lo convirtieron en iglesia y envidiosos de ellos los turcos le convirtieron luego en mezquita. En el ilustrado siglo XVII, vienen los venecianos a cañonear los monumentos de Pericles, tiraron a bala roja sobre los Propyleos y el templo de Minerva; cayó una bomba sobre este último edificio y rompió la bóveda, hizo saltar los barriles de pólvora y con ellos parte de un edificio, que no tanto honraba a los falsos dioses de Grecia, cuanto al ingenio humano. Habiendo los venecianos tomado la ciudad, queriendo Morosini adornar a Venecia con los despojos de Atenas, dispone se bajen las estatuas que estaban en el frontis del Partenón y se rompen. Otro moderno, por amor a las artes mismas, viene a completar la destrucción que comenzaron los venecianos. Ya he hablado del lord Elgin, a quién se debe el conocer mejor el Pnyx y el sepulcro de Aganmemnon y el cual mantiene en Grecia un italiano que dirige las excavaciones. Pero este lord ha perdido todo su mérito destruyendo el Partenón. Quiso llevarse el bajo relieve del friso y los trabajadores turcos de que se valió rompieron el arquitrabe y echaron abajo los capiteles, rompiendo además la cornisa. Así es que los mismos ingleses que han estado después en Atenas, no han podido menos de sentir un amor a las artes tan mal entendido.
Pasamos toda la mañana en recorrer la ciudadela, los turcos habían pegado el minarete de una mezquita al pórtico del Partenón, subimos por la medio arruinada escalera de este minarete, nos sentamos en la parte rota del friso del templo y extendimos nuestras miradas por todas partes. Teníamos el monte Hymeto al este, el Pentélico al norte, el Parnes al nordeste, los montes Icro, Cordyalo o Egaleo al oeste y por encima del primero sobresalía la cumbre del Cytheron, al sudoeste y al mediodía se veían el mar, el Pireo, las costas de Salamina, de Egina, de Epidauro y la ciudadela de Corinto.
A nuestros pies en la vega, cuya circunferencia acabo de describir, se distinguían las colinas y la mayor parte de los monumentos de Atenas: al sudoeste la colina del Museo con el sepulcro de Philopappo, al oeste las rocas del Areopago, del Pnyx y del Lycabeto al norte, el montecillo Anchesmo y al este, las alturas que dominan al Stadio. Al pie mismo de la ciudadela se veían las ruinas del teatro de Baco y de Herodes-Ático. A la izquierda de estas ruinas estaban las grandes columnas aisladas del templo de Júpiter-Olímpico y más allá, tirando hacia el noreste, se descubría el recinto del Liceo, el curso del Iliso, el Stadio y un templo de Diana y de Ceres. En la parte del oeste y del noroeste, hacia el olivar, Mr. Fauvel me enseñaba los parajes donde estuvieron el Cerámico exterior, la Academia y su camino entre los sepulcros. En fin, en el valle que forma el Anchesmo y la ciudadela, se descubría la ciudad moderna. Figurémonos ahora este gran espacio, cubierto en parte de maleza, de olivares, de viñas, de sembrados, trozos de columnas y ruinas antiguas y modernas que se descubren entremedias, y los aldeanos y los turcos que animan el cuadro.
Desde lo alto del Acrópolis, vi salir el sol por entre las dos cumbres del monte Hymeto y sus rayos iban a dorar las soberbias obras de Fidias, que parecían moverse por el efecto de la luz. Ésta blanqueaba a lo lejos el mar y el Pireo y la ciudadela de Corinto, reflejando la claridad del día, brillaba en el horizonte de poniente como una roca de púrpura y de fuego. Desde el paraje en que nos hallábamos, hubiéramos podido ver, en los tiempos prósperos de Atenas, salir las escuadras del Pireo para combatir al enemigo o ir a las fiestas de Delos, hubiéramos podido oír en el teatro de Baco las dolorosas expresiones de Edipo, de Philoctetes y de Hécuba, y los aplausos de los ciudadanos a las oraciones de Demóstenes. Pero ¡ay! ¡nada se oye ya! Apenas salían de entre aquellas murallas que resonaron por tanto tiempo con las voces de un pueblo libre, los gritos de un populacho de esclavos. Para consolarme me decía lo que siempre tiene uno que decirse: Todo pasa y todo acaba en el mundo. ¿Dónde están aquellos sublimes ingenios que elevaron el templo, sobre cuyas ruinas reposaba yo entonces? Este sol que presenció tal vez los últimos suspiros de la infeliz hija de Megara, vio morir a la hermosa Aspasia. Este cuadro del Ática, este espectáculo que contemplaba yo, lo habían contemplado otros, que hacia siglos que murieron. También moriré yo, otros hombres de tan fugaz vida como la mía, vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas. En manos de Dios está nuestra vida y nuestro corazón y de ambos dispondrá según su voluntad divina.
Bajando de la ciudadela tomé un pedazo de mármol del Partenón y también había tomado una piedrecilla del sepulcro de Agamenón y lo mismo he hecho con cuantos monumentos he visto. No son tan buenos recuerdos de mis viajes como los que trajeronMr. de Choiseul y lord Elgin, pero me bastan. También conservo algunos amistosos regalos que me han hecho mis huéspedes, entre ellos, un cañutrero de hueso que me dio el P. Muñoz en Jafa, y cuando veo estas bagatelas me acuerdo al instante de mis viajes y aventuras y me digo: «allí estaba yo, y me sucedió tal cosa». Ulises volvió a su isla con grandes cofres llenos de ricos regalos que le hicieron los pheacios; yo he entrado en mi casa con una docena de piedras de Esparta, de Atenas, de Argos y de Corinto, tres o cuatro cabecitas de barro cocido que me dio Mr. Fauvel, unos rosarios, una botellita de agua del Jordán, otra del Mar Muerto, algunas cañas del Nilo, un mármol de Cartago y un molde de yeso de los bajos relieves de la Alhambra. He gastado cincuenta mil pesetas en mi viaje, he regalado mis ropas y mis armas, y si hubiese durado algo más, hubiera vuelto a pie y con sólo un bordón. Por desgracia mía no hubiera encontrado al llegar un buen hermano que me hubiese dicho como el anciano de las Mil y una Noches: «Hermano mío, ahí tienes mil cequines, compra camellos y déjate de viajar».
Al salir de la ciudadela nos fuimos a comer y aquella misma tarde pasamos al Stadio que está al otro lado del Iliso y conserva perfectamente su forma, aunque ya no tiene las gradas de mármol con que le decoró Herodes-Ático. El Iliso está casi seco, aunque en otro tiempo tuvo bastante agua, pero ahora debe correr bajo la arena, pues está todo como cegado con el guijo y piedras que han caído de los cercanos montes.
Volviendo del Iliso, Mr. Fauvel me hizo pasar por el paraje donde estuvo el Liceo y luego vimos unas grandes columnas aisladas en el barrio de la ciudad que llamaban Atenas la nueva o la del emperador Adriano. Spon quiere que estas columnas sean de un pórtico que llamaron de las Ciento veinte columnas y Chandler presume que pertenecían al templo de Júpiter Olímpico. Sobre una porción de arquitrabe que une a dos de estas columnas, se ve aún una celdita que fue de un ermitaño, y no se sabe cómo se la pudo construir sobre el capitel de estas prodigiosas columnas que tienen tal vez más de sesenta pies de alto. Así pues, aquel gran templo en el que los atenienses trabajaron durante siete siglos, que todos los reyes del Asia quisieron concluir y que sólo Adriano, dueño del universo, tuvo la gloria de acabarlo, este templo ha cedido al esfuerzo del tiempo y la celdita de un solitario ha permanecido en pie sobre sus ruinas. Dos columnas de mármol sostienen en el aire una pobre casita de yeso, cual si la fortuna quisiese ostentar sobre este magnífico pedestal un monumento de sus triunfos y caprichos.
Aunque estas columnas son más altas que las del Partenón, no son ni con mucho tan hermosas, y ya se advierte en ellas la decadencia del arte, pero como están solas y desparramadas, sin ningún edificio al lado, producen un gran efecto, pareciéndose a aquellas solitarias palmeras que se descubren entre las ruinas de Alejandría. Cuando los turcos temen alguna calamidad, traen aquí un corderito y le obligan a que bale, levantándole la cabeza hacia el cielo: no pudiendo hallar la voz de la inocencia entre los hombres, recurren a un corderito para aplacar la cólera celeste.
Entramos en Atenas por el pórtico, en el que se lee la tan sabida inscripción:
ESTA ES LA CIUDAD DE ADRIANO,
Y NO LA CIUDAD DE TESEO.
Fuimos a hacer una visita a un francés establecido en Atenas, y con este motivo, vi despacio algunas mujeres. Las de Atenas no me parecieron ni tan altas ni tan hermosas como las moraitas. Desagrada a un extranjero la moda que tienen de pintarse el cerco de los ojos de azul y la punta de los dedos de encarnado, pero como yo había visto mujeres con perlas en las narices, lo cual agrada mucho a los iroqueses y a mí comenzaba a no desagradarme, veo que no debe uno disputar de gustos. Lo cierto es que jamás las mujeres de Atenas, fueron célebres por su hermosura, y aun se las acusaba de gustar mucho del vino. La prueba de que no era grande el imperio de su hermosura, es que casi todos los hombres célebres de Atenas, amaron a mujeres extranjeras como Pericles, Sófocles, Sócrates, Aristóteles, y aún el divino Platón.
El día 25 montamos a caballo muy temprano, salimos de la ciudad y tomamos el camino del Phalereo. Cerca del mar el terreno es un poco levantado y se termina en colinas cuyos recodos forman a levante y poniente los puertos de Phalereo, de Munychîa y del Pireo. Descubrimos los cimientos de las murallas que cerraban el puerto y otras ruinas muy confusas que serían tal vez las de los templos de Juno y de Ceres. Aquí cerca tenía Arístides su reducida heredad y su sepulcro. Bajamos al puerto, que es una concha redonda que podría contener unos cincuenta barcos, y son precisamente los que Menestheo llevó a Troya: «Seguíanle cincuenta bajeles negros». También salió Teseo del Phalereo para ir a Creta. No son siempre las grandes escuadras y los grandes puertos los que dan la inmortalidad, pues Homero y Racine no dejarán que se pierda el nombre de una rada o de un barquichuelo.
Del puerto del Phalereo pasamos al de Munychîa, que es el ovalado y algo mayor que el primero. En fin, pasamos a la punta de unas rocas y nos dirigimos hacia el Pireo.Mr. Fauvel me detuvo en el recodo que forma una lengua de tierra, para enseñarme un sepulcro abierto en la roca que él cree sea el de Temístocles, opinión que no han seguido los demás anticuarios.
No pude menos de admiradme de la soledad del Pireo: habíamos dado vuelta a una costa desierta, habíamos visto tres puertos y en ninguno de ellos una barca, sólo ruinas, rocas y mar, ni más ruido que el grito de los alciones y el murmullo de las olas, que rompiéndose en el sepulcro de Temístocles, hacían salir un gemido eterno de la morada del eterno silencio. Arrastradas por las olas, las cenizas del vencedor de Xerxes, descansaban en lo profundo de estas mismas olas, confundidas con los huesos de los persas. En vano buscaba yo el templo de Venus; la larga galería y la estatua simbólica que representaba al pueblo inexorable había caído para siempre cerca del pozo donde los ciudadanos desterrados venían a reclamar inútilmente su patria. En lugar de aquellos soberbios arsenales, de aquellos pórticos donde se resguardaban las galeras y donde resonaban los gritos de los marineros, en lugar de aquellos edificios que todos juntos representaban a la hermosa ciudad de Rodas, ya no veía yo más que un convento arruinado y un almacén. Allí un aduanero turco, triste centinela en la orilla y modelo de estúpida paciencia, está todo el año sentado en una mala barraca y pasa meses enteros sin ver llegar un barquichuelo, a tan miserable estado se ven reducidos en el día aquellos tan famosos puertos. ¿Quién puede haber destruido tantos monumentos de los dioses y de los hombres? Aquella fuerza oculta que todo lo derriba, estando ella misma sujeta al desconocido Dios, cuyo altar vio San Pablo en Phalereo: Deo ignoto.
El puerto del Pireo forma un arco, cuyas puntas se acercan tanto, que sólo dejan un paso estrecho; ahora le llaman el puerto león a causa de un león de mármol que se veía antes en él y que Morosini se llevó a Venecia en 1686. Este puerto se dividía interiormente en tres conchas llamadas el Cántaro, el Aphrodiso y el Zea; aún se ve una dársena medio cegada que podría haber sido muy bien el Aphrodiso. Estrabón asegura que en este puerto cabían muy bien cuatrocientos bajeles y Plinio hace subir este número hasta mil, pero ahora bastaría para llenarle con cincuenta barcos. Sin embargo es profundo y abrigado y una nación industriosa podría hacer de él un buen puerto.
Habiendo descansado un instante en la aduana, volvimos a Atenas por el camino del Pireo y pasamos por el sepulcro de la amazona Antíope examinado por Mr. Fauvel, pero tuve la pena de no hallar ya el sepulcro de Menando, el cenotafio de Eurípides y el templete dedicado a Sócrates.
Como habíamos alquilado los caballos para todo el día, apresuramos la comida y volvimos a continuar nuestros paseos a las cuatro de la tarde, tomando el camino por el lado del monte Hymeto, yendo a parar a la aldea de Angelo-Kipus, donde Mr. Fauvel cree haber hallado el templo de Venus Jardinera. Después de haber visto las curiosidades de esta aldea, tomamos a poniente y pasando entre Atenas y el monte Anchesmo, entramos en un gran olivar. Vimos el Cephiso que por allí lleva alguna agua, aunque siento decir que cenagosa y no obstante sirve para regar algunos huertos, manteniendo la frescura y frondosidad, cosas raras en Grecia. Volvimos atrás siempre por el olivar, dejamos a la izquierda un cerrito cubierto de piedras y era Colona, a cuyo pie se veía antes la aldea donde se retiró Sófocles y el paraje donde aquel gran trágico, hizo derramar sus lágrimas al padre de Antígona. Seguimos un buen trecho el camino de bronce, donde aún hallamos algunos vestigios del templo de las Furias. Desde allí y acercándonos a Atenas, nos estuvimos paseando mucho tiempo por las cercanías de la Academia, sin que quede cosa alguna que dé a conocer ya esta morada de los sabios. La segur de Sila, derribó sus primeros plátanos y los que tal vez Adriano hizo plantar de nuevo, tampoco escaparon de otros bárbaros. Ni se hallan el altar del Amor, ni el de Prometeo, ni el de las Musas. Apagóse aquel divino entusiasmo en los bosques, en que Platón fue inspirado tan sublimemente. Bastará con dos parajes para dar a conocer el placer y la sublimidad que los antiguos hallaban en las lecciones de este filósofo. La víspera del día en que Sócrates recibió a Platón en el número de sus discípulos, soñó que un cisne descansaba en su regazo. Habiendo impedido la muerte a Platón el concluir sus Cricias, Plutarco llora esta desgracia, y compara los escritos de este maestro de la Academia a los templos de Atenas, entre los cuales el de Júpiter Olímpico era el único que no estaba concluido.
Hacía ya una hora que había anochecido cuando nos volvimos a Atenas. Brillaba el firmamento con innumerables estrellas, la noche era muy clara y serena, el aire suave, transparente y puro, nuestros caballos caminaban lentamente y nosotros íbamos meditabundos y silenciosos. El camino que llevábamos es muy de creer fuese el antiguo de la Academia, a cuyas orillas estaban los sepulcros de los ciudadanos que murieron por la patria y de los hombres más célebres de Grecia. Allí descansaban Trasibulo, Pericles, Chabrias, Timoteo, Harmodio y Aristógito. Fue sin duda sublime idea la de reunir en un mismo paraje las cenizas de aquellos grandes hombres que vivieron en diferentes siglos y los cuales, como hijos de una misma familia ilustre y por mucho tiempo dispersa, habían venido a descansar en el regazo de su madre. ¡Qué variedad de ingenios, de grandeza y de valor! ¡Qué diversidad de virtudes y de costumbres no advertía uno a la primera ojeada! Y estas virtudes que la muerte había templado, por decirlo así, a manera de aquellos generosos vinos que dice Platón se mezclaban con una divinidad sobria, no ofendían ya a las miradas de los vivos. El pasajero que leía en una columna fúnebre esta sencilla inscripción:
PERICLES DE LA TRIBU ACAMANTIDA
DEL BARRIO DE COLARGA.
Se admiraba sin sentir envidia alguna. Cicerón se presenta a Ático vagando por entre estos sepulcros y venerando a aquellas augustas cenizas, pero en el día ya no podría decir lo mismo, porque fueron destruidos estos sepulcros. Los ilustres muertos que los atenienses colocaron en las afueras de su ciudad para que estuviesen como de avanzada, no se levantaron para defenderla y sufrieron que los tártaros la conculcasen. «El tiempo, la violencia y el arado —dice Chandler— lo han igualado todo». El arado está aquí de más y esta advertencia pinta mejor la desolación de Grecia que cuantas reflexiones pudiésemos hacer.
Aún me quedaban que ver en Atenas los teatros y los monumentos de lo interior de la ciudad y a esto dediqué todo el día 26. Ya dije, y nadie lo ignora, que el teatro de Baco estaba al pie de la ciudadela hacia el lado del monte Hymeto. El Odeón que comenzó Pericles, concluyó Licurgo, hijo de Lycophronte, quemaron Aristion y Sylla y restableció Ariobarzanes, estaba cerca del teatro de Baco, con quien tenía tal vez comunicación por medio de un pórtico. Es probable que hubiera en aquel mismo paraje, otro tercer teatro edificado por Herodes-Ático. Pero todas estas ruinas valen poco y no me causaron admiración alguna, pues que en Italia había yo visto teatros más grandes y mejor conservados. Pero hice una observación muy triste, y es que en tiempo de los emperadores romanos, cuando Atenas era aún la escuela del mundo, los gladiadores tenían sus sangrientos combates en el teatro de Baco. Ya no se representaban las obras clásicas de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides. A estos espectáculos que dan una gran idea del ingenio humano y que forman la noble diversión de las naciones cultas, sucedieron el horror de sangrientos y bárbaros combates, y con tanta ansia acudían los atenienses a estas atrocidades, cual habían acudido a las Dionysiacas. Un pueblo que a tan alto grado había ascendido, ¿cómo pudo descender tanto? ¿Qué se hizo aquel altar de la Compasión que se veía en medio de la plaza pública de Atenas y al cual los infelices colgaban las trenzas de sus cabellos? Si los atenienses, como dice Pausanias, eran los únicos entre los griegos que honrasen la Compasión mirándola como el consuelo de la vida, muy mudados se hallaban ya. No fueron por cierto los combates de los gladiadores los que adquirieron a Atenas el renombre de sagrada morada de los dioses. Tal vez los pueblos, bien así como los hombres suelen ser crueles en la decrepitud cual en la infancia, tal vez se apaga el ingenio de las naciones. Y cuando todo lo ha inventado, todo lo ha recorrido y de todo ha gozado, fastidiado y de sus sublimes producciones, y hallándose incapaz de otras nuevas, se embrutece y vuelve a las sensaciones puramente físicas. El cristianismo impedirá a las naciones modernas el que mueran en tan deplorable vejez. Pero si pudiésemos suponer que se acabase entre nosotros toda religión, no me admiraría que resonasen los gritos del gladiador moribundo, donde ahora los lamentos de Fedra y de Andrómaca.
Después de haber visto los teatros, entramos en la ciudad y nos detuvimos en la torre de los Vientos, cuya descripción debemos a Vitrubio y Varron, y la cual también han dado a conocer muchos viajeros modernos. No hablaré de algunas ruinas del orden corintio, en las cuales se advierte la grandeza romana y también su inferioridad en cuanto al buen gusto. A primera vista se conocen en Atenas las obras de los emperadores romanos, que desdicen infinito de las sublimes del siglo de Pericles. De aquí fuimos al convento de los franceses a pagar la visita al único religioso que hay. Dentro de la cerca del convento está el monumento chorágico de Lysicrates y en este último monumento acabé de pagar mi tributo de admiración a las ruinas de Atenas.
Esta delicada producción del ingenio griego fue conocida por los primeros viajeros con el nombre de Fanari toù Demosthenis. «En la casa que acaban de comprar los padres capuchinos —decía el jesuita Bibin en 1672— hay una antigüedad muy notable y la cual desde el tiempo de Demóstenes, pero después se ha averiguado, y Spon fue el primero, que era un monumento chorágico erigido por Lysícrates en la calle de las Trípodes y no es cierto una de los caprichos menos admirables de la fortuna, el que un capuchino habite en el monumento chorágico de Lisícrates, pero atendamos más bien a los beneficios que resultan de nuestras misiones, considerando que al mismo tiempo que un religioso francés hospedaba en Atenas a Chandler, otro religioso de la misma nación socorría a los viajeros en la China, en el Canadá y en los desiertos del África y de la Tartaria.
» Los francos en Atenas —dice Spon— no tienen más que la capilla de los capuchinos que está en el Fanari toù Demosthenis. Los padres jesuitas estaban en Atenas antes que los capuchinos y jamás se les ha echado de allí, pues si se fueron al Negroponto, fue porque aquí había más francos con quienes poder ejercer su caridad. Tenían su hospicio a un extremo de la ciudad. Los capuchinos se avecindaron en Atenas el año de 1658, y en el de 1669, el padre Simón compró el Fanari y la casa contigua».
A estas misiones debemos también la primera noticia de los monumentos de Grecia; ningún viajero había salido aún de su casa para ver al Partenón, cuando ya los religiosos, como desterrados a aquellas famosas ruinas, esperaban para hospedarlos a los anticuarios y a los artistas. Preguntaban los sabios por la ciudad de Cecrope y había en París, en el noviciado de Santiago, un padre Simón, que hubieran podido darles muy buenas y muy sabias noticias, pero no ostentaban su sabiduría y postrados al pie del crucifijo ocultaban en la humildad del claustro lo que habían aprendido y sobre todo lo que habían sufrido durante veinte años, en las ruinas de Atenas.
«Los capuchinos franceses —dice la Guilletiere— que han sido escogidos por la congregación de Propaganda Fide para las misiones de la Morea, tienen su principal residencia en Napoli, porque las galeras de los beyes van a invernar allí, permaneciendo desde el mes de noviembre hasta la fiesta de San Jorge, que es el día que se hacen a la mar, y como estas galeras están llenas de esclavos cristianos, el padre Bernabé, que es ahora el superior de las misiones de Atenas y de la Morea, se emplea con tanto celo como provecho en instruir y animar a aquellos infelices».
Habiendo concluido de ver a Atenas y adelantándose ya la estación favorable para hacer mi viaje en el navío en que van los peregrinos desde Constantinopla a Jerusalén, me despedí no sin mucha pena de Mr. Fauvel, el cual me indicó el camino más seguro que podía tomar, pero una fuerte calentura que me acometió en la aldea de Keracia me expuso a perder todo el fruto de mi viaje y aún a morir en aquellos retirados parajes. Gracias a los continuos favores de Mr. Fauvel, me alivié pronto de mi mal, y habiéndome él mismo proporcionado un barco que me llevó al cabo y puerto de Sunio, continué mi peregrinación.
No menos sobresalían los griegos en escoger los sitios acomodados para la mejor posición de sus edificios, que en la arquitectura con que los adornaban. En la mayor parte de los promontorios del Peloponesio, del Ática, de Jonia y de las islas del Archipiélago, se elevaban templos, trofeos o sepulcros. Estos monumentos circundados de bosques y rocas, diversamente iluminados por la luz, ya entre relámpagos y nubes, ya a la suave claridad de la luna, a la caída del sol o al rayar del alba, debían hermosear sobremanera las costas de Grecia. La tierra de este modo engalanada, debía presentarse a la vista del marinero cual la madre Cibeles, que con la cabeza torneada y sentada en la playa, mandaba a su hijo Neptuno que derramase las olas a sus pies.
El cristianismo, a quien debemos la única arquitectura conforme con nuestras costumbres, nos enseñó también a colocar en conveniente paraje los verdaderos monumentos adecuados a ellas. En la soledad de los bosques y en las cumbres de los montes, se ven nuestras antiguas ermitas, nuestras abadías y nuestros monasterios y no tanto se escogieron estos parajes por premeditado designio de la arquitectura, cuanto porque un arte, cuando está en relación con las costumbres de un pueblo, hace naturalmente lo que es mejor. Pero por el contrario, no podéis menos de observar cuán mal situados se hallan aquellos monumentos en que imitamos a los antiguos.
Pero los monumentos de los griegos modernos se parecen a la corrompida lengua que actualmente se habla en Esparta y en Atenas; en vano se nos dice que es la lengua de Homero y de Platón: a cada instante la confusa mezcla de palabras rústicas y de extraña construcción, nos descubre que ya es una lengua de bárbaros.
Estas reflexiones, hacía yo contemplando las ruinas del templo de Sunio, que es de orden dórico y del buen tiempo de la arquitectura. A lo lejos se columbraba el mar del Archipiélago con todas sus islas; el sol que estaba ya en su ocaso enrojecía las costas de Zea y las catorce columnas de mármol blanco, a cuyo pie estaba yo recostado; las matas de salvia y de enebro despedían aromático olor y apenas llegaba hasta mí el ruido de las olas.
Como se había echado el aire, necesitábamos que se levantase nueva brisa para partir; metiéronse los marineros en la barca y se durmieron, quedando solos conmigo José y un griego. Después de haber estado comiendo y charlando un buen rato, se echaron en el suelo y también se durmieron. Me tapé la cabeza con mi capa para guardarme del rocío y apoyando la espalda en una columna, me quedé solo y despierto contemplando el cielo y el mar.
A la más hermosa tarde había sucedido la más hermosa noche. El firmamento que se reflejaba en las olas, parecía trasladado a lo profundo del mar. El véspero o estrella de la noche, mi constante compañera en todo mi viaje, iba a ausentarse del horizonte, pues sólo se la descubría por sus grandes rayos de luz que de cuando en cuando bajaban hasta las olas, cual una antorcha que se está apagando. Algunas veces, rápidas ráfagas de viento oscurecían en el mar la imagen del cielo, conmovían las falsas estrellas y sacudían las olas que expiraban con débil murmullo entre las columnas del templo.
Mas cuán triste era este cuadro, cuando atendía a que lo estaba contemplando entre ruinas, pues sólo me acompañaban los sepulcros, el silencio, la destrucción, la muerte o algunos marineros griegos que sosegada y profundamente dormían sobre las ruinas de Grecia. Para siempre iba yo a dejar aquella tierra que tenía por sagrada; atendiendo a su pasada grandeza y a su actual abatimiento, no podía apartar la vista de un cuadro de tanto interés y de tanta amargura.
No soy por cierto uno de aquellos ciegos admiradores de la antigüedad, a quienes un verso de Homero sirve de consuelo en todo. Jamás pude comprender el sentido de aquellos versos de Lucrecio que dicen:
Suave mari magno, turbantibus aequora ventis,
E terrâ mágnum alterius spectare laborem.
Pues lejos de que me guste el contemplar desde la orilla, el naufragio de otras personas, padezco cuando veo padecer a los demás hombres. Las Musas no tienen entonces sobre mí más poder que el que inspira la compasión de la desgracia.
Muy felices son aquellos viajeros que se contentan con recorrer la Europa civilizada sin llegar a penetrar en aquellos países que antes fueron célebres, en los que el corazón padece a cada instante en los que las ruinas vivas apartan de continuo vuestra atención de las ruinas de mármol y de piedra. En vano en la Grecia quiere uno dejarse llevar de la ilusión, pues que la triste verdad le persigue a cada instante. Casucas de tierra, más propias para servir de refugio a las bestias que a los hombres; mujeres y niños cubiertos de andrajos, que huyen al ver llegar un jenízaro o cualquier extranjero; las mismas cabras que se espantan y descarrían a los montes, y los mastines que se quedan solos acometiéndoos con furiosos aullidos. Tal es el espectáculo que os aparta de los más agradables recuerdos.
El Peloponeso es un desierto. Desde la guerra de los rusos, el yugo con que los turcos oprimen a los moraitas, se ha hecho mucho más pesado y los albaneses degollaron a casi todos los habitantes. Sólo se ven aldeas destruidas por el hierro o el fuego; en las ciudades como Misitra, se hallan arrabales enteros enteramente abandonados, y a veces he andado quince leguas sin encontrar ni una casa; las más crueles vejaciones y todo género de malos tratamientos acaban de destruir la agricultura y la vida, echar a un aldeano griego de su cabaña, quitarle a su mujer y a sus hijos, matarlos con el menor pretexto, es un juguete para el más miserable agá de la más pequeña aldea. Habiendo llegado el moraita al último grado de la desgracia, huye de su país para buscar en Asia suerte menos dura. ¡Vana esperanza! Persíguele su fatal estrella y halla cadís y bajaes hasta en los arenales del Jordán y en los desiertos de Palmira.
El Ática, aunque menos miserable, no padece menos de esclavitud. Atenas se halla bajo la inmediata protección del jefe de los eunucos negros del serrallo. Un disdar o comandante hace en el pueblo de Solón las veces del monstruo que le protege. Este disdar habita en la ciudadela que está llena de las obras maestras de Fidias y de Ictino, sin preguntar a qué pueblo pertenecen aquellas ruinas, sin dignarse a salir del caserón que hizo edificar en los mismos célebres monumentos de Pericles. Sólo muy de cuando en cuando aquel tirano, que parece un autómata, sale pausadamente y como a rastras, a la puerta de su caverna y allí se sienta sobre un tapiz, cruzado de piernas, y mientras que el humo de su pipa se eleva por entre las columnas del templo de Minerva, el extiende estúpidamente sus miradas hacia las costas de Salamina y el mar Epidauro.
Se diría que la misma Grecia ha querido hacer pública con su luto la desgracia de sus hijos. Por lo general el país está erial, no se ven árboles, la campiña siempre es igual, agreste, y sólo se hallan en ella algunos amarillentos y marchitos matorrales. No se puede decir que hay verdaderos ríos y sí sólo torrentes y arroyos que vienen a secarse en verano. Casi no se hallan alquerías, ni se ven labradores, ni se encuentran carretas ni yuntas de bueyes. Y en verdad no hay cosa más triste que el no poder descubrir jamás el carril de una rueda moderna allí mismo donde halláis, aun hasta en las mismas peñas, el rastro de las ruedas antiguas. Algunos aldeanos vestidos con un miserable saco y un casquete encarnado en la cabeza, os saludan el paso con un tristekali spera (buenas tardes) y en miserables pollinos, llevan los frutos de sus viñas o su pobre hacienda. Cercad esta asolada tierra con un mar casi solitario, colocad en la punta de una roca una garita, una casucha, o un monasterio arruinados, elévese en aquella soledad un minarete que indique la esclavitud, que un hato de ovejas o de cabras ande pastando en un promontorio entre arruinadas columnas, que con sólo ver un turbante turco huyan los pastores quedándose aún más solitario el camino y tendréis con esto una idea exacta del actual estado de Grecia.
Se han investigado las causas de la decadencia del imperio romano y se podría escribir un libro muy bueno sobre las que han apresurado la caída de los griegos. No fueron las mismas, las causas que arruinaron a Atenas y Esparta que las que destruyeron a Roma, pues no cayeron por el peso de su inmensa mole, ni por la grandeza de su imperio, ni tampoco podemos decir que las destruyesen sus riquezas, pues al fin ni el oro de los aliados, ni la abundancia que el comercio proporcionó a Atenas, fueron extraordinarios ni se vieron entre sus ciudadanos aquellas asombrosas riquezas que manifiestan la corrupción de costumbres y la república fue siempre tan pobre que hubo de vivir muchas veces a expensas de los reyes del Asia, los cuales contribuían también a los gastos de sus más célebres monumentos. Y en cuanto a Esparta, es bien cierto que las riquezas de los persas pervirtieron a algunos sujetos particulares, pero no por esto dejó de ser pobre la república.
Daré por primera causa de la decadencia de los griegos, la guerra que se hicieron entre sí las dos repúblicas, luego que hubieron vencido a los persas. Desde que los lacedemonios se apoderaron de Atenas, podemos decir que murió ya aquella república, pues luego de conquistado, un pueblo dejó ya de existir por famoso que aún siga siendo en la historia. Los vicios del gobierno ateniense prepararon la victoria de Lacedemonia. Un estado puramente democrático es el peor de todos cuando tiene que luchar con un enemigo poderoso, pues se necesita entonces para salvar a la patria que la voluntad y por consiguiente el imperio, sean únicos. Era cosa lastimosa por cierto el furor del pueblo ateniense cuando los espartanos lo tenían casi cercado: desterrando y volviendo a llamar a los ciudadanos que podían salvarle, dejándose gobernar por facciosos oradores, sufrió la suerte que se merecía por sus locuras y si Atenas no fue destruida hasta los cimientos, fue por el respeto que los vencedores tuvieron a sus antiguas virtudes.
Del mismo modo que Atenas, la triunfante Lacedemonia, halló la primera causa de su ruina en sus propias instituciones. El pudor que una muy extraña ley había como despreciado para conservar al pudor mismo, fue en fin destruido por la misma ley. Las mujeres de Esparta, que se presentaban medio desnudas a vista de los hombres, llegaron a ser las más infames de la Grecia y de todas sus leyes contra la naturaleza misma, no les quedaron a los lacedemonios más que la disolución de costumbres y la crueldad. Cicerón, que presenció los juegos de los muchachos de Esparta, nos dice que se despedazaban unos a otros con dientes y uñas. ¿Y de qué sirvieron tan brutales leyes? ¿Mantuvieron la independencia de Esparta? En verdad que no. ¿Era necesario criar a los hombres cual si fuesen feroces bestias para que acabasen por obedecer al tirano Nabis y ser esclavos de los romanos?
Los mejores principios tienen sus excesos y su lado peligroso. Destruyendo Licurgo la ambición dentro de Lacedemonia, creyó sostener la república y la perdió. Si cuando los espartanos llegaron a conquistar a Atenas hubiesen reducido la Grecia a provincias lacedemonias, tal vez hubieran llegado a ser dueños del universo, y esta conjetura es tanto más probable cuanto que, sin pretenderlo y siendo tan débiles, llegaron a conmover en Asia el imperio del Gran Rey. Las victorias que sucesivamente hubieran logrado, habrían impedido el que al lado mismo de Grecia se hubiese levantado una poderosa monarquía, que acabó luego con todas aquellas repúblicas. Si Lacedemonia hubiese reunido en su seno los pueblos que venció con sus armas, habría podido acabar con Filipo en su nacimiento, habrían sido sus súbditos aquellos grandes hombres que luego fueron sus enemigos y Alejandro en lugar de nacer en una monarquía, habría nacido como César en una república.
Pero los lacedemonios en lugar de manifestar esta grandeza y esta ambición que llamaremos útil, contentos con haber puesto treinta tiranos en Atenas, se volvieron al instante a los reducidos límites de su valle, a causa de la inclinación que sus mismas leyes les habían inspirado hacia una vida oscura y pobre. No sucede a las naciones lo que a los sujetos particulares, pues la moderación en la fortuna y el amor al sosiego que pueden convenir a un ciudadano, en modo alguno aprovechan al estado. Cierto es que jamás debe hacerse una guerra impía, ni comprarse la gloria a costa de una injusticia, pero el no saber aprovecharse de las ventajas para honrar, engrandecer y fortalecer a su patria, más es en un pueblo falta de talento que exceso de virtud.
¿Qué les sucedió, pues, a los espartanos con este modo de proceder? No tardó mucho Macedonia en dominar a Grecia. Filipo dictó leyes al consejo de los Amphyctiones y acabó pronto aquel débil imperio de Laconia que no se sostenía en una verdadera fuerza, sino sólo en la fama de sus valerosas tropas. Nació Epaminondas y los lacedemonios vencidos en Leuctra, se vieron obligados a hacer un largo discurso para justificarse ante el vencedor, del que oyeron esta cruel sentencia: «¡Pusimos fin a vuestra breve elocuencia!». Nos brevi eloquentiae vestrae finem imposuimus. Pudieron conocer entonces los espartanos cuán útilles hubiera sido el haber reunido en una sola nación a todas las ciudades griegas y de haber contado a Epaminondas en el número de sus generales y de sus ciudadanos. Descubierto ya el secreto de su debilidad, se perdieron sin remedio alguno y Philopemon concluyó lo que Epaminondas había comenzado.
Y aquí se nos presenta un muy memorable ejemplo de la superioridad que las letras dan a un pueblo sobre otro, en especial cuando ha manifestado virtudes guerreras. Se puede decir que las batallas de Leuctra y de Mantinea borraron el nombre de Esparta de la tierra, al mismo tiempo que Atenas conservó siempre su imperio a pesar de haber sido tomada por los lacedemonios y arrasada por Sila. Se vio visitada por aquellos mismos romanos que la habían vencido y que se gloriaban de ser tenidos por hijos suyos, pues el uno tomaba el sobrenombre de Ático y el otro se daba por discípulo de Platón y de Demóstenes. Las musas latinas, Lucrecio, Horacio y Virgilio, cantan de continuo a la reina de Grecia. «Concedo a los muertos la salud de los vivos», dijo el César, perdonando a la culpada Atenas. Adriano quiso añadir al título de emperador el de Archonta de Atenas y adornó con muchas y muy excelentes obras a la patria de Pericles. Constantino el grande tuvo tanto gozo al ver que los atenienses le habían levantado una estatua, que estuvo sobremanera generoso con ellos. Juliano al dejar la Academia no pudo menos de derramar lágrimas y cuando triunfó, creyó deber su victoria a la Minerva de Fidias. Los Crisóstomos, los Basilios y los Cirilos vinieron, cual los Cicerones y los Áticos, a estudiar la elocuencia en su verdadera fuente, y hasta en la edad media es llamada Atenas la escuela de las ciencias.
Cuando Europa despierta de la barbarie, clama al instante por Atenas y en todas partes pregunta por ella. Cuando se llega a saber que aún existen sus ruinas, todos los sabios corren a verlas, cual si hubiesen hallado las cenizas de su madre.
¡Qué diferencia de esta fama a la que sólo depende de las armas! Mientras que todos nombran a Atenas, Esparta yace enteramente olvidada; apenas se la ve, imperando Tiberio, sostener y perder un pleito de poca importancia contra los mesenios y es menester leer dos veces el pasaje en que Tácito habla de ello, para asegurarse uno de que trata de la célebre Lacedemonia. Algunos siglos después vemos que Caracala, tiene una guardia lacedemonia, triste honor que parece indicar que los descendientes de Licurgo conservaban aún su feroz genio. En fin, cuando el Bajo Imperio, Esparta se convierte en un principado ridículo, cuyos soberanos toman el título de Déspotas, que ha venido a ser el de los tiranos, y actualmente algunos piratas que se intitulan verdaderos descendientes de los lacedemonios forman toda la gloria de Esparta.
No he tratado con bastante detención a los griegos modernos para poder formar una opinión fundada acerca de su carácter. Sé también que no hay cosa más fácil que el calumniar a los desgraciados y decir cuando uno está fuera de todo peligro: «¿Por qué no rompen las cadenas que los oprimen?». Libre es a cada uno manifestar en sus hogares estos sublimes sentimientos y este denodado valor. Y es bien cierto que en este siglo en que todo se cree, abundan las opiniones decisivas. Pero como la experiencia desmiente muy a menudo estos juicios tan generales que se forman sobre toda una nación, por lo mismo me guardaré muy bien de decidir nada y sólo diré que aún hay muchos hombres de talento en Grecia y creo más, que allí están aún nuestros maestros en todos los géneros, así como también creo que la naturaleza humana conserva en Roma su superioridad, sin que sea esto asegurar que allí se hallen precisamente ahora los hombres de carácter más elevado.
Pero también temo que los griegos no estén en mucho tiempo en disposición de romper sus cadenas y aun cuando se viesen libres de la tiranía que los oprime, no por eso se les borraría en un instante la marca de su esclavitud, pues hace dos mil años que vienen a formar un pueblo abatido y envejecido, no habiéndoles sucedido lo que a las demás partes de Europa, a las que las naciones bárbaras han venido como a remozar. La misma nación que los ha conquistado ha contribuido a corromperlos, pues no les ha traído las ásperas y agrestes costumbres de los pueblos del norte, sino las voluptuosas de los del mediodía. Sin hablar del crimen que hubieran cometido abjurando su religión, nada hubieran ganado en sujetarse al Corán. No hay en el libro de Mahoma, ni principio alguno de civilización, ni preceptos que puedan elevar el carácter. Siguiendo los griegos el culto de sus amos, hubieran abandonado las ciencias y las artes para ser soldados, llamémoslos, del Hado y obedecer ciegamente los caprichos de su absoluto señor. Hubieran pasado su vida, o en destruir el mundo, o en dormir sobre una alfombra entre perfumes y mujeres.
La misma imparcialidad que me obliga a hablar de los griegos, con el respeto que se debe a la desgracia, me hubiera impedido el tratar a los turcos con el rigor que lo hago si sólo hubiese visto entre ellos los abusos que tan comunes son entre las naciones vencedoras. Por desgracia, los soldados republicanos no son unos amos más justos que los satélites de un déspota, y no menos codicioso era un procónsul que lo es un bajá. Pero la tiranía de los turcos es diferente de todas las demás. Un procónsul podía ser un monstruo de lujuria, de avaricia y de crueldad, pero todos los procónsules no se complacían por sistema y espíritu de religión en derribar los monumentos de la civilización y de las artes, en cortar los árboles, en destruir las cosechas y aun generaciones enteras de hombres, y esto es lo que todos los días hacen los turcos. ¿Podrá creerse que haya en el mundo tan bárbaros y estúpidos tiranos que se opongan a todo adelantamiento en las cosas de primera necesidad? Si se cae un puente, no lo levantan; si un hombre repara su casa, se le castiga. He visto algunos capitanes griegos exponerse a naufragar por tener las velas rotas, no atreviéndose a componerlas de miedo que se sospechase eran industriosos o ricos. En fin, si yo hubiese visto que los turcos eran unos ciudadanos libres y virtuosos en el seno de su patria, aunque nada generosos con las naciones conquistadas, hubiera callado, contentándome con llorar a solas acerca de la imperfección de la naturaleza humana. Pero hallar al mismo tiempo y en el mismo hombre el tirano de los griegos y el esclavo del Gran Señor, el verdugo de un indefenso pueblo y la víctima de un bajá que le puede privar de sus bienes, meterle en un saco y echarle a lo hondo de los mares, es ya cosa insufrible y no conozco ninguna bestia bruta que no prefiera yo a semejante hombre.
Se ve por esto que en el cabo Sunio no me dejaba llevar de quiméricas ideas, que hubiera podido producir en mí aquel hermoso cuadro. Al despedirme de Grecia era muy natural que me recordase la historia de aquel país, procurando descubrir en la antigua prosperidad de Esparta y de Atenas la causa de su actual desgracia y en su estado presente las semillas, por decirlo así, de su suerte futura. Las olas del mar que comenzaban a azotar con fuerza las rocas, me hicieron ver que se había levantado el viento y que ya era tiempo de seguir nuestra navegación. Desperté a José y a su compañero, bajamos al barco y hallamos que los marineros se disponían ya para la partida. Tomamos viento y como la brisa era de tierra, rápidamente nos llevó hacia Zea. A medida que nos alejábamos, las columnas de Sunio nos parecían más hermosas; se las descubría muy claramente sobre el azul del cielo, a causa de ser muy blancas y de estar muy serena la noche. Aunque nos hallábamos ya muy lejos del cabo, todavía oíamos el ruido de las olas que se estrellaban contra las rocas, el murmullo del viento entre los árboles y el importuno chirrido de los grillos, únicos habitantes de las ruinas del templo: estas fueron las últimas voces que oí en Grecia.
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