
Hoy presentaremos unos cuantos libros escritos en Rusia, en la segunda mitad del siglo XIX. Es decir, hace más de cien años.
Creo que la primera pregunta que se le ocurre a cualquier persona que tenga en sus manos uno de estos libros, es: ¿merece la pena leer un libro escrito en Rusia hace más de cien años? Es una pregunta lógica, porque nadie quiere perder su dinero y su tiempo con libros que ya no nos dicen nada. Leer, invertir nuestro tiempo en leer, siempre debe ser agradable, entretenido y provechoso.
A mediados del siglo XIX surgieron algunos escritores realistas en Rusia y Francia. Escritores que querían dejar atrás el Romanticismo porque necesitaban expresar, de un modo directo, lo que estaba pasando en el lugar y el momento en que vivían. Ustedes saben a quiénes me refiero: Balzac, Flaubert, Stendhal, Émile Zola, Maupassant y algunos más.
En Rusia, en esos mismos años, están escribiendo y publicando Turguéniev, Dostoievski, Tolstói, Gorki, Antón Chéjov y Gogol. Todos querían romper con el Romanticismo. Todos querían hablar de lo que más conocían, es decir, los problemas y la vida de la gente común y corriente. De las clases medias y bajas.
Todos hemos leído y releído con placer aquel cuento de Maupassant titulado Bola de sebo. La protagonista es una prostituta, despreciada por todos, hasta que en muy pocas páginas ella se impone por encima y protagoniza lo que está pasando en el cuento.
En Rusia, Tolstói está escribiendo sus novelas fuertes y realistas, y poco a poco convirtiéndose él mismo en un místico, una especie de santo. Dostoievski, mucho más duro, escribe a partir de su experiencia personal. Era jugador en la vida real y escribe sobre eso. Su novela Crimen y Castigo hoy nos sigue gustando y podemos leerla porque el escritor no es amable ni hace concesiones. Es un relato crudo, a veces chocante, a reatos reflexivo, pero que avanza de un modo brutal.
Por cierto, Dostoievski se oponía al zar Alejandro III y escribía artículos de política, pero los publicaba como periodismo en revistas y anuarios. Nunca confundió las cosas. Conocía muy bien las funciones del periodismo y las funciones de la literatura. Por eso hoy vemos que cada uno de sus libros es un excelente estudio de la naturaleza humana. Y pienso que eso permitirá que dentro de un siglo más sigamos leyendo, mejor dicho, sigan leyendo a Dostoievski.
Él nunca convirtió ninguna de sus novelas en panfleto político. Estuvo preso y condenado a muerte por su oposición activa al zar. A última hora lo perdonaron y lo enviaron preso a Siberia, donde estuvo unos años. Regresó a Moscú y siguió escribiendo sus libros de literatura.
Y Antón Chéjov. Hoy en día es mi preferido, siempre tengo a mano alguno de sus libros de cuentos. Nació en 1860 en una pequeña ciudad de provincia, en una familia pobre y numerosa. Estudió medicina con el objetivo de poder ayudar a sus padres y hermanos a salir de la pobreza. Y así lo hizo, aunque contrajo tuberculosis cuando tenía 20 años.
Era un momento en que se publicaban muchos periódicos y revistas en Rusia, sobre todo en Moscú y San Petersburgo. Esta circunstancia estimulaba la proliferación de escritores de cuentos. Chéjov fue uno de ellos.
Empezó a escribir cuentos cortos cuando tenía veinte años. No por amor a la escritura, sino para ganar un poco de dinero todos los meses. Y después de que escribió y publicó algunos se apasionó con la escritura, aunque siguió trabajando como médico rural. Este oficio le facilitaba conocer a fondo muchísimas personas, es decir, que le proporcionaba material en abundancia para sus cuentos.
En la excelente biografía de Chéjov que escribió Irene Nemirovski, se cuenta cómo él escribía en una esquina de la mesa, mientras sus hermanas hablaban, los dos hermanos llegaban borrachos a la casa, procedentes de los burdeles. Él se concentraba para escribir y olvidaba toda la algarabía y la locura de su familia.
Escribía cuentos y obras de teatro. Algunas se siguen reponiendo como Tío Vania, El jardín de los cerezos y La gaviota. Y en efecto, en unos cuantos años logró sacar a su familia de la miseria y vivir mucho mejor.
Vivió apenas 44 años, pero le gustaba tanto escribir que en toda su vida hizo más de 600 cuentos, un par de novelas cortas, seis o siete obras de teatro, un reportaje sobre la inhumana prisión que mantenía el zar en la isla de Sajalín. Y, además, por suerte para nosotros, escribió cientos de cartas a sus editores y amigos, y también a escritores jóvenes que le escribían pidiéndole consejo. Existen varias recopilaciones de sus cartas con esos consejos.
Su obra comenzó a ser difundida en Occidente cuando en la década de 1920 se tradujo al francés una colección de sus cuentos y se publicó en París. De inmediato algunos escritores siguieron sus pasos: la australiana Katharine Mansfield, Ernest Hemingway y otros muchos, americanos sobre todo, Sherwood Anderson, Carson Mc Cullers. La lista es larga porque sigue creciendo hasta nuestros días. Raymond Caver, Richard Ford, Tom Wolfe, Grace Paley, Truman Capote, etc.
Copio aquí, extractados, algunos de sus consejos, que seguimos al pie de la letra todos los que escribimos cuentos:
- No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
- La pequeña vida de todos los días consigue abrirse paso a través de las máximas y las verdades sublimes.
- Toma algo de la vida real y cotidiana, sin trama y sin final.
- Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco ni comprendo.
- Solo sé escribir basándome en recuerdos. No he escrito nunca directamente, del natural. Necesito que mi memoria decante el motivo y que en ella, como en un filtro, solo quede lo que es importante y característico.
- La tarea del narrador consiste únicamente en retratar a quienes han hablado o meditado sobre Dios o sobre el pesimismo, así como el modo y las circunstancias en que lo han hecho. El artista no debe convertirse en juez de sus personajes ni de sus palabras, sino en un testigo desapasionado.
- Para un químico no hay nada sucio en la tierra. El escritor debe ser igual de objetivo.
Después de muchísimos años, toda mi vida, leyendo y releyendo a Chéjov, estoy convencido de que él abrió las puertas de la modernidad al cuento del siglo XX. Todos los grandes escritores de cuentos del siglo pasado aprendieron de Chéjov, lo asimilaron y lo aplicaron. Lo que pasa es que los escritores lanzamos nubes de humo y confundimos a los lectores. Nos gusta alimentar el misterio. Que nadie sepa con quién aprendí a escribir.
Chéjov cumplió este axioma. Jamás habló de sus escritores preferidos ni de sus influencias o maestros. Nada. No sabemos nada al respecto. Se llevó el secreto a la tumba. En esa época, además, no se entrevistaba a los escritores. Bueno, la entrevista, como género periodístico no existía todavía. Así que como nadie le preguntó a él le fue fácil ocultar este detalle.
El final de Antón Chéjov fue novelesco. En el verano de 1904 fue a Badenweiler, una localidad de aguas termales para enfermos de tisis en la Selva Negra alemana. Viajó con su esposa, la actriz Olga Knipper. Se habían casado tres años antes.
Una noche Chéjov solicitó la presencia de un médico del balneario, algo que nunca había hecho. También pidió champán. El médico llegó, lo saludó, descorchó la botella y sirvió tres copas. Chéjov le dijo con voz fuerte y clara: «Ich starbe», «me muero». Miró a Olga con una sonrisa, brindaron y le dijo: «Hacía mucho tiempo que no bebía champagne».
En su diario, Olga escribió:
Apuró la copa hasta el fondo y se volvió hacia la izquierda, apenas tuve tiempo de acercarme, de inclinarme sobre el lecho y de llamarle. Ya no respiraba. Se había quedado dormido como un niño. Una polilla gris, de dimensiones enormes, entró por la ventana y, con un ruido desagradable, empezó a chocar con las paredes, el techo y las lámparas, como en una agonía de muerte.
Era el 2 de julio de 1904. Chéjov tenía 44 años.




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