Hoy en la gran ciudad letrada se celebra la existencia de un escritor al que como pocos le va como anilla a su dedo el epíteto, el maestro, Antón Pávlovich Chéjov (29 de enero de 1860 – 15 de julio de 1904). El espíritu literario, si es frondoso, más allá del ruido de una época, es pájaro divino que se posa en el árbol al que van a buscar sombra cuantos buscan una lección para inaugurar el sendero de sus epifanías. Eso se debe a que la obra teatral y narrativa del autor ruso es contemporánea, así como Cervantes y Shakespeare lo son. Ello obedece a que lo fueron porque dirigieron sus principios básicos en los asuntos humanos y esos transgreden las difusas barreras de los dogmas. Ello implica que, acaso sin proponérselo, obras como Un médico rural o Josefina la cantora, se fugaran de su tiempo para convivir, permanecer, en un estado espiritual renovado en generaciones de lectores que le han sucedido y aprecian en ellas un arquetipo, sobre todo por el singular modo de concebir la cadena de sucesos, algo en lo que Chéjov es un verdadero maestro.
En cada una de sus fábulas, tanto en las de las obras dramáticas como en las narrativas, se aprecia una precisión en el momento de incorporar un punto de giro, para que la línea de acción transversal —a través de la cual avanzan los personajes a su destino final— esté correlacionada con un contexto en el que la verosimilitud ofrece coordenadas que nunca llevan a lo predecible.
En el cuento El médico rural, por ejemplo, se asume a unidad de acción, tiempo y lugar de la manera aristotélica, sin embargo, hay un tejido en el que los diálogos llevan unidades de contenido no explícitas y configuran la base de la historia; podría decirse que expresan más que la propia historia, pues se erigen como sustancia no visible de la palabra. El arte de escribir consiste en decir mucho con pocas palabras, sentenció médico y escritor, en ese orden.
En él todo es muy teatral, muy de la escena rusa de fines del silgo XIX y principios del XX, en la que estuvo enrolado y en la que confluyó con amigos y colegas que aportaron a su maestría. Su relación con el Teatro de Arte de Moscú imbrica una cadena de eslabones que no se debe soslayar. Si se revisan las concepciones en cuanto al modo de contar una historia, se puede afirmar con tranquilidad que hay una relación creativa productiva entre él y sus colegas de la escena.
Aunque lo dicho es confirmación resabida, no deja de ser curioso el hecho de que los escritores del siglo XX y los novicios del XXI, sigan viendo en él un paradigma del que se parte, por consecuencia o para generar una contradicción creativa, de ruptura coherente, nunca de negación estridente y, por eso mismo, fatua. Eso, en primer lugar, se debe a la impecable estructura interna de sus fábulas.
En ese cuento [El médico rural] hay varias pistas que conducen al porqué de algunos hallazgos valiosos en los cuentos de Chéjov. Para ello debemos acudir a otras obras, las teatrales. La vida del escritor, su trabajo vinculado al padre del teatro moderno Kontanstín Stanislavski, le aportaron una concepción que lo llevó a dominar la diégesis de un modo que son aleatorias las enunciaciones y los subtextos, lo cual aporta eficacia narrativa ascendente. Además, sus vínculos con el teatro lo llevaron a valorar la necesidad de dominar con agudeza y precisión aspectos como la acción principal, la impecable caracterización de los personajes, la contundente forma de usar las elocuciones, específicamente los diálogos, como iceberg en el que subyace el inmenso cosmos de la condición humana, y el monólogo, dominado por él con absoluta maestría. La sabia manera de monologar ha servido a otros, como James Joyce, el autor de la novela Ulises, obra en la que es visible la herencia del autor de piezas teatrales tan exquisitas como El oso o Petición de mano.
El realismo y el naturalismo fueron en él más que un ismo, eran tendencias que le llevaron a construir el relato corto de un modo cuidadoso, pulcro en sus vértebras y en el manejo de las demás categorías, como también hizo con su teatro. La gaviota (1896), El tío Vania (1899), Las tres hermanas (1901) o El jardín de los cerezos (1904), son joyas de la escena universal. Es siempre saludable apuntar que es gracias a su experiencia teatral que sus cuentos contienen una arquitectura modélica y a su vez puede decirse que es por la palabra misma, por las nomenclaturas sintácticas que su teatro es tan exquisito. Escuchar a sus personajes es también recibir lecciones del buen hablar. Y hay aquí un detalle sustancial, lo traducible de su literatura, tan perfecta, tan sintética en su lenguaje, que nada pierde con las versiones en otros idiomas. Es ganancia, sin duda alguna, se debe a que la base de cuento sucede es la acción.
La crítica reconoce en las obras de Chéjov una nueva técnica dramática, a la que él mismo llamó «acción directa», un binomio a todas luces heredero de la vanguardia del teatro ruso de la época. Pero hay que atender a la caracterización de los personajes, el tratamiento de los sucesos, la validez de lo implícito. Muestra, diría Julio Cortázar mucho después.
Para Chéjov la eficacia del ritmo y la precisión de los hechos y los diálogos eran esenciales y ello se hace visible en todas sus obras dramáticas. Se trata de hallazgos que pertenecen a una concepción de la escena donde lo eclipsado cobra un valor muchas veces más espléndido que el propio enunciado. Véase, además, en sus monólogos, una vocación de ruptura, donde se percibe a todas luces una intención representativa. Nótese que esto serviría después para que surgiera un nuevo Ulises, de James Joyce.
Sus obras dan fe de un escritor cuyas ambiciones estéticas se elevaron al punto más alto posible. Comprendió que sus obras eran una interrogante no una explicación. A eso debemos que sus cuentos sean golpes que dejan al lector indefenso. Leer a Chéjov requiere dos predisposiciones, la primera es la maestría literaria, la estructura interna del relato como corpus inviolable.
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