—Toma otro sorbo más… ¿Ya estás bien despierta?
La voz de Malena, mientras soplaba el café humeante que había sacado del comedor para ella, se le antojaba chillona, apenas soportable mientras insistía quejándose de que la había dejado sola anoche. ¿Dónde se había metido? Malena se había cansado de buscarla en cuanto se dio cuenta de que la había abandonado en mitad de la noche con lo buena que estaba la fiesta, con lo que le había costado engatusar al tipo de la Juventud que se creía que tenía a Dios agarrado por el cuello. Y hacía el gesto, del que Rocío se reiría si no fuera por este dolor de cabeza, como si el cuello de Dios estuviera realmente disponible entre sus manos y fuera fácil de retorcer. ¿Dónde te metiste?, volvía a insistir y ella descubriéndose —a la par de Malena-la-chillona más que de Rita Rosa la cantora— , en este despertar insólito acostada en una silla reclinable sobre la cubierta del barco. Le vinieron en «flashazos» histéricos los recuerdos. Un par de marineros allá atrás, al fondo, no muy lejos de donde estaban ellas ahora. Al principio creyó que estaban peleando, pero al acercarse no supo qué pensar, o quizá sí, porque lo fue entendiendo a medida que escuchaba los gemidos que ya conocía, como si al que estaba delante, con los pantalones enrollados hasta los tobillos, le doliera, y a la vez, le estuviera gustando. Terminaron tan pronto que no le dieron tiempo a escabullirse silenciosamente por donde mismo había llegado. El que se subió los pantalones con premura, espantado de verla mirándolos, se perdió rápidamente en los entresijos en penumbra del barco. El otro no, el otro se le fue acercando mientras se subía la cremallera lentamente como si apenas hubiera terminado una labor de mantenimiento. Hasta que la tuvo frente a frente, tan cerca que pudo advertir el verde de sus ojos. ¿Por qué te fuiste de la fiesta?, volvía a decirle Malena, ¿te hicieron algo? Pero ella no atinaba a contestarle, concentrada como estaba descubriendo otra vez el barco, medio extrañada, en esta hermosa mañana que ya completaba el medio mes de estar viajando. Estos días de mar que transcurren lentamente, otro tiempo dentro del tiempo donde el pasajero, lo único que decide, es a qué hora duerme, o come, o bebe. De algún modo la vida es así —se dijo—, una travesía en la que uno se deja llevar irremediablemente conducido por un capitán que nadie ha visto de cerca, pero se presiente allá arriba, en la cabina de control, muy concentrado haciendo sus cálculos de velocidad en nudos. Es él quien tiene el mando, quien ordena acelerar, frenar, doblar o abandonar. Ese capitán, al que llamamos instinto, le había ordenado lanzarse a los brazos de Pedrito, precipitarse y con la misma escabullirse sin darle tiempo a nada. No, a veces uno no entiende las decisiones de su capitán. El de ella, por ejemplo, la había llevado a entregarse a un desconocido que respondía al nombre de Pedrito, pero no lo era. El que ella conocía era bueno y tímido y manso y dócil. Era chiquito todavía. Este, en cambio, era rudo y descreído, con algo raro en los ojos, algo que no dejaba ver lo que de verdad quería. Aunque una pizca de cariño se había asomado cuando le confesó que la iba a extrañar mucho cuando estuviera allá. Pero solo anoche pudo descubrir Rocío que en ese allá que él había señalado y que quedaba tan lejos, al que ella se había ido primero, solo estaba ese hombre de la Juventud, con ojos lujuriosos, cara gorda y dedos grasientos, y ya no estaba tan segura de que su capitán hubiese tomado una buena decisión. Quizá no había hecho bien en montarse en este barco desde donde a veces la línea del horizonte se movía como un cachumbambé con un niño montado en cada extremo. Niño que llora cuando toma demasiada altura y le da miedo, niño que ríe cuando le toca estar abajo y se divierte, como anoche Malena saltando sobre la cama con los brazos arriba y todos los dientes afuera. ¿Había hecho bien en dejarla sola en medio de aquella fiesta donde todos bebían más de lo normal? Me tienes preocupada, decía ahora la voz de Malena y se le antojaba más dulce, más de niño que llora abriendo la mano delante de su cara. ¿Cuántos dedos ves? Pero Rocío solo podía contar las rayas de la telnyashka sobre la espalda ancha del marinero conduciéndola por unos recovecos con letreros de acceso restringido. Un laberinto por donde se sintió incapaz de volver ella sola cuando su capitán dio la voz de alarma, pues estaba siguiendo a aquel desconocido hacia las mismísimas entrañas del barco, un sitio donde nadie podría encontrarla. Un sitio con aire denso y humo de cigarrillos, corpus de cuerpos corpulentos con ojos enrojecidos que jugaban al cubilete y ni siquiera advirtieron su presencia. Ella era un ser ínfimo, incapaz de detener el avance de esta mole de hierro, máquina eficaz que mantenía la marcha con su vaho caliente y enrojecido. El marinero le ofreció un trago, que bebió de golpe, de puro nerviosismo. ¿Para qué la había traído hasta aquí el marinero? Sin dudas para que mirara cómo es la vida del mar por dentro, que al final un amante es un amante. Varios de ellos la calaron brevemente con ojos vidriosos, como si fuera ella una atracción de circo, una matrioska que promete tener otra muñeca dentro, y otra más, y otra. Pero cuando alguno se le acercaba demasiado, intrigado por el número de matrioskas que ella ocultaba, su anfitrión les gritaba algo incomprensible en un raro dialecto. Algo que debía ser muy parecido a «ella es mía» o «no tocar», porque los otros retrocedían al momento y casi la trataban con respeto. Casi. No, su anfitrión no parecía tener segundas intenciones. Se limitó a jugar al cubilete, a reír escandalosamente y mirarla de vez en cuando, petrificada, en el sitio donde se había sentado y no se atrevía a moverse. Al principio solo callaba y observaba y callaba viéndolos cantar y abrazarse con esa rudeza tan masculina. Rocío bebía y bebía y el alcohol le aflojó tanto la resistencia que se movió entre ellos con una gracia que no supo que tenía hasta que su instinto le dijo que la tenía que usar. Y así, la mezcla de alcohol e instinto acabó por marearle los prejuicios. Tanto, que después ya no estaba tan segura, a estas alturas cómo podía saber cuántos dedos le estaba mostrando Malena.
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Tomado de El Caimán Barbudo
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Véase también Chérie, Premio Ítalo Calvino, en el Sábado del Libro
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