Prólogo
Ni Charles Darwin ni Marie Curie se propusieron hacer literatura con sus postulados científicos, como tampoco el astrofísico Carl Sagan testó su legado de ficción literaria en detrimento del de divulgación científica. Quizás el bioquímico Isaac Asimov, narrador estadounidense de procedencia rusa, haya navegado con la suerte inversa a la de Sagan. Como quiera que sea, sin frisar siquiera el menospreciado género de ciencia ficción, el lujuriante acervo poético contenido en el saber científico ha sido un terreno de la sensibilidad a la que muy pocos escritores y artistas han dado desprejuiciada apertura en sus obras.
En lo personal, he tardado mucho en reconocer que hay fronteras entre estas formas construidas de percibir la realidad. Existe tanto pasto por devorar en ambos sentidos, que la imaginación se lanza a engullirla sin los preconceptos que aquejan a autores, lectores o diletantes en general. Amén de que una cultura global comienza a derribar estos diques, tal vez en demasía, haciéndonos ver como tangible algo que solo «vive» en los videojuegos, siempre existieron genios que supieron transgredir esta barricada con natural autenticidad. No estoy pensando en Julio Verne o H. G. Wells —que sus méritos tienen, desde luego—, sino en Kafka, George Orwell o Borges, quienes convirtieron, más que al conocimiento de las ciencias, a la intuición, en plataforma para la proyección de las humanidades, la genética y la Física como vaticinios cuasi distópicos de una humanidad que se debate en el desmoronamiento de la ética más lata.
Buenamente ha caído en mis manos Autofagia, poemario de Yahumila Hidalgo Ceruto, que bien pudiera tipificar los valores estéticos de nuestra especie en este milenio. Si bien una parte sustancial de nuestro género avanza en tropel sobre las tradiciones mejor concebidas a lo largo de la historia, la de esta escritora se centra en su preservación con reclamos que, virtualmente, en nada parecen evocar los rigores de sus estudios en ciencias biológicas. Su versátil formación, que la trasladan del sofisticado microscopio en un laboratorio al de otro escrutinio, esta vez de esencia espiritual, desdobla para los lectores una visión casi atómica o molecular de nuestras conductas más acendradas, a las que ingenuamente interpretamos como fortuitas.
(…) Negaste tus atardeceres en los parques y a la luna muriendo en el mar. Cuando llegó la oscuridad, devoraste la noche, tu noche, aquella de los primeros caminos y los sonidos entrañables. Ante el espejo, cubriste de blanco tu imagen y dijiste tu nombre hasta sentirlo como una palabra ajena. Hoy formas parte, de una larga lista de extrañas desapariciones.
No hay aquí una lírica que narre épicas y brillantes revoluciones para la avidez circense de una civilización perpetuamente abocada a cíclicos cambios con dudosos beneficios. En sus versos estriban esas cuánticas mutaciones que operan las auténticas transformaciones, con la pausada y brutal paciencia intimista conque una placa tectónica suele fabricar montañas.
En ese minucioso arte de pervivir apenas de nuestros nutrientes, quizás en el afán por salvar al prójimo una vez que nos identificamos en él, está la clave del coro que hace diverso al mundo. Su negación conduciría —como de facto sucede—, a su allanamiento y desaparición; a la homogénea y aburrida estepa de un espíritu devastado. En Autofagia hay ciencia, sí, pero no aquella que nos apabulla con algoritmos que cobran austero sentido en las tablas y estadísticas para un especialista, sino aquella que, desde el sólido esqueleto de muchos conocimientos, exprimen la sustancia de nuestras emociones al pairo. Tampoco hay respuestas —quizás algunos faros— y sí el libre albedrío del Ser que conoce sin conocer, que procrea sin mover un dedo, en medio de esa ciega oscuridad de la existencia a la que plagamos de coordenadas por temor al naufragio de lo inevitable. De los cuerpos de estos textos emergen viejas palabras ordenadas de modo que se reinventan. Una mirada transida de otras verdades.
Visitas: 46
Deja un comentario