Andrés Eloy Blanco (Cumaná, estado Sucre, 1896 – Ciudad de México, 1955). Abogado, escritor, humorista, poeta y político venezolano. Estudió Ciencias Políticas y Sociales en la Universidad Central de Venezuela. Su obra poética está compuesta por los poemarios El huerto de la Epopeya (1918); Tierras que me Oyeron (1921); Las cuatro puertas (1924); Poda (1934); Barco de piedra (1937); Baedeker 2000 (1938); Sus mejores poemas (1943); A un año de tu luz (1951); Giraluna (1955); Alusión a Valencia (1955); La juanbimbada (1959); Obras completas (1973) y Poesía (1996). Al triunfar la Revolución el 18 de octubre de 1945, ocupó el cargo de Presidente de la Asamblea Constituyente, y en 1948 el de Ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno constitucional de Rómulo Gallegos.
También es autor del cuento La aeroplana clueca (1935); las novelas Los claveles de la puerta (1922) y El amor no fue a los toros (1924); las obras de teatro Todo está igual (1930); El árbol de la noche alegre (1935) y Abigaíl (1937); y los ensayos Navegación de altura (1941); Vargas, albacea de la angustia (1947); Reloj de piedra (1960); Andrés Eloy Blanco, parlamentario (1968) y Discursos (1976).
Se exilió en México en 1948 tras el golpe de estado de la Junta Militar en contra del gobierno de Rómulo Gallegos. Murió en un accidente automovilístico el 21 de mayo de 1955.
Selección de poemas
La barca del pasado
Y ahora, vuelvo los ojos hacia la síntesis del Canto, hacia la barca del Pretérito, de parda vela y el bauprés sangrado, tu propia barca, donde tú venías, piloto de ti mismo, timonel de tu barco, donde venía la Patria recién nacida, como Moisés entre sus mimbres, por donde Dios quiso llevarlo. Caracas fue la cuna y Angostura la eternidad. Por los montes andaba la Patria sin bautismo, cuando llegó a los llanos, curva de caminar, y entre tus aguas se fundió contigo y fue contigo un solo llanto y un solo rugido tenaz. Y bajaste con ella. Te cabalgó. Su trenza era la espiga del escudo y tú eras el caballo sin paz. Surcaste las tierras crucificadas y en Angostura le diste tu agua lustral y seguiste con ella: ¡allá va la República! y en las bocas se hace veinte patrias más y se asoma a tus veinte labios cuando se va acercando al mar y el mar alza en hostias su mejor espuma y en las veinte bocas te pone sal. Padre del Agua, Orinoco de las Siete Estrellas: cayó en tus aguas mi parábola como un llanto en el fondo de una mano abierta. Si el mar te bautiza con la sal del mundo, Río de la Patria de las Siete Estrellas, mi Parábola desnuda, mi llanto manado de una herida nueva, te caiga en el fondo y a la mar se vaya y en el mar se espume y suba en la niebla y en la nube viaje y en la montaña llueva y salte en la fuente y a tus aguas torne y arda en el brasero de tus Siete Estrellas… (Aguas del Orinoco, noviembre de 1927)
Caminos
Dijo un preso: —Por la cañería se podría enviar un mensaje que caería en el río y desembocaría en la mar; en el mar lo encontraría un barco y el barco empezaría a izar velas azules. Y dijo el otro preso: —También podría el barco de la mar meterse por el río, meterse por la cloaca y una tarde cualquiera, la mar de dos azules surgiría en el patio, empavesada.
Dijo un preso: —Por el tubo del agua se podría meter este grito admirable que iría al acueducto y de allí a las montañas emplumadas de nubes y las montañas empezarían a moverse con sus nubes de espuma en sus olas azules. Y dijo el otro preso: —También podría la montaña verterse en el raudal, correr al acueducto, colarse por el tubo y una tarde, del grifo nos podría saltar la nube más azul del mundo. Dijo un preso: —Por el alambre de la luz se podría meter esta hermosa palabra que cruzaría las calles, cantaría en los postes, llegaría a la dínamo, donde están los obreros y al campo donde están los labriegos de bruces y empezarían ellos a sentir que de pronto se les iban poniendo las cabezas azules. Y dijo el otro preso: —También podrían ellos meterse por el cable de la luz, saltar sobre los postes, atravesar las calles y una noche, a la hora de Silencio, nos caería en las manos una palabra azul con medio despertar y medio sueño. Dijo un preso: —Así también podría meterse el sol en uno de sus rayos y traerse los campos y los ríos y el azul de todos los horizontes y todo el bendito azul del Universo y apearse por entre las nubes y se nos partirá en dos la noche con la grieta de un día hasta ser, para siempre, nosotros, los hombres del alma amanecida. Y dijo el preso que no lloró nunca: —Ya eso ocurrió y ocurrirá de nuevo; aquí está el sol metido en agua fresca; aquí está el huerto, aquí está el horizonte y aquí el camino que no tiene atajo. Todos volvimos la cabeza. Estaba recio y limpio en la sombra del patio y nos mostró, bajo el sol de su risa, sobre el país de su pecho la voluntad de sus manos. Abril de 1929
Canto de los hijos en marcha
Madre, si me matan, que no venga el hombre de las sillas negras; que no vengan todos a pasar la noche rumiando pesares, mientras tú me lloras; que no esté la sala con los cuatro cirios y yo en una urna, mirando hacia arriba; que no estén las mesas llenas de remedios, que no esté el pañuelo cubriéndome el rostro, que no venga el mozo con la tarjetera, ni cuelguen las flores de los candelabros ni estén mis hermanas llorando en la sala, ni estés tú sentada, con tu ropa nueva. Madre, si me matan, que no venga el hombre de las sillas negras. Lléname la casa de hombres y mujeres que cuenten el último amor de su vida; que ardan en la sala flores impetuosas, que en dos grandes copas quemen melaleuca, que toquen violines el sueño de Schuman; los frascos rebosen de vino y perfumes; que me miren todos, que se digan todos que tengo una cara de soldado muerto. Lléname la casa de flores regaladas, como en una selva. Déjame en tu cuarto, cerca de tu cama; con mis cuatro hermanas, hagamos consejo; tenme de la mano, tenme de los labios, como aquella noche de mi padre muerto, y al cabo, dormidos iremos quedando, uno con su muerte y otro con su sueño. Madre, si me matan, que no venga el coche para los entierros, con sus dos caballos gordos y pesados, como de levita, como del Gobierno. Que si traen caballos, traigan dos potrillos finos de cabeza, delgados de remos, que vayan saltando con claros relinchos, como si apostaran cuál llega primero. Que parezca, madre, que voy a salirme de la caja negra y a saltar al lomo del mejor caballo y a volver al fuego. Madre, si me matan, que no venga el coche para los entierros. Madres, si me matan, y muero en los bosques o en mitad del llano, pide a los soldados que te den tu muerto; que los labradores y las labradoras y tú y mis hermanas, derramando flores, hasta un pueblo manso se lleven mi cuerpo; que con unos juncos hagan angarillas, que pongan mastranto y hojas y cayenas y que así me lleven hasta un cementerio con cerca de alambres y enredaderas. Y cuando pasen los años tráeme a mi pedazo, junto al padre muerto y allí, que me pongan donde a ti te pongan, en tu misma fosa y a tu lado izquierdo. Madre, si me matan, pide a los soldados que te den tu muerto. Madre, si me matan, no me entierres todo, de la herida abierta sácame una gota, de la honda melena sácame una trenza; cuando tengas frío, quémate en mi brasa; cuando no respires, suelta mi tormenta. Madre, si me matan, no me entierres todo. Madre, si me matan, ábreme la herida, ciérrame los ojos y tráeme un pobre hombre de algún pobre pueblo y esa pobre mano por la que me matan, pónmela en la herida por la que me muero. Llora en un pañuelo que no tenga encajes; ponme tu pañuelo bajo la cabeza, triste todavía por las despedida del último sueño, bajo la cabeza como casa sola, densa de un perfume de inquilino muerto. Si vienen mujeres, diles, sin sollozos: ―¡Si hablara, qué lindas cosas te diría! Ábreme la herida, ciérrame los ojos… Y una palabra: JUSTICIA escriban sobre la tumba Y un domingo, con sol afuera, vengan la Madre y las Hermanas y sonrían a la hermosa tumba con nardos, violetas y helechos de agua y hombres y mujeres del pueblo cercano que digan mi nombre como de su casa y alcen a los cielos cantos de victoria, Madre, si me matan. (Mayo de 1929)
Renuncia
He renunciado a ti. No era posible. Fueron vapores de la fantasía; son ficciones que a veces dan a lo inaccesible una proximidad de lejanía. Yo me quede mirando como el río se iba poniendo encinta de la estrella… hundí mis manos locas hacia ella y supe que la estrella estaba arriba… He renunciado a ti, serenamente, como renuncia a Dios el delincuente; he renunciado a ti como el mendigo que no se deja ver del viejo amigo; como el que ve partir grandes navíos con rumbos hacia imposibles y ansiados continentes; como el perro que apaga sus amorosos bríos cuando hay un perro grande que le enseña los dientes; como el marítimo que renuncia al puerto y el buque errante que renuncia al faro y como el ciego junto al libro abierto y el niño pobre ante el juguete caro. He renunciado a ti como renuncia el loco a la palabra que su boca pronuncia; como esos granujillos otoñales, con los ojos estáticos y las manos vacías, que empañan su renuncia, soplando, los cristales en los escaparates de las confiterías… He renunciado a ti, y a cada instante renunciamos un poco de lo que antes quisimos y al final ¡ Cuántas veces el anhelo menguante pide un pedazo de lo que antes fuimos ! Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo. Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño; desbaratando encajes regresaré hasta el hilo. La renuncia es el viaje de regreso del sueño…
Autorretrato
Nací en una revuelta, y me voy por la puerta de un idilio, viví una Revolución. Estoy de píe en los campos que mi calor maduró al fin para los hombres. Ante mis ojos, las llanuras que sabían a sangre están teñidas, puestas a secar. De la montaña ideológica quedó una frase de divinidad sustantiva: el Hombre es una fuerza que ama. Ayer fueron los lobos a comer a mi puerta y el lobo es el hombre del lobo. La tierra está calmada como después de un cuento. Quien menos oye, oye amar a la semilla. El caliente ecuador es una rueda de amigos y una espiral de voces acuatiza en las nubes. Yo vi el día solar en que murió la guerra y puse mi reloj en el primer minuto. Soy magro. La calavera asoma a flor de piel; dos hilachas de nieve atraviesan la calva; tengo el amarillento de las hojas de octubre y mucho escrito en el pergamino de las manos. Pero siento elásticos los tendones y tengo una legua de mirada. Aquí estoy en los campos. Bebí el último trago romántico y el primer sorbo ultraísta. Le di a la vida instante por instante, todo, todo y la noche extra sobre el cuadrante. Con la voz de mis horas cantó ella; lo que el camino me iba sembrando por los pies, me florecía en la cabeza. Amor: viví bastante para encontrar de nuevo a mi primera novia y tomarla otra vez en su primera nieta. Tuve un archivo; lo he ido quemando. Amo al arte en el Poeta de Hoy, bello como el atleta griego, tallado de deportes, que salta de la cama al estadio y va a la plaza pública, donde el pueblo lo usa para lanzarlo como un disco en la armonía de la mañana. Creo en el poeta útil, soberanamente altruista, y aladamente extraterritorial, cuyo canto higienizado sea un surtidor de salud que se respire como un temperamento. Tengo 103 años, firmes, como erecciones. Recuerdo el día en que me fui injertando de la glándula taumaturga. El cirujano sembró en mí la astilla de eternidad. Para injertarme trajeron un gorila de timidez resuelta, como la que da el ojo de un inmigrante joven. Era un hermoso cuadrumano, un segundón de selva el hermano de leche de mi resurrección. Al concluir el injerto, quedé dormido. Pero aquella misma noche empecé a sentir a mi huésped moverse. Se aclimataba a mis vías urbanas con torpeza de criado pueblero. Lo sentía saltar de rama en rama hasta la copa de mi árbol circulatorio. Lo sentía colgado por el rabo en mis nervios; y al fin se fue asomando al sabor de mi boca cuando la carne del balneario se desgajó sobre la arena. Tengo 103 años firmes como erecciones y digo que la vida es buena de beberla. Tengo cien hijos míos y en mi próximo plano seré el mejor logrado de mis nietos. Tengo cien hijos míos y uno que tuve en nombre de mi hermano el gorila, porque puse en tenerlo mi pedazo de él. Estoy de píe en los campos, esperando a mis hijos para darles el santo y seña de mi vuelta. Soy un siglo con erección de antena y gozaré al sembrarme en surco caliente. Ese día —¡por fin!— la amada tierra y yo acabaremos juntos. Regresaré. El amor estará cosechado. Encontraré plantada una selva de madres y dar mi canto nuevo a los cuatro horizontes regresarán mis hijos, eternos de esperarme.
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