Ingeborg Bachmann fue una poetisa, escritora, periodista, guionista, ensayista… nacida en Klagenfurt, Austria, el 25 de junio de 1926; y considerada una de las más destacadas escritoras en lengua alemana del siglo XX. Entre los premios literarios que obtuvo están el Premio Georg Büchner en 1964, Literaturpreis der Stadt Bremen en 1957 y Anton Wildgans Prize en 1971.
Su obra se caracteriza fundamentalmente por su difícil accesibilidad. Sus primeros poemas mostraban ya esta tendencia, y sus primeras narraciones causaron también gran irritación entre el público y la crítica, que aumentó con el ciclo de novelas Todesarten (Formas de morir), publicado en parte póstumamente. A pesar de que a lo largo de los últimos diez años se ha estudiado intensamente su obra, no se ha conseguido apenas superar este hermetismo.
Además de poesía y novela, también escribió guiones radiofónicos, libretos para el compositor Hans Werner Henze y textos autobiográficos; además de ensayos y artículos periodísticos. Destacó igual como traductora del inglés e italiano. En sus primeras colecciones de poemas figuran: Die gestundete Zeit (El tiempo postergado1953) y Anrufung des Großen Bären (La llamada del gran oso1956), donde se descubre el sentimiento de una existencia amenazada por la realidad y las experiencias del amor y la naturaleza como últimos refugios del ser humano.
La experimentación formal es la tónica característica de las siete novelas cortas que componen el volumen Das dreißigste Jahr (El trigésimo año, 1961). No hay apenas acción, sino tan sólo un vano intento por parte del protagonista de comenzar una nueva vida. Tras su publicación, Bachmann no editó nada en diez años, a pesar de que durante ese tiempo numerosos premios reconocieron la calidad de su trabajo.
Selección de poemas[i]
El tiempo postergado
Vienen días más duros. El tiempo postergado hasta nuevo aviso asoma por el horizonte. Pronto tendrás que atarte los zapatos y correr los perros de vuelta a las granjas marismeñas. Pues las vísceras de los peces se han enfriado al viento. Arde pobre la luz de los altramuces. Tu mirada rastrea la niebla: el tiempo postergado hasta nuevo aviso asoma por el horizonte. Allí se te hunde la amada en la arena, sube por su cabello ondeante, le quita la palabra, le ordena callarse, le parece mortal y dispuesta a la despedida tras cada abrazo. No mires hacia atrás. Átate los zapatos. Corre los perros de vuelta. Tira los peces al mar. ¡Apaga los altramuces! Vienen días más duros.
En la penumbra
De nuevo metemos los dos las manos en el fuego, tú, para el vino de la noche largamente embodegada, yo, para la fuente de la mañana, que desconoce los lagares. Aguarda el fuelle del maestro, en quien confiamos. Al sentir el calor de la preocupación, el soplador se acerca. Se va antes de que amanezca, viene antes de que llames, es viejo como la penumbra en nuestras tenues cejas. De nuevo, él prepara el plomo en caldera de lágrimas, a ti, para un vaso —se trata de celebrar lo desaprovechado—, a mí, para el pedazo lleno de humo —este se vacía sobre el fuego. Así avanzo hasta ti y hago sonar las sombras. Descubierto está quien ahora vacile, descubierto, quien haya olvidado el dicho. ¡Tú no puedes ni quieres saberlo, tú bebes del borde, donde está fresco, y como antaño, bebes y permaneces sobrio, a ti aún te crecen cejas, a ti aún te contemplan! Pero yo ya aguardo el momento en amor, a mí se me cae el pedazo en el fuego, a mí se me convierte en el plomo que era. Y detrás de la bala estoy yo, tuerta, segura del blanco, delgada, enviándola al encuentro de la mañana.
Nueva
Sale del atrio celestial templado de cadáveres el sol. No están allí los inmortales, sino los caídos en batalla, oímos. Y el esplendor no repara en la putrefacción. Nuestra deidad, la Historia, nos ha dispuesto una sepultura de la que no hay resurrección.
Temprano mediodía
Silencioso verde a el tilo en el verano inaugurado, muy apartada de las ciudades tiembla el brillo opaco de la luna diurna. Ya es mediodía, ya se agita en la fuente el chorro, ya se alza bajo el destrozo el ala maltratada del pájaro de fábula, y la mano, desfigurada por tirar la piedra, cae en el despertar del trigo. Donde el cielo de Alemania ennegrece la tierra, busca su ángel decapitado una tumba para el odio y te entrega el cuenco del corazón. Un puñado de dolor se pierde sobre la colina. Siete años más tarde te acuerdas nuevamente, junto a la fuente, ante la puerta, no mires demasiado profundamente, se te saltarán los ojos. Siete años más tarde, en casa de amortajado, apuran los ayer verdugos el vaso dorado. Se te hundirían los ojos. Ya es mediodía, en las cenizas dobla el hierro, sobre el mandril está izada la bandera, y sobre la roca del sueño ancestral, queda de aquí en adelante forjada el águila. Solo la esperanza, aquejada de ceguera, está acurrucada bajo la luz. ¡Rompe sus cadenas, guíala ladera abajo, ponle la mano sobre los ojos, que no la abrase ninguna sombra! Donde la tierra de Alemania ennegrece el cielo, busca la nube palabras y llena el cráter de silencio antes de que el verano las perciba bajo la llovizna. Lo inexplicable recorre, en voz baja, el país: ya es mediodía.
Invocación a la Osa Mayor[ii]
Osa Mayor, baja, hirsuta noche, animal de piel de nubes con ojos viejos, ojos de estrellas, por la espesura irrumpen relucientes tus patas con las garras, garras de estrellas, mantenemos despiertos los rebaños, pero encantados por ti, desconfiamos de tus flancos cansados y de tus dientes agudos y semidescubiertos, vieja osa. Una piña: vuestro mundo. Vosotros: sus escamas. Yo la muevo, la hago rodar desde los abetos del principio hasta los abetos del final, la resoplo, la pruebo en la boca y la agarro con las zarpas. Ya tengáis miedo o no lo tengáis, pagad en la limosnera y dadle al ciego una buena palabra, para que sostenga a la osa de la correa. Y sazonad bien los corderos. Podría ser que esta osa se soltara, no amenazara ya más y corriera tras todas las piñas caídas de los abetos grandes y alados que cayeron del paraíso.
[i] Traducción de Arturo Parada
[ii] Traducción: Cecilia Dreymüller y Concha García.
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