Hace poco tiempo me telefoneó una joven diciendo que era de la Editorial Civilização Brasileira y que Paulo Francis me pedía que le diera una entrevista para ser publicada en uno de los libros de la serie Libro de cabecera de la mujer. No me gusta dar entrevistas: las preguntas me abruman, me cuesta responder, encima de eso sé que el entrevistador va a deformar fatalmente mis palabras. Pero se trataba de un pedido de Paulo Francis, y no había cómo negarse. Marqué el día. Y después me puse furiosa, hasta con Paulo Francis. ¿Cómo es, entonces? El Libro de cabecera de la mujer vende como pan caliente y ellos ganan dinero. La muchacha entrevistadora gana dinero. Y solo yo tengo molestias. Intenté telefonear a Paulo Francis y suspender. Pero, ¿cómo? Si soy —como todo el mundo—, víctima del teléfono. O no daba línea, o daba y no establecía la comunicación. Al final me resigné. Pero me voy a vengar, pensé, de un modo o de otro me voy a vengar.
Solo que no pude ni tuve ganas. A la hora establecida, me entra por la puerta una muchacha linda y adorable, Cristina. Tiene una de esas caritas difíciles de retratar porque, a pesar de que los rasgos exteriores sean bonitos, lo que más importa son los interiores, la expresión. De inmediato establecimos un contacto fácil. Lo que la hizo informarme: también trabajaba para un periódico y sus compañeros, al saber que iba a entrevistarme, sintieron pena por ella. Dijeron que yo era difícil, que apenas hablaba. Cristina agregó: «Pero usted está hablando».
—Sí, hablé —¿cómo resistir?— Había comenzado el racionamiento de luz, y Cristina, para estar cerca de las dos velas que encendí, se sentó en la alfombra, y ya formaba parte de la casa.
Sus preguntas eran inteligentes y complicadas, casi todas sobre literatura. Dije: pero pensé que lo que le interesaría a la mujer de clase media sería si me gusta comer porotos con arroz. Respondió tranquila: «ya llegaremos ahí. Aquello era solo el comienzo«.
Y me fui encantando con Cristina. Está de novia. Qué pena, pensé. Me gustaría que se quedara bien sentadita esperando durante muchos años que mis hijos crecieran para que uno de ellos se casara con ella. Pero ella no puede esperar, a mis hijos les está costando crecer. Me reconforta recomendarla como entrevistadora.
La entrevista comenzó con buen humor. Reímos varias veces. Una de las veces fue cuando preguntó qué pensaba yo de lo que había escrito el crítico Fausto Cunha. Había escrito —y no lo sabía— que Guimarães Rosa y yo no pasábamos de ser dos embustes. Di una carcajada hasta feliz. Respondí: no leí eso, pero una cosa es cierta: embustes no somos. Podían llamarnos de cualquier forma, pero embustes no. Vamos, Fausto Cunha. Usted, al que conocí en el casamiento de Marly de Oliveira, es incluso simpático, pero qué idea. Vea si piensa un poco más en el asunto. Creo que Guimarães Rosa también reiría.
Cristina me preguntó si yo era de izquierda. Respondí que desearía para el Brasil un régimen socialista. No copiado de Inglaterra, sino uno adaptado a nuestros moldes.
Me preguntó si me consideraba una escritora brasileña o simplemente una escritora. Respondí que, en primer lugar, por más femenina que fuera la mujer, esta no era una escritora, y sí un escritor. El escritor no tiene sexo o, mejor, tiene los dos, en dosis bien diferentes, claro. Que yo me consideraba solo escritor y no típicamente escritor brasileño. Argumentó: ¿ni Guimarães Rosa que escribe tan brasileño? Respondí que ni Guimarães Rosa: este era precisamente un escritor para cualquier país.
Cristina estaba con tos y yo también: un aspecto más de unión. La entrevista era entrecortada por accesos de tos, y hasta eso sirvió para romper la ceremonia. Además, ninguna de las dos estaba tomando algún jarabe, y por el mismo motivo: pereza.
Mi venganza se resumió en entrevistar también a Cristina. Le hice varias preguntas, a las cuales respondió con simplicidad e inteligencia. Bajo el pretexto de mostrarle retratos que habían hecho de mí, recorrí con ella casi todo el departamento: Cristina era una de las mías, y tenía el derecho a conocerme a través de mi casa. La casa es muy reveladora. Entró en uno de los cuartos donde uno de mis hijos estaba acostado leyendo a la luz de una vela. Él ni se incomodó, tan simple es la presencia de Cristina. Mi otro hijo iba al cine con un amigo. Y él, que está en la edad de mostrar que es independiente de la madre, tampoco se perturbó al darme un beso de despedida frente a la muchacha. A mi otro hijo no le importó interrumpirnos para pedir dinero para comprar Manchete: era el anochecer de un miércoles. Terminé tan a gusto que estiré las piernas encima de una mesa y fui descendiendo sofá abajo hasta estar casi acostada.
Cristina, tú representas lo mejor de la juventud brasileña. Da orgullo. Quiero que mis hijos un día lleguen a ser así.
Además, una pregunta que me hizo: si lo que más me importaba era la maternidad o la literatura. El modo inmediato de saber la respuesta fue preguntarme: si tuviera que elegir una de ellas, ¿qué elegiría? La respuesta era simple: desistiría de la literatura. No tengo dudas de que como madre soy más importante que como escritora.
Cristina me dijo: «El crimen no compensa. ¿La literatura compensa?». De ninguna manera. Escribir es uno de los modos de fracasar. Cristina se sorprendió, me preguntó por qué escribía entonces. Y no supe responder.
Lo gracioso es que la muchacha vino tan preparada para la entrevista que sabía más sobre mí que yo misma. Me preguntó por qué mis personajes femeninos están más delineados que los masculinos. En parte protesté. Tengo un personaje masculino que ocupa el libro entero, y que no podía ser más hombre de lo que era.
Cristina, tal vez un día yo te entreviste. Los estudiantes universitarios van a identificarse contigo y casi todos pensarán en casamiento. Que tu novio ande con cuidado. También tengo un amigo que, si te conociera, se enamoraría del modo más poético y real. Eres tan necesaria para el Brasil. Muchos jóvenes y muchachas como tú, y el Brasil iría para adelante.
Percibo que al final estoy teniendo mi venganza: la muchacha escribe sobre mí, pero yo voy y escribo sobre ella. Además, Cristina, ¿quieres ir a cenar conmigo una de estas noches? Solo tienes que telefonear. Vas a casarte con un diplomático, pero esta será una cena no diplomática, en nuestro comedor diario probablemente, pues sigo olvidando comprar una campanita para llamar a la empleada y seguramente no podremos cenar en la sala. Además, una gran amiga dadivosa, pero distraída, dijo que tenía más de una campanita y que me daría una. ¿Dónde está? Me distraigo y no compro, ella se distrae y no me da.
Me preguntó qué pensaba de la literatura comprometida. Me pareció válida. Quiso saber si yo me comprometería. En verdad me siento comprometida. Todo lo que escribo está ligado, por lo menos dentro de mí, a la realidad en que vivimos. Es posible que este lado mío se fortifique más algún día. ¿O no? No sé nada. Ni sé si escribiré más. Es muy posible que no.
Me preguntó qué pensaba de la cultura popular. Dije que todavía no existe propiamente. Quiso saber si yo la consideraba importante. Dije que sí, pero que había algo mucho más importante aún: ofrecer oportunidad de tener comida a quien tiene hambre. A menos que la cultura popular lleve al pueblo a tomar conciencia de que el hambre da el derecho de reivindicar comida. Véase la nueva encíclica que habla del recurso extremo de rebelión en caso de tiranía.
Hasta pronto, Cristina, hasta nuestra cena. Parece que yo también te gusté a ti. Lo que es bueno. Pero no sé por qué, después de que leí la entrevista, salí tan vulgar. No me parece que yo sea vulgar. Y no tengo ojos azules.
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Tomado de Eterna cadencia
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