Escribir un poema no es tan diferente del encuentro entre Romeo y Julieta: es como un romance posible entre, digamos el corazón (esa fábrica de emociones, valiente y tímida al mismo tiempo) y las habilidades adquiridas de la mente consciente. Esta idea de la poeta norteamericana Mary Oliver resulta un razonamiento excelente para adentrarnos en el libro La otra, la misma de Dios,[1] de la poeta ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas, donde nos espera una poesía intimista que encuentra su punto de eclosión en el amor, donde se nos muestra la emotividad de una mujer, muchas veces concebida como una muchacha, con fuertes inclinaciones neorrománticas. Las efusiones sentimentales de la poeta están signadas aquí por una marcada inclinación erótica. El placer físico asciende y pareciera enseñorearse de la persona. Pero hay un poema que, a mi modo de ver, resume y trasciende todo ese endiosamiento del amado, todo ese endiosamiento del amor que tiene lugar en estas páginas, en las que también Dios es recibido con la misma pasión que tal sentimiento humano amerita. Me refiero al poema «La Vie en Rose»:
Edith Piaf
convierte
su voz
en agua,
suficiente
para salvarnos
a todas
del fuego.[2]
Es allí donde tensión lírica y efectividad literaria se engarzan en un gesto que nos hubiera gustado haber hallado en otros rincones del libro, donde emoción y concepto alcanzan una profundidad añorada: recordar que poesía es emoción y ritmo sosegados por el mar invisible del equilibrio, donde se resuelve y se trasciende esa dependencia del amado y del amor, y se comprueba la cardinalidad del ser femenino en el universo. Pues cualquier asunto o tema que se trata en el libro es rescatado para hablar del amor, de la relación de la pareja, de la intensidad de ese sentimiento potenciado en la propia naturaleza de la mujer. Aquí se va en busca de una teluricidad para el amor, en busca de un asidero para el mismo en la naturaleza:
Donde vivo no se va el agua
Seguramente por esta circunstancia
las emociones son tan fuertes
y las montañas íntimas
me vuelven curiosa y telúrica.
Cuando empezamos a amarnos
—tú rodeado de agua
yo de viento y bosques—
dijiste que lo realmente importante
era la intensidad del uno por el otro.
Después llegaron las noches
de los fantasmas que entibian la cama.
No digas que no te advertí:
donde vivo no se ve el agua,
solo permanece la fuerza de las emociones
como eficaz forma de entendimiento.[3]
En el libro se quiere enseñorear un erotismo desmedido donde son protagonistas las maneras del placer femenino, donde no hay territorios más allá de la pasión y la entrega: el amor es deseo, y el deseo, angustia obsesiva. Aquí el erotismo de Carilda Oliver y de Gioconda Belli se multiplica, distinguibles por una forma clara de nombrar el deseo y el placer sexual de las mujeres, al igual que el eros juvenil en cataclismos dominados por el deseo, que desembocan tocando suavemente el territorio del desengaño:
Tras un largo periodo de lluvias
tengo docenas de versos de amor y deseo.
Escribí obsesivamente de mi amor,
y del amor de los otros.
Temblando,
tan tenaz como una adolescente,
dueña de las palabras, escribí.
Pasado un tiempo,
el ruido,
la gente,
vientos extraños en la piel,
y esos versos, de te tuve,
empezaron a ser aún más ajenos.
Aquí, en la región del olvido,
ni uno solo de esos versos
conmueve una pizca
de esa mujer que fui. [4]
Así acoge el carácter efímero de la pasión que encuentra, y no es amor, en ella, en que el amor es pasión. Entonces aparece Dios, se emparenta a Dios con el amor.[5] En este viaje por los territorios del amor ocurre, como hemos señalado, el endiosamiento del amor y del amado. Ocurren viajes del Eros a Dios, y de Dios al amor, mostrando una fragilidad típica de un ser adolescente, donde el yo lírico confiesa que «la duda del amor» es «el misterio de sus poemas» [6] y el «ardor de vivir el sexo abrazando a la muerte»[7], pero nos quedamos con aquella imagen donde nos confiesa que fue «una hoja perforada por la luz.» [8] Porque, al decir de Jacottet, como el fuego, el amor no establece su claridad sino sobre el error y la belleza de un bosque en cenizas.
Notas
[1] – Aleyda Quevedo Rojas. La otra, la misma de Dios. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2019.
[2] – Aleyda Quevedo Rojas. Ob. cit., p. 152.
[3] – Aleyda Quevedo Rojas. Ob. cit, p. 38.
[4] – Aleyda Quevedo Rojas, p. 71.
[5] -Aleyda Quevedo Rojas. «Me explicas que ojalá significa…», p.71
Si Dios quisiera
Absolutamente comprendo esta palabra
cuando levantas mi cabello con tus manos,
deslizas tus dedos entre las hebras negras.
Y ese recorrido que haces por mi cabeza enciende
una llama en mis pantorrillas
que ojalá no terminara nunca.
[6] – Ver el poema «Yo, la peor de todas», p. 142.
[7] – Ver el poema «El tambor de hojalata», p. 154.
[8] Ver el poema «Me es hermosa esta cama extraña», p. 53
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