Un nuevo Código de las Familias nos pone a reflexionar. Nada es perfecto. Hay una tercera posición: no estar dentro del closet, ni afuera: dentro de él pero con las puertas abiertas. Los prejuicios han recomido las entrañas hasta de las propias personas inevitablemente gais. En una ocasión visité en Madrid a una pareja de hombres que vivían juntos desde décadas, quienes al yo partir me aconsejaron o casi suplicaron: no diga nada de nuestra relación, porque nosotros no hemos salido del clóset. Lo mismo me sucedió en La Habana con mujeres que vivían en la soledad de dos, a una de ellas yo le había conocido ya cuatro parejas femeninas (y hubo otras antes de yo conocerla), pero al retirarme de su casa me pidieron, ambas, por favor, no comente sobre nosotras, pues no hemos salido del clóset. Tuve un amigo bisexual muy practicante que igual: no había salido del armario y «todo» lo hacía en la clandestinidad.
Tras estas curiosas experiencia, no únicas por cierto, llegué a la conclusión de que hay personas que viven dentro del clóset pero con las puertas abiertas. Hay que ser respetuoso con ello, forma parte de las variedades humanas, somos diversos, a todos los cubanos no les gusta el aguacate, o los platanitos maduros fritos, ni el frijol negro. No todos sentimos goce bañándonos en el mar, algunos solo disfrutan de tomar el sol en la arena, y otros tienen diversos impulsos según sus naturalezas. Pero el recato sobre los temas sexuales suele ser de una diversidad asombrosa.
En época en que todavía mucho más de la mitad de los países de la Tierra no reconocen las uniones (legales o no) de los homosexuales, ni su cualidad de fundación de una familia, no es raro que ellos mismos «se bañen pero guarden las ropas», vivan en el drama burgués de ser pero aparentar lo contrario (mejor ser que parecer), incluso allí donde esas uniones ya sean legales. Queda el rescoldo de decenas de países de mayoritaria confesión musulmana, donde existen penas que van desde meses de prisión hasta la muerte, solo por sospechas de relaciones no heterosexuales. Entonces, los gais de todo el mundo en la mayoría casi absoluta de esa minoría social, preferirían tener una vida discreta, «normal», o sea, normativa, no hacer olas ni dejar que los vientos de los comentarios soplen demasiado.
La Naturaleza, sin embargo, no tiene esos prejuicios: lobos, perros, leones, monos, jirafas, serpientes y algunas aves y los delfines, entre otros muchos habitantes del planeta, no se avergüenzan de sus relaciones sexuales no reproductivas e intersexuales, entre ellas y entre ellos. Se diría con santo Tomás: eso también «está en su naturaleza». ¿No se ha comprobado que hay pingüinos en cautividad que aun pudiendo acoplarse con hembras prefieren únicamente a su colega machos? Claro, eso ocurre entre los animales «irracionales», pero como nosotros los humanos somos civilizados, por siglos parecía mejor prohibir, cercenar, perseguir, culpar, apresar, matar a los que incluso desde el nacimiento son diferentes o solo lo son en sus intereses sexuales.
Los fundamentalistas religiosos pueden culpar a este mismo texto mío de «propaganda». Incluso personas ateas de individualismo fascista o hasta de extrema izquierda piensan, y así lo han manifestado, que la homosexualidad «es contagiosa» y que los gais y lesbianas pretenden convertir en similares a toda la especie humana. ¿Hay que respetar también esa diversidad de pensamiento? Pero tales ideas han conducido a dramas persecutorios, a campos de concentración, a programas traumáticos de «curación», o a la simple exclusión, el castigo o el desprecio. ¿Nuestra especie civilizada debe ser tolerante, debe incluso permitir esa praxis acerca de la sexualidad basada en cánones inevitablemente violentos?
¿La violencia contra el diferente parece ser un placer (sádico) de nuestra especie? ¿Por qué abusar o reírnos del más débil, en este caso, del «diferente»? ¿Y por qué ha de ser el «diferente» un candidato a la exclusión, aquel o aquella que en su privacidad y libre albedrío prefiera la compañía sexual de sus iguales? Porque sí, porque no, porque son pervertidos, porque no están en el orden creado por Dios (¿cómo alguien puede saber con soberbia cuál es en verdad el Plan divino?), la Biblia lo condena (¿o lo condenan las traducciones desde diversos idiomas, sus versiones y sus interpretaciones de lo que se pensó en otras épocas?), o esa es una sexualidad no procreativa y por ello no es «buena», o sencillamente porque no me da la gana que otro sea lo que en el fondo de mi alma pueda ser yo mismo. Y a esta última idea se le llama mejor homofobia.
Entonces, la cuestión es ocultarse. Cerrar el clóset y adentro hacer lo que mejor nos plazca, o dejar las puertas abiertas mientras permanecemos dentro, o solo abrir un resquicio para que pueda entrar aquel o aquella que haga la misma selección que nosotros, o salir, y arrostrar nuestro «destino», nuestro ser sin ocultamientos. Vengan leyes a favor o en contra, libertades de ser como se es o sanciones por ello, sobreponerse a los prejuicios arraigados por milenios por encima de épocas «liberales» o solo «permisivas». En verdad, de lo que se trata es que cada cual viva su plenitud humana como le sea posible, no de estar dentro o fuera del closet sino de vivir con dignidad, ni rechazando ni rechazado. Cada cual debe decidir por sí mismo no solo su papel social, sino también su praxis sexual. Tan privado como tener una fe es tener una forma de ejercer nuestra sexualidad, y tan colectivo es también ese hecho como ser parte del conglomerado social diverso y vital en que vivimos.
La discriminación y la intolerancia son factores que viven en el mundo de la política, de los deportes, del color de la piel, hasta de los comestibles. Somos una especie depredadora que aún no nos aceptamos a plenitud, que no vivimos en concordia con nosotros mismo y nuestras diferencias. Los clóset pueden permanecer con las puertas abiertas, pero ¿es seguro salir? ¿Es segura la intemperie de la sociedad humana? No lo sé. O no hay una sola respuesta.
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