El año 1947 parece haber sido crucial en la literatura para niños de nuestro continente. Dos conocidos autores de países diferentes dan a conocer en esa fecha su primera obra para niños y, coincidentemente, ambos protagonistas son pequeños descendientes de la rica cultura africana. En Cuba, una joven Hilda Perera publica entonces sus Cuentos de Apolo, historia —muy elogiada desde su aparición por José Antonio Portuondo— que cuenta de un pequeño, pobre y negro, que vivía a 35 kilómetros de La Habana y soñaba visitar la para él mítica capital. El modo en que lo consigue, su viaje, cuanto descubre y acontece después, no viene hoy al caso. Pero sí valdría decir que es el primer acercamiento de una autora nacional a un tema interesante: la desigualdad social, el menosprecio en que esta raza fue sumida durante décadas y sus pocas posibilidades de redención. Muchos años después, con su Román Elé (Premio Casa de las Américas 1976), Nersys Felipe regalará otra obra singular y de igual trascendencia y con el mismo tipo de personaje protagónico.
El costarricense Joaquín Gutiérrez Manguel (30 de marzo de 1918, Puerto Limón-16 de octubre de 2000, San José, Costa Rica) es el autor de Cocorí, el otro libro que en el 47 también inaugura de algún modo esa nueva corriente en la literatura infantil juvenil latinoamericana, sobre todo por proponer al lector la imagen de un niño visto —no solo desde la óptica de la infancia—, sino desde el sentir del humilde.
Al leer Cocorí lo primero que admira de ese gran escritor que fue Gutiérrez es su gran poder de fabulación y el modo de captar la esencia y atmósfera semi salvaje de una localidad selvática donde deberá internarse el personaje en su búsqueda y crecimiento. Hay en su estilo mucho de la posterior novela latinoamericana de adultos que movió al notable boom, promovido en Europa en los 60.
Aunque hace un par de años sufriera severas críticas e intentos censores de unos congresistas afrodescendientes que, acusándola de racismo, pretendieron que a Cocorí se le retirara de los programas de estudio, esta obra se considera un monumento de la literatura latinoamericana que ha pervivido de generación en generación, no solo por sus valores literarios, sino por su trascendencia y aportes en la fundación de la serie continental. Muchos crecieron leyendo a Cocorí, libro que pasa de padres a hijos, recuentan los abuelos y que, incluso a siete décadas de publicado, sin perder sus esencias, todavía guarda el encanto de la primera vez.
Cocorí es un pequeño sencillo, pobre, que un buen día descubre en el puerto la llegada de una niña blanca que se le antoja una misteriosa aparición. En un ambiente como en el que habita le resulta increíble ver a esa niña asombrosamente pálida y de cabellos claros que le obsequia una misteriosa flor azul. En pago, Cocorí deberá iniciar un viaje para buscar el monito que la niña pretende poseer. Pero ocurre que durante el trayecto la rosa, efímera como cualquier otra de su especie, va languideciendo al caer el día y Cocorí no imagina a qué se pueda atribuir semejante misterio. Él ha escapado a la selva con tal de complacer a su amiga y en el camino irá descubriendo los enigmas de la convivencia entre las distintas especies de animales que le van dando sus explicaciones sobre lo que consideran el misterio de la vida.
El relato, que cuenta con un acelerado ritmo narrativo, cierta dosis de humor y ese poder de fabulación inherente que nos permite disfrutar de las conversaciones entre un caimán y una boa, entre tortugas azules y papagayos con el propio protagonista, nos va adentrando en un mundo mágico, maravilloso, tan sencillo como inquietante y tan cercano como desconocido. Es el mismo mundo de un Horacio Quiroga, o del propio Francisco Marins o Monteiro Lobato, autores brasileños que se inspiraron en lo agreste y primitivo para sus historias infantiles.
Cocorí va creciendo espiritualmente en ese viaje de iniciación y aunque él mismo no se sienta un héroe, sino justamente la persona más infeliz del mundo al constatar la muerte de la flor y la partida de su pálida amiga, ha madurado al punto de entender el ansiado misterio de la existencia: todo nace, vive y luego debe morir, o renacer de alguna forma nueva, en un ciclo eterno e inevitable. La belleza es fugaz y lánguida como un sueño, lo sublime resulta efímero y su eternidad solo dura ese mágico instante. Pero, si se mira bien, en realidad dura mucho más. Está el recuerdo, la memoria, la evocación, aquello que siempre pervive entre nosotros. Comprender lo efímero es una manera de eternizarlo, aprende Cocorí. Analizando el relato desde las funciones de Propp,1 el joven héroe cumple muchas de ellas pues se aleja de casa, lleva una prenda que le es quitada, es víctima de una prohibición, la transgrede, hay un interrogatorio en el que recibe información, establece complicidad con una tortuga y un monito, sufre carencias, se da el desplazamiento en el espacio entre dos mundos diferentes: civilización y selva primitiva, viaja con un guía y luego regresa, para recibir el reconocimiento ante la tarea cumplida, esa que él mismo se había impuesto, sin saberlo como una meta de auto crecimiento.
Este clásico contemporáneo de la literatura (y exprofeso no digo solo “infantil”) cuenta con traducciones al inglés, francés, alemán, portugués, ruso, ucraniano, holandés, eslovaco, lituano, búlgaro y al sistema braille, gracias a un proyecto que patrocinó la Unesco. También lo adaptaron al teatro y fue llevado a escenarios de Alemania, la antigua Checoeslovaquia, México, Ecuador, Perú, Venezuela, Colombia, Argentina, Chile y Costa Rica.
En el 2010 Cocorí fue seleccionada entre las diez obras infantiles más significativas de la literatura infantil continental en un acervo continental dado a conocer en el Primer Congreso Iberoamericano de la Lengua y la Literatura Infantil, desarrollado en Santiago de Chile.
En este mundo moderno donde aceleradamente se pierden los valores, aplaudo la decisión de la prestigiosa Editorial Casa de las Américas en hacer esta nueva edición de Cocorí, pues su autor, además de ser un gran amigo de Cuba, ganador incluso del propio premio que confiere la institución, siempre defendió con su vida y obra los derechos de los humildes y su lugar en el mundo. En ese mundo que a veces olvida el amor, el que un niño negro sueñe con la durabilidad de una rosa que le ha regalado su amiga blanca, además de romper la propia barrera racial de un país donde, negando su origen histórico, por sus prejuicios muchos descendientes posan de blancos, nos pone frente al dilema de ese amor inconcluso y adolescente que pese a su opacidad fugaz será recordado por siempre. Una sencilla historia de amor. Un amor imposible pero cierto. Una rosa que muere y mil que nacerán mañana. Y cabría recodar justo ahora como colofón esa hermosa frase de otro clásico literario para la infancia, El Principito, cuando su zorra, juiciosa y filosófica como siempre, le recuerda: “Es el tiempo que has perdido con tu rosa lo que la hace importante”. Parafraseándola, solo quedaría decir: Es el amor, la importancia y el tiempo que has perdido con tu rosa lo que para ti la hace diferente, importante y eterna…
Nota
1 Morfología del cuento, Vladimir Propp, Ediciones Akal S.A, Madrid, España, 1985
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