
Uno de los sitios preferidos del autor de Crónica de una muerte anunciada para comer en La Habana era El Aljibe, donde gustaba de saborear el pollo que lleva el nombre de la casa, que es no solo el plato insignia del establecimiento, sino también el más demandado.
Se deleitó, asimismo, con otros platos de ese restaurante, como el arroz con pollo a la chorrera, la crema de pollo a la reina y los frijoles negros que llevan también el nombre del lugar. Y con la sopa de la abuela. El gran pintor Roberto Fabelo evoca los deliciosos tostones —patacones o plátanos tachinos— que en el bar de El Aljibe degustaban como saladitos, mientras «mataban» la noche a bolerazo limpio. Recuerda el artista, por otra parte, que un día, en su casa de México, García Márquez preparó para el almuerzo un guiso de garbanzos.

Avestruz a la almendra
No fue El Aljibe el único restaurante que frecuentó en La Habana. El Tocororo, La Rueda y La Estancia estuvieron asimismo entre sus preferidos.
En los tiempos en que lo visitaba el escritor, El Tocororo tenía fama de ser el restaurante más exclusivo de la ciudad, y quizás lo fuera. Se dispensaba allí al cliente un trato verdaderamente personalizado. Un empleado recibía al cliente en la puerta de la instalación y lo acompañaba a la mesa. Una vez en ella, el empleado se informaba de los deseos del visitante o lo orientaba, pues en El Tocororo no había carta-menú y la casa estaba en disposición de satisfacer al comensal en lo que se le antojara comer. Había un dependiente por mesa y a la hora del plato fuerte, el chef en persona atendía al cliente. Era, por supuesto, un lugar caro; no el más caro de la ciudad, valga aclararlo, frecuentado por diplomáticos, empresarios, artistas, muchos de los cuales tenían mesas permanentemente reservadas. Se preciaba, al igual que hoy, de su cocina internacional y de sus cenas cubanas.

Alina Díaz Rojas llevaba treinta años como camarera en El Tocororo cuando la abordó este cronista. Durante ese tiempo atendió no pocas veces a García Márquez. Recuerda que siempre se le abría el saloncito VIP que se ubicaba casi a la entrada del establecimiento, a la derecha, antes de ganar la puerta de acceso al salón principal. Precisaba que los platos preferidos del Nobel en El Tocororo eran el cordero asado al vino y, sobre todo, el pescado a la plancha con aceite de oliva y ajo. Daba siempre muy buenas propinas, recordaba Alina.
Muy demandados eran en El Tocororo los mariscos y ciertos cortes especiales de carne, como el sirloin y el tenderloin, mientras que un plato como el avestruz a la almendra ganaba cada vez más adeptos en ese tiempo. Una carne roja, suave, con un sabor muy delicado que recuerda el de la oca y que hizo las delicias del autor de Cien años de soledad.
Con el chef Smith
Contaba Gilberto Smith a este cronista que a Gabriel García Márquez lo vio varias veces en París en los tiempos en que prestaba servicio como cocinero de la embajada cubana en Francia. Una noche cenaba Gabo con Alejo Carpentier y Smith había preparado para ellos el plato «Siglo de las Luces» que había elaborado antes expresamente para Carpentier y siguiendo sus sugerencias. Se atrevió a decirles:
—Compilaré en libro todas mis recetas y quisiera que uno de ustedes escribiera el prólogo.
—Cuenta conmigo —respondió Alejo de inmediato.
Pero el novelista de El acoso murió en abril de 1980 y el prólogo quedó sin escribir. Tampoco Smith había compilado el libro.
No era la primera vez que García Márquez degustaba la sazón de Gilberto Smith. Una vez en Cannes se abrió, con Smith al frente, un restaurante de cocina cubana. Transcurría uno de los festivales de cine que tienen lugar en ese balneario. Había, como es habitual, muchas celebridades, cineastas, escritores, periodistas y cazadores de autógrafos. Eran muchos lo que hacían largas filas para acceder al restaurante cubano. Cuba exhibía la película Cecilia, del realizador Humberto Solás.
Recordaba el creador de la langosta al café:
Una noche apareció por allí Geraldine Chaplin, que fue a entrevistarme para la BBC de Londres. La invité a comer, propuse que ella eligiera el día y decidiera quién o quiénes la acompañarían, sin importar el número.
Volvió con Carlos Saura, su compañero de entonces, Mercedes, Gabriel García Márquez y el chileno que después sería su esposo. Preparé la langosta a la que di el nombre de la artista, un plato muy trabajoso, por cierto, y que entusiasmó al grupo.
El empaque de La Estancia
Muchos años después de esa noche, Smith preparó en el restaurante La Rueda, en las afueras de La Habana, una cena en honor de García Márquez y del cineasta argentino Fernando Birri, y recordó al colombiano aquella conversación en París. El narrador de El coronel no tiene quien le escriba respondió que resultaría preferible que el prólogo lo acometiera un conocedor del arte culinario y mencionó varios nombres. Pero Smith se mantuvo en su posición y creyó convencer al colombiano. De cualquier manera, Gabo nunca escribió el prólogo y Smith se fue a la tumba sin compilar sus recetas.
Fue aquella una cena a base de platos de oca, pues La Rueda se especializaba en trabajar y ofertar esa carne, y Smith estaba contratado allí por aquellos días para dar un vuelco a la cocina del lugar. Muy demandados eran entonces el fricasé picante de oca y el jamón del mismo animal, así como sus excelentes mojitos. Preparó para García Márquez un consomé de oca que el Nobel mucho agradeció.
Otra de las escalas gastronómicas de García Márquez en La Habana fue La Estancia, con mesa bufet y servicio a la carta y propuestas de cocina cubana e internacional. Con una buena presencia de mariscos que tanto gustaban al colombiano. Un restaurante de mucho empaque, ubicado en el llamado Polo científico de la capital, en el municipio Playa, frecuentado en la época por no pocos notables. Una casa que se decía en la que Titina de Rojas y Lydia Cabrera vivieron su largo y tórrido romance y donde Lydia escribiera El monte. En verdad dicha residencia, la llamada Quinta San José, distante de allí, fue demolida para construir en sus predios un complejo deportivo cuando las amantes abandonaron el país en los años iniciales de la Revolución.
Percibió el cronista un buen recuerdo del paso del colombiano por La Estancia y, por simple curiosidad profesional, se atrevió a preguntar si pagaba sus comidas o se aprovechaba de su posición en Cuba para eludir el pago de la cuenta.
—No, señor —respondió el capitán de la casa—. El señor García Márquez lo pagaba todo, hasta el último centavo.
El gran sibarita
Miguel Barnet, el autor de Biografía de un cimarrón, llamaba a Gabo, cariñosamente, «el gran sibarita» por su afición a la buena mesa. Un hombre que sabía apreciar los buenos platos y los buenos vinos. El también autor de Yo soy la página que escribo era invitado permanente en las cenas especiales que su ilustre colega organizaba en su casa habanera por fin de año u otro motivo. Concurrían a ellas unas veinte o treinta personas y transcurrían en un ambiente totalmente informal. El servicio era tipo bufet. Las fuentes con comida se colocaban en la mesa de manera elegante, pero sencilla y cada cual se servía de ellas lo que quería y cuanto quería. La gente buscaba después el ángulo del salón que más le conviniera para comer y beber de pie, y formaba o se sumaba al grupo de su preferencia. Todo sin ningún protocolo. Era raro que se hablara de política en ellas. Sí de música. Recuerda Barnet por último el cuidado con que el Nobel se preparaba para esas fiestas. Zapatos blancos, camisa blanca, blanca la manilla del reloj. Un «estilo netamente tropical y caribeño».
Sopita en el Riviera
Solo en una ocasión conversó el novelista cubano Leonardo Padura con García Márquez, y el diálogo no pasó de unas pocas palabras. El encuentro tuvo lugar a finales de 1982 o comienzos del año siguiente. Era una época en que García Márquez sostenía una animada amistad con el poeta Eliseo Diego, uno de los pocos escritores de la Isla que pasó del saludo afectuoso a la relación personal con el Premio Nobel.
Cuenta Padura:
De esa relación se benefició Eliseo Alberto, Lichi, el hijo de Eliseo, que fue quien propició aquel único encuentro. Por algún motivo que no recuerdo, Gabo le había pedido a Lichi que quería conocer algunas jóvenes «promesas» de la narrativa cubana, y Lichi preparó una conversación en la que participaríamos Senel Paz, Luis Manuel García, el propio Lichi y yo. El lugar fijado fue el hotel Riviera, donde se alojaba el Maestro, y el encuentro ocurriría durante un almuerzo. Para desesperación de nuestros jóvenes estómagos de entonces, Gabo llegó con casi dos horas de retraso a la cita, dijo estar apurado, y le pidió al camarero «una sopita», lo que nos cortó la posibilidad de lanzarnos sobre el menú. Media hora después, terminada su sopa, también había concluido el encuentro de García Márquez con las jóvenes promesas de la literatura cubana por cuya literatura no preguntó una sola vez.
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