Digámoslo sin rodeos: en estos tiempos en que la literatura llamada light se ha apoderado del mercado y del lector medio; en muchas veces la justificación de este fenómeno se asocia con el deseo (o la necesidad) de «desconectar», de evadirse por cualquier vía (y la literatura es una bastante apropiada para ello) de la realidad real, últimamente más abominable que cualquier realidad imaginada, encontrarse de repente con una escritora como Luisa Valenzuela es casi un lujo, un verdadero regalo para nuestra sensibilidad de lectores, para nuestra experiencia como seres humanos.
Algo de esto me decía ayer un joven narrador alumno del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso que yo dirijo, a propósito de esta Semana de Autor con Luisa Valenzuela, que para él y otros como él ha resultado una deslumbrante revelación, como también lo fue para mí la primera vez que leí un texto de esta gran escritora y a la vez grande y entrañable amiga.
Claro, no siempre fue grande y entrañable amiga. Antes fue para mí (y no me resisto a la tentación de contarlo) una señora de expresión severa, casi adusta; voz un tanto seca, digamos, más bien ácida; irónica como buena argentina y de una inteligencia poco menos que intolerable como seguramente son todas las grandes escritoras. Ella presidía una mesa en un Congreso Internacional de Escritores que se celebraba en Buenos Aires, en 1990, y al que asistíamos Pablo Armando Fernández, Arturo Arango y yo, y me resultaba totalmente desconocida.
Yo debía leer una ponencia sobre la narrativa cubana contemporánea, y el azar no estuvo de mi parte: me correspondió el último turno, en aquella mesa ocupada por nueve fieras (digo, escritores), y un público indisciplinado, a los cuales aquella severa señora trataba de meter en cintura, o mejor dicho, de mantener a raya.
Hay que decir que aquel fue un congreso extraño. Los escritores argentinos estaban agresivos con los organizadores que eran «gente del Gobierno». Los asistentes estaban agresivos con los escritores, interrumpían, hablaban en voz alta, a veces gritaban, otras insultaban a alguien de la mesa. Y en medio de aquella situación un tanto caótica, los escritores extranjeros (y entre ellos los cubanos), unas veces divertidos, otras perplejos, tratábamos de escapar ilesos sin tomar partido por ningún bando.
Cuando llegó mi turno, y a punto de comenzar mi intervención, la severa señora me dijo: «Le ruego que no se pase de los diez minutos». Creo que algo parecido les había dicho a las otras fieras que, por supuesto, no le hicieron ningún caso: todo el mundo leía, dieciocho, veinte o treinta minutos, sin atender los llamados al orden de la sufrida señora que parecía estar al borde de la apoplejía. Le respondí: «Bueno, pero aquí todo el mundo ha hablado lo que quiso». Y ella replicó: «Le ruego que diez minutos» y hasta mí llegó el inconfundible olor del ácido cítrico.
Así que suspiré, y leí a velocidad de ametralladora mi ponencia que a cada rato era interrumpida por aquel público díscolo que decía: «¡Más despacio, che, qué es eso!». Finalmente, tampoco yo le hice caso a la severa señora, y me pasé como cinco minutos del tiempo asignado. Cuando terminé, sin dar tiempo a nada más, ella levantó la mesa, y todos huimos espantados del público que levantaba las manos no se sabe si para aplaudirnos o pegarnos.
Así conocí a Luisa Valenzuela. Alguien me dijo su nombre y apenas regresé a Cuba busqué alguno de sus libros, leí sus cuentos, y comencé a admirarla, a darme cuenta de que estaba en presencia de una narradora de la estirpe que viene de Marechal, Cortázar, Sábato, y se prolonga por Abelardo Castillo, por Mempo Giardinelli y que en ella encuentra una exponente de similares méritos y altura.
Dos años después, cuando vino invitada como jurado de cuentos del Premio casa del ´92, experiencia de la cual salimos amigos entrañables, recordamos aquella singular mesa del no menos singular Congreso y nos reímos del incidente que nos permitió conocernos.
Hoy debo presentarles Como en la guerra, su primera novela publicada en Cuba, un sueño largamente acariciado por nosotros (y creo que también por ella), y al cual no me siento ajeno, porque fue durante mi gobierno en la Editorial Casa cuando se gestó el proyecto que contó también con la complicidad (y el auspicio, por supuesto) de Marcia Leiseca.
Ya lo he dicho en otras ocasiones: no me gusta hacer presentaciones académicas, leerles un enjundioso estudio introductorio, que seguramente agradecería una revista especializada pero difícilmente soportaría un público como ustedes, que (estoy seguro) no quiere conocer de antemano las claves de una novela cuyos misterios va a develar, sino recibir una incitación a su lectura, a penetrar en un universo nuevo hecho de realidad y sueño, de mentiras que son más verosímiles que las propias verdades; ese ajuste de cuentas con el mundo de ficción que revela la verdad de las mentiras, como dice Vargas Llosa. Prefiero siempre compartir con los futuros lectores, impresiones, rechazos, deslumbramientos, y sobre todo alguna característica de la obra que particularmente me haya impactado.
La trama, el argumento, el hilo narrativo, como se quiera llamar, de Como en la guerra, pueden ustedes leerlo en la contracubierta del libro y seguramente ha sido brillantemente expuesto y dilucidado en la conferencia de Paula Di Dio que me precedió esta tarde: una historia que se abre a vastísimas interpretaciones, tanto existenciales como propiamente sociales y políticas.
A mí (y aludo a lo que ayer, en su magnífica charla sobre el cuento decía la propia Luisa: «No es la anécdota implícita lo que más me interesa, en absoluto, es sobre todo la forma de narrarla», lo que la emparenta en esta poética de la forma, a mi modo de ver, con Katherine Mansfield, y sobre todo, con Virginia Woolf) me interesaría recalcar algunos aspectos formales de esta novela, porque me parece que su complicada estructura, su densidad narrativa, sus diversas perspectivas, sus evanescentes matices, se hubieran venido abajo sin una clara conciencia técnica, sin un manejo maestro de los recursos narrativos.
El primero de ellos es el llamado recurso de la «caja china» o de las narraciones enmarcadas. De la misma forma que Juan Carlos Onetti en La vida breve, esta novela está estructurada como una serie de cajas chinas: la del narrador omnisciente, la del protagonista, la de Beatriz, la de la supuesta Sabina. Pero son narraciones enmarcadas, que funcionan a la perfección: cada una influye sobre la otra, conformando un tejido de vasos comunicantes que se interpenetran y van transmitiendo esa corriente subterránea de sentido que dota de un fuerte poder de persuasión a la historia, que ella nos narra solamente a retazos, dejando en el camino hilachas de significación, trocitos de hielo del iceberg mayor que siempre se mantiene como un gigantesco dato escondido detrás de una puerta, que Luisa, por momentos, nos entreabre. Cuando lo hace, apenas nos permite vislumbrar, de un lado, los oscuros abismos de dos seres humanos: uno, el objeto de una supuesta investigación psicoanalítica; otro, el aparente investigador que en el proceso termina por revelar sus propias obsesiones, temores, confusiones; y del otro lado, los abismos no tan oscuros de un régimen que hizo de la violencia, la barbarie y la tortura, una institución.
Esa estructura de cajas chinas solo es posible mediante un empleo magistral de las mudas del punto de vista espacial, que funcionan como un juego de espejos: perspectivas que se cruzan, se funden, divergen, focos de la narración que entran y salen, se acercan y se alejan de los personajes, creando además un rico tejido de niveles de realidad: uno real objetivo, otro real subjetivo, tan profundo y a la vez tan evanescente como los de Virginia Woolf; e incluso uno imaginario, campo de batalla de los sueños (o quién sabe, de la realidad) del protagonista.
Y todo este aparato técnico, de impecable funcionalidad, está sustentado por un lenguaje denso y a la vez poroso, por él penetran las emociones, las profundas reflexiones, los coloquialismos y las puras sensaciones plásticas que adquieren cuerpo en las grandes descripciones de la parte mexicana de la novela. En suma: un lenguaje en perfecta adecuación con los complejos contextos narrados. ¿De qué otra manera puede catalogarse este párrafo que quiero leerles, a manera de muestra?:
Habrá una noche y esa noche será. habrá algo tan terrible en esa noche por su sola condición de noche, su verdad pavorosa. yo de noches entiendo muy poquito y le preguntaré a ella cuando la encuentre —si la encuentro— qué es la noche. la noche es una caja azogada, la noche es otro país. no son definiciones lo que busco, es la explicación total y solo ella puede hablarme sin hablar y dármela sin siquiera mencionar su nombre. a la fauna de la noche solo se le ven los ojos, ojos siempreverdes, un verde de profundidad de mar, ginecológico. ella lo sabe todo y yo no tengo por qué perderla a la vuelta de un gesto, en algún rincón donde hagan sus nidos las aves del desastre, desdentadas y voraces, plegables para ser llevadas en el bolsillo interior de la chaqueta.
Desde Djuna Barnes, que hizo de ello casi una categoría filosófica, no leía algo tan intenso sobre la noche.
Pudiéramos seguir cartografiando técnicamente esta novela. Pero nuestro propósito es el que ya esbozamos: incitar a su lectura. Lo advertimos: no es una novela complaciente con el lector, exige atención y una lectura inteligente y sensible. La recompensa la tendremos después: estaremos de lleno en el universo de Luisa Valenzuela, una de las grandes narradoras argentinas del siglo XX.
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Tomado de El libro de las presentaciones, de Eduardo Heras León, publicado en 2018 por Editorial Oriente.
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