
—Cómo jodes —me dijo Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, impaciente ya y visiblemente molesto ante mi asedio constante de aquella noche en que me convertí en su sombra. Esquivo y distante, el autor de Cien años de soledad semejaba un dios ofendido.
—Usted también fue periodista y sabe cómo son estas cosas —respondí.
—Sí, yo también lo fui, pero si tú revisas los seis volúmenes en que se recogió mi obra periodística completa no encontrarás una sola entrevista. Nunca entrevisté a nadie; preferí siempre reconstruir ambientes.
No quise entrar a discutir. Sin romperme mucho la cabeza recordaba su entrevista con el sacerdote católico que vio caer la bomba atómica en Hiroshima y que está recogida en uno de los volúmenes a los que aludía. ¿Y qué otra cosa podría ser Relato de un náufrago (1970) sino el fruto de una larga entrevista? ¿Y La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986)? Pero nada de eso le dije. Estábamos en La Maison, que todavía era uno de los lugares emblemáticos de la noche habanera y me le había acercado en el intermedio de un desfile de modas que él seguía junto a su esposa Mercedes y la gran novelista brasileña Nélida Piñón. Fue con el pretexto de saludar a la autora de Sala de armas que me arrimé a su mesa.
—Si yo tuviera que reconstruir el ambiente de hoy, tendría que hablar sobre un hombre que se pasó la noche hurgándose con un palillo en la boca —expresé sin meditarlo mucho.
—García Márquez, Comendador de la Legión de Honor de Francia, me miró fijo a los ojos y su silencio me hizo pensar que nuestra posible conversación se iría definitivamente al diablo. Por eso apenas pude reprimir mi asombro cuando me invitó a que ocupara el único asiento libre de la mesa.
—Te advierto que yo me comprometí con la cantante a hacer con ella un dúo al final del desfile, pero creo que es mejor que salgamos de tu entrevista de una vez… Repíteme lo que tú quieres saber.
Era el año de 1986. Así comenzó mi entrevista con Gabriel García Márquez. Para llegar a ella recorrí un camino de cinco años.
La historia de esta historia
Corría el mes de septiembre de 1981 y el dia de la sesión de clausura del I Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, en el Palacio de las Convenciones de La Habana, le hablé al escritor de la posibilidad de esta entrevista. Vestía un overol que lo hacía parecer un mecánico o un camionero. Sin vacilar ante mi petición ni rehuirla —es famoso que nunca dice que no a un periodista, pero no le da una entrevista— me dijo el nombre del hotel donde se alojaba y el número de su habitación y me pidió que lo llamara sin falta. Fueron inútiles mis esfuerzos por localizarlo.
Casi un año después se repetiría, más o menos, la misma historia, solo que en esa ocasión logré hablarle por teléfono.
—Lo siento —manifestó. En estos momentos hago las maletas pues estoy a punto de partir. Vuelvo a comienzos del año entrante. Búscame entonces sin falta.
Cuando en enero de 1983 volvió a La Habana, ya con el Nobel, recordé sus palabras. García Márquez, como es de suponer, no guardaba de ellas la más remota memoria.
Un mediodía le monté una guardia de horas a la entrada de la Casa de las Américas y, para abordarlo, cuando llegó, tuve que correr detrás de él por el vestíbulo de esa institución hasta que pude capturarlo en el interior del ascensor. Sacó del bolsillo un papelito arrugado donde aparecía un número anotado a lápiz. Dijo:
—Este es mi teléfono. Llámame uno de estos días.
Lo hice y alguien me informó que el narrador no se encontraba. Hice otro intento y me dijeron que había salido. Volví a hacerlo y se había retirado a descansar. Repetí la llamada, pero estaba atendiendo a una visita. Otro intento más y García Márquez en persona acudió al teléfono.
—Mira, dame tu número y no te muevas de ahí. Telefonearé dentro de un rato.
Y no sé por qué recordé la famosa frase de Kierkegaard, aquella que sostiene que todo lo que no es enseguida es demoníaco. Y tuve razón porque García Márquez jamás llamó. Cuando volví a telefonearle, ya había vuelto a México.
Transcurrieron entonces más de dos años de soledad en los que el afamado novelista retornó a Cuba varias veces.
En noviembre de 1985, durante el II Encuentro de Intelectuales, me lo topé en uno de los pasillos del Palacio de las Convenciones, donde sesionaba la importante reunión. Iba solo, pero de prisa porque se reuniría con alguien para el almuerzo. Le recordé mi deseo de entrevistarlo, pareció interesarse, pareció acceder y, enseguida, muy ceremoniosamente, sacó del bolsillo un papelito arrugado donde aparecía un número anotado a lápiz.
—Llámame sin falta —dijo.
Comenzaba a tejerse de nuevo la misma historia, y yo necesitaba armarme de toda la paciencia del mundo.
—Desde ahora me comprometo a robarle el menor tiempo posible. Sólo dos preguntas…
—De acuerdo, llámame,
No lo llamé esa vez, pero la suerte estuvo de mi lado. La casualidad quiso que me lo encontrara esa misma noche en La Maison.
—¡Ah! El hombre de las dos preguntas —dijo al verme.
Preguntó si tenía la grabadora conmigo —dijo «grabador»—. No, no la tenía.
Nunca la utilizo. A punta de lápiz y en un alarde de memoria, entrevisté a Carpentier y a Guillén; a Cortázar y a Jorge Amado; a Portocarrero y a Guayasamín; a Saramago y a Monterroso… Saber que no utilizaría la grabadora pareció restar interés al inventor de Macondo. Volví a acercármele cuando concluyó el desfile de modas. Pudo evadirme y no lo hizo. Su último pretexto para desentenderse del asunto fue casi infantil.
—Voy al sanitario, y si tiene otra salida no te empatas conmigo otra vez.
Entré con él al cuarto de baño.
—Déjame mear —dijo.
Lo dejé solo. El mingitorio tenía, por suerte, una sola puerta y yo esperé junto a ella durante unos minutos que me parecieron toda la eternidad.
—Como jodes —dijo al volver a verme.
Un periodista no siempre hace la entrevista que quiere. Hace, mejor o peor, la entrevista posible. Y yo haría, en este caso, la que me permitirían sus evasivas y su desgano. No imaginaba entonces, no podía imaginar, que treinta y dos años después, a pedido de una editorial colombiana, yo escribiría una crónica de más de 250 páginas sobre la presencia de García Márquez en Cuba.
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