No resultó difícil encontrarme con Julio Cortázar aquella tarde de 1983. Bastó una simple llamada telefónica.
Sin mencionar la palabra entrevista, que entusiasma a unos y pone en guardia a otros, le dije que quería verlo. Preguntó si yo tenía tiempo para que nos encontráramos esa misma tarde. Claro que lo tenía. Entonces dijo que me esperaba a las cuatro en el bar del lobby del Hotel Riviera, donde se alojaba.
A todas estas, yo no tenía esa tarde un jodido quilo partido por la mitad, y pedí prestados 20 pesos (moneda nacional), una pequeña fortuna en aquella época, en que el pasaje en ómnibus era de cinco centavos y un mojito importaba un peso con 20 centavos en un bar de lujo. Me puse mi mejor camisa y abordé una democrática ruta 68, que en un tiempo relativamente breve me dejó en Línea y Paseo. Caminé hasta el hotel y en efecto en El Elegante, de codos en la barra, joven pese a sus casi 70 años, con cara de niño perverso, altísimo, flaco, con su densa barba rojioscura y los ojos separados como los de un novillo, me esperaba el autor de Rayuela y Libro de Manuel, entre otros muchos títulos.
No era la primera vez que nos encontrábamos. Conversamos cuando en 1976 vino de acompañante de su esposa Carol Dunlop para la filmación de un documental sobre Cuba. No se habían limado aún las asperezas que ocasionó el llamado «Caso Padilla» ni se superaban incomprensiones, sinsabores y angustias del «Quinquenio Gris», y su presencia en Cuba transcurrió en un ominoso silencio. Él, tan justamente celebrado y ensalzado en sus visitas anteriores, fue esa vez como si no hubiese venido.
Antes tuvimos un diálogo brevísimo al final de un café conversatorio ―se brindaba café mientras se conversaba– que tuvo lugar en la biblioteca de la Casa de las Américas, y en que, junto a Cortázar, los invitados fueron, nótese y anótese, José Lezama Lima y Mario Vargas Llosa, mientras que entre el público destacaba la presencia de importantes figuras de la intelectualidad cubana y del continente, pues el conversatorio formaba parte del programa del Premio Casa de ese año.
Por cierto, Cortázar había extraviado su equipaje en el viaje a La Habana y lucía aquella noche una deslucida chaqueta que le quedaba corta de mangas y que contrastaba, y cómo, con el elegante atuendo del autor de Los cachorros y La ciudad y los perros.
Llegan al cronista recuerdos de aquellos años. Antes o después del café conversatorio aludido, no puedo precisarlo, Mario Benedetti ofreció en la Casa, una conferencia sobre Rayuela. Leía el uruguayo unas veces de las cuartillas que llevaba preparadas e improvisaba otras mientras que de cuando en cuando recurría a un ejemplar de la novela para leer algún pasaje.
El chileno Manuel Rojas, autor de Hijo de ladrón, que estaba en el público, preguntó al disertante si él viajaba medio mundo con ese libro a cuestas. No, no lo hacía, se lo facilitaron en la propia Casa. Y eso del medio mundo no era una mera frase porque para viajar a La Habana desde un país latinoamericano había que ir antes a Praga.
En 1963, el autor de Salvo el crepúsculo ofreció en la Casa una conferencia sobre el cuento, publicada luego en la revista de la institución. Cortázar mantenía entonces en La Habana un tórrido romance con la jazzista negra Maggie Prior, nacida en Santiago de Cuba en 1942, una mujer, dice la ensayista Rosa Marquetti, que supo resistir y defender el jazz en circunstancias adversas y hasta hostiles. Se dijo que él quiso llevarla a París, propósito que se frustró, se desconoce ya si por él o por ella que se negó a seguirlo, aunque es posible que él no insistiera lo suficiente para sacarla del país.
De cualquier manera, en los inéditos de Cortázar, apareció un «Blues for Maggie», que lleva como exordio aquel verso de Pablo Milanés: «Ya ves/ Y sigo pensando en ti», y que dice en sus versos iniciales: «…nos hicimos jugando todo el mal necesario…».
«La musa preterida de Cortázar», como la llama la Marquetti, falleció en La Habana, olvidada y abandonada por todos, en 1992, luego de un segundo accidente cerebro vascular que, junto con sus facultades esenciales, la privó de sus deseos de vivir.
Rayuela sería publicada en Cuba, con prólogo de Lezama, en 1969, y una tirada de 10 000 ejemplares, en la colección Literatura Latinoamericana de la Casa, donde también, en 1963, con selección y prólogo de Antón Arrufat y tirada de 5 000 ejemplares, aparecieron sus Cuentos. En 1967, Cuadernos Casa daba a conocer en un volumen conjunto un ensayo de Benedetti sobre el argentino, presumiblemente la conferencia aludida arriba, y la transcripción del café conversatorio sobre Rayuela, de 2 de julio de 1965, en el que participaron Ana María Simo, Lezama y Roberto Fernández Retamar, y en un cuadernillo intercalado el texto de Eliseo Diego sobre Todos los fuegos el fuego. La revista Casa publicó una entrega dedicada a Cortázar en ocasión de su fallecimiento.
En la fecha de mi encuentro con Cortázar, ya Carol Dunlop, escritora, traductora y fotógrafa estadounidense, había muerto en París (2 de noviembre de 1982) a sus 32 años sin llegar a ver publicado Los autonautas de la cosmopista, que escribió en colaboración con el marido, que no demoraría en morir, también en París, el 14 de febrero de 1984. Descansan en el mismo panteón.
Dice la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi (Premio Cervantes) muy amiga de la pareja, que ambos murieron de SIDA, virus inoculado a Cortázar en una sangre que le transfundieron en un hospital francés, y que terminó infectando a Carol. De esa afirmación disiente Miguel Herraz, biógrafo del narrador de Queremos tanto a Glenda. Dice que Carol falleció de aplasia medular, y Cortázar, de leucemia, padecimientos que se asemejan, pero no son los mismos.
Eran cerca de las siete de la tarde cuando Julio Cortázar me dijo que debía disculparlo. Subiría a su habitación ya que debía prepararse para un compromiso, a las ocho. Yo no había grabado la conversación ―nunca lo hacía– y, eso sí, contra mi costumbre, no tomé una sola nota durante el diálogo. Pregunté entonces si él tenía inconveniente en que yo publicara la entrevista. ¿Usted recordará lo que hablamos?, inquirió. Y yo, con una arrogancia de la que después me arrepentí, dije que eso era asunto mío. Ya con Cortázar fuera apunté algunas ideas, frases y palabras que me ayudarían a reconstruir el diálogo. Fue un reportaje de 26 cuartillas.
Me dijo el autor de La vuelta al día en ochenta mundos:
Trato de vivir lo más intensamente posible, miro atentamente lo que ocurre a mi alrededor y procuro la irrupción de lo que después será un cuento o el pasaje de una novela. En esos momentos, soy algo así como un pararrayos, enfrentado siempre a situaciones insólitas y metiendo, como decimos los argentinos, el dedo en el ventilador.
El dedo en el ventilador… buen título para la entrevista.
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