Después de leer infinidad de ensayos y artículos y escuchar conferencias sobre Jardín, he decidido aportar mis conocimientos sobre cómo esta obra «sui géneris» que crece y desconcierta mientras más se profundiza en ella, se fue creando.
Una vez le escribí a Dulce María Loynaz dándole una opinión sobre la novela, que desde 1951 me acompaña a todas partes. Ella me respondió el 24 de septiembre de 1988: su juicio sobre Jardín, dicho en varias palabras, me parece no solo acertado, sino también original. Son cuatro palabras nada más y sin embargo las más cercas de definirla: «Romántica y realista, barroca y surrealista».
Lograr el halago de una mujer tan difícil me hizo sentir satisfecho, pero al mismo tiempo me obligó a adentrarme en la investigación de cómo fue concebida y llevada a feliz término.
Le pedí los originales, hizo resistencia. Continué asediándola, hasta que un día, sin esperarlo, me los entregó. Eran libretas, en parte destruidas por los años, donde se combinan la Geografía, las Matemáticas, las Ciencias Naturales, los idiomas con poemas en prosa y fragmentos de las novelas Mar muerto y Los caminos humildes. Estas últimas versiones en la década del 40, las destruyó. Hurgando en este piélago encontré datos de trascendental importancia.
En la libreta del manuscrito de Jardín escribe con lápiz en la contracubierta: «Esta novela se acabó de escribir el día de San Ignacio de Loyola (31 de julio), a las doce del día menos veintiocho minutos, en El Vedado, año de 1935. Se empezó a escribir el 7 de enero de 1928. Más de 7 años».
Sin embargo, si cogemos la primera edición, publicada por Ediciones Aguilar, en España, en 1951, leemos en la página 12 lo siguiente: «Habana, junio 21 de 1935, a las siete menos cuarto de la tarde». No concuerda el horario ni la fecha. ¿Por qué lo cambió? No lo sabremos.
Ella dice que comenzó en 1928, pero en esa época ya había aprobado los exámenes para doctorarse en Derecho Civil en la Universidad de la Habana. Había escrito, un año antes, Bestiarium, poemas con imágenes típicamente vanguardistas, y traducía del italiano la novela Ella no responde, de Matilde Serao (1858-1927), de 400 páginas.
Pongan atención en lo que me escribe en carta con fecha 15 de julio de 1982:
En lo que hace a la novela de Matilde Serao, le admito también que mucho mío se filtró en su traducción. ¿De otra manera me hubiera tomado el trabajo de traducirla? Y fue un trabajo lento, empezado tal vez antes que Jardín, interrumpido muchas veces y terminado al fin con hasta fatiga. ¿Que por qué lo emprendí? Simplemente porque al leerla me impresionó la paciencia de aquel hombre que para más coincidencia se llamaba igual (Pablo, aclaro yo), escribiendo cartas y cartas que nunca eran contestadas. Cuando al fin terminé, yo estaba ya tan lejos de esa pequeña tragedia, que me había casado con otro.
O sea, en 1928 tiene en su curriculum dos novelas en preparación, media traducción voluminosa de Bestiarium y la mayor parte de los poemas sin nombre saltando en las amarillentas hojas de las libretas, lo que me hace deducir que Jardín ya estaba esbozado, cobrando cuerpo después. También pone en entredicho la aseveración de Dulce María de que ella no podía hacer dos cosas al mismo tiempo, aunque le damos la razón de que era lenta en «fructificación».
Todas estas novelas y poemas van sufriendo cambios, enmiendas, tachaduras y rompimientos. Opino que Jardín tiene una marcada influencia del primero de los cubanos, haciendo hincapié en Lucía Jerez, por su tratamiento cinematográfico sin que Martí conociera el séptimo arte. Pura intuición genial que en Dulce María cobra una dimensión insólita.
En la libreta V, capítulo XI, titulado «Las últimas cartas», como todas las demás libretas, tiene acotaciones en tinta de Enrique Loynaz, al único que Dulce María permitió le rectificara el texto, que dice: «El párrafo no es muy bueno, sin embargo… es demasiado confuso para el lector que no puede adivinar cual de las dos cartas es la interrumpida»; la hermana mayor le responde con lápiz: «Me fiaré del impresor. Hay que ser claro: aunque Martí siendo Martí, peque a menudo de oscuro. Pero Martí tiene derecho al esfuerzo del lector y mucho más. En cambio, en mi caso, el lector tiene derecho a la claridad». Este tema sobre la claridad u oscuridad entre ambos merece un estudio futuro.
A diferencia de Flor, que se iba hacia la lectura de las religiones, la vida de los santos, la cultura oriental o su preferencia apasionada por Alfonsina Storni (tan parecida a ella por más de un motivo), que se sabía de memoria el Cyrano de Rostand o el teatro de Claudet; a distancia de Enrique que se adentraba en las más diversas filosofías sin afiliarse a ninguna, buscando una verdad que al parecer no encontró y quedó entre un aparente místico y un masón practicante.
Dulce María cercana a Carlos Manuel en el afán de abarcar toda la cultura, leía sobre botánica, química, historia universal, música, teatro, arquitectura posiblemente más que sobre poesía, que es mucho decir. A través de Chacón y Calvo estaba al día de la creación literaria nacional e internacional. Martí y Casal serán sus ídolos cubanos, como lo será el nicaragüense Rubén Darío; Se afiliara a los españoles Azorín y Gabriel Miró «porque nada le falta ni le sobra»; negara a Lorca y a Juan Ramón Jiménez pero acepta a Rabindranath Tagore y la contradicción es obvia.
El que lea El diario de un poeta, capta hasta dónde llega la deuda con el andaluz. Ya por entonces había leído a Horacio Quiroga, Sarmiento, Mariano Azuela, Ricardo Güiraldes, Eduardo Barrios, Rómulo Gallegos (Aclaración: no toma el nombre de la trágica guaricha del venezolano, sino atraída por la devoción de Flor por el ambiguo orisha macho-hembra), entre otros muchos latinoamericanos, pero no encontré en su biblioteca, ni jamás me nombró a Mario Andrade y su novela Macunaima, uno de los grandes aportes del vanguardismo literario de aquellos tiempos.
En 1929, hace un alto en su obra y con su madre y hermanos viaja por Italia, Francia, Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. En Luxor, deslumbrada ante la tumba recién descubierta por los arqueólogos escribe «Carta de amor a Tut-Ank-Amen», que forma parte de su Diario de viaje, del que solo conservó algunas páginas, ninguna comparable a esta conmovedora y tropical que la convierte, junto a otras muchas conservadas o escritas después, en una de las grandes epistológrafas de lengua española.
Este viaje le ensancha no solo los conocimientos, no solo el espíritu (porque se realiza para separarla de Pablo Álvarez de Cañas, y para que se sobreponga a lo que para ella será inconcebible: la completa separación de sus padres), sino también la pone en contacto con las corrientes de los “istmos” más en boga, nutriéndose de André Breton cuya Natja la mantendrá alucinada por un tiempo, Viginia Woolf que será en mi opinión una clave decisiva en su obra a partir de Orlando y aun más Las olas (y que Dulce María, como otros creadores en el futuro, negará y me escribirá diciéndome que era una mujer «loca que no escribía más que disparates. Ella no tiene que ver nada conmigo…»), T. S. Elliot, Emily Dickinson (bien asimilada), Aldoux Huxley y su Contrapunto, William Faulkner en Mientras agonizo, Ernest Hemingway en Adiós a las armas, hasta culminar con Marcel Proust en su En busca del tiempo perdido («un libro capital para conocer toda una sociedad burguesa») y Ulises de James Joyce.
Me causa gracia recordar que cuando le hablaba de este libro con una pícara sonrisa me preguntaba: «¿Usted lo ha leído, que le parece?». Le contestaba: «¡Genial!». Y sonreía. El Quijote lo leyó en 1936, mucho después que sus hermanos. Y me confesaba que se sentía deudora de Flaubert, específicamente, de Salambó. Esta relación parcial nos da una idea de su erudición, no al estilo de Lezama Lima ni Alejo Carpentier; Dulce María no alardeaba de su aplastante conocimiento, se limitaba a escuchar, sin emitir juicios sobre este o aquel creador. Solo cuando se sentía obligada a una aclaración histórica tomaba parte. Traigo a colación una anécdota: estábamos de visita en su casona de 19 y E, y una joven interrumpió a Dulce María cuando hablaba de su visión personal de Sara Benhart en la representación de Juana de Arco, de Claudert, diciendo entre suspiros suficientes: «¡Oh, Sara Benhart, qué artista, Jean Paul Sartre le dedicó La ramera respetuosa…». Quedamos sin aliento, pero Dulce María sin alterarse le respondió: «Joven está Ud. en un error por un lapsus mental, cuando Sartre estrenó en 1946 La ramera respetuosa, la divina Sara había muerto en 1923, o sea, hacía 23 años exactos».
Esto que he ido hablando no responde a incoherencias o discontinuidad en el tema central, todo lo contrario, he ido entregando pistas, huellas o señales de cómo Loynaz fue desarrollando su intelecto mientras escribía Jardín, aunque me he tomado licencias, salpicando la lectura con anécdotas. Retomemos el hilo de Bárbara.
En la libreta A, Enrique le pide aclare algo más sobre el sentimiento de la madre de Bárbara hacia ella. Dulce María le responde: «La madre de Bárbara no amaba a Bárbara, amaba al hijo más pequeño que se le muere en flor. Cultivadora de su desgracia acaba por volverse loca, sin que la niña lo comprenda, sin que nadie se explique nada. Pero esto no lo pongo y el que lee habrá de adivinarlo, y si no lo adivina tampoco me importa, como a la madre de Bárbara…»
La escritora no se molesta en colaborar con el lector. Escribe lo que experimenta y quiere, nada más.
En un artículo publicado en la revista Unión (No. 26, Pág. 25-31, del año 1997) con título «Dulce María Loynaz: una mitad en la sombra», Antón Arrufat no solo desconfía de la confesión que Dulce María me hace de que las cartas que Pablo Álvarez de Cañas las «filtró» en los capítulos de Jardín dedicados a epístolas del amante desconocido entre los años 28 al 35, sino que también las considera «cursi». Lo primero, después de leer Fe de vida o por boca de la propia Loynaz es de todos conocidos que: desde 1920, año en que por teléfono escucha la voz de Pablo, iniciando un amor platónico a través de cartas, la familia Loynaz Muñoz, especialmente la acaudalada madre, no acepta al pobre desconocido, recién llegado de Canarias.
La oposición llegó en algunos momentos a adquirir reminiscencias medievales, pero está la correspondencia y Dulce María burla la vigilancia escribiendo y recibiendo respuestas. Estas misivas las guardó celosamente, escogiendo las más apasionadas mientras elabora Jardín, oportunidad que aprovecha para «filtrar» lo mejor del amado. En cuanto a lo «cursi» es cuestión de sensibilidad opino, que casi el centro de la obra lo constituye la tercera parte, desde la primera carta hasta las últimas cartas. Son como columnas que soportan el edificio. De un romanticismo de buena ley y que Dulce María, en el original, sacó dos capítulos completos titulados «Incidente», de 16 folios, y «La carta del despecho», de 18 hojas, buscando la armonía, el equilibrio.
Esto nunca se lo perdonó su hermana Flor. Ella se defiende, como notable jurista que fue, escribiendo en la libreta D, capítulo IX, titulado «Las cartas de la enfermedad», con esta respuesta: «Este capítulo sí es verdaderamente una obra maestra. Lo he pensado así el día último de mayo y no debo cambiar de opinión» (…) «suprimí del quinto renglón los calificativos ‘mi amada, mi sol, mi sueño’, la aparente vulgaridad de repetir los giros comunes entre enamorados, se debe al deseo de dar la mayor naturalidad a una carta de amor; para darle el mayor calor de vida precisamente a la palabra de un muerto». Por lo demás ya Shakespeare escribió «Oh my love, my wife…». Sin comentario (knock out técnico al admirado Arrufat).
En la libreta B, capítulo VI, llamado «Después del baile», tacha varios renglones, escribiendo al margen: «Esto no va por amanerado y anecdótico». De los capítulos terminados como «Las luces», «El pescador» y La lagartija», de La libreta V y de la quinta y última parte de Jardín, escribe: «Estos tres capítulos hay que volverlos a hacer porque están muy densos. Pero cada vez me cuesta más trabajo y me canso hasta en la cintura, hasta en los pies. Y los repite cinco, seis, siete veces, exclamando: ¡Ay, Dios mío, que novela esta! ¡Esto no es novela ni cosa que se le parezca!». Y al terminar el capítulo IX «Modas antiguas» pone la fecha 5 de marzo de 1935, seis y cinco de la tarde. «Acaba de llover».
Y en la misma libreta, pero en la contraportada, traza con lápiz algo que ella pensó antes que otros, y fue su mejor crítico:
Tal vez resulte mi novela o mi prosa un poco descoyuntada: me falta elasticidad en la narración y a cambio me sobra lirismo. Soy naturalmente una poetisa que escribe una novela, y como liebre salta ante los ojos el fragmento de un poema, dedicado a Pablo que ella rememorara en Fe de vida: El beso que no te di / se me ha vuelto estrella dentro… ¡Quien lo pudiera tornar / ¡Y en tu boca! / otra vez beso!
Ahora llego a una parte polémica. ¿Se terminó de escribir Jardín exactamente en 1935? En su conjunto, sÍ, pero faltaban las correcciones, distribuir los capítulos que no seguían un orden cronológico, podar lo innecesario, cuidar el lenguaje y agregar algunos «descubrimientos» enriquecedores. Ella fue una purista. Escuchen lo que escribe en una libreta sin letra que lo identifique: «Bárbara, que había iniciado unos pasos, se detiene en seco (¿En seco?) hay que ver si esto está bien. Se puede poner “en seco” con la acepción “de repente”. Visto en Diccionario General Ilustrado de la Lengua Española, revisado por Menéndez Pidal, Edición, Espasa, Barcelona, página 1282, año 1945». Subrayo yo «año 1945». Esto me lleva a corroborar lo que antes indiqué, ella agregó «descubrimiento» amén de pulimentos del lenguaje, que le permitían publicar un texto en el que se entremezclan la realidad con la magia.
En mi libro Confesiones ella me dice:
En uno de los viajes a Italia, creo que fue en 1939, paseaba yo por los jardines del hotel (antigua morada de un príncipe del renacimiento) cuando vislumbré unos muros medio devorados por la ramazón circundante. En ellos, la inscripción latina que pongo en pabellón de mi historia olvidada entonces, vuelta a surgir por esos inexplicables mecanismos de la memoria, nada menos que para aposentar los tormentosos amores de mi criatura…).
Todavía en 1945, Loynaz estaba trabajando en la novela, muy callada, sin que nadie, excepto Enrique pudiera inmiscuirse. Y un año después de escribir que estaba terminada agrega impresiones de un viaje a Italia, y otras de un pueblito llamado Sidra en Matanzas. Como sucede con la mayor parte de sus poemas, sobre todo los que no tienen nombre, Loynaz estaba dotada, desde muy joven del talento, la técnica y la inspiración poética, esto hace difícil situar cronológicamente su obra, exceptuando Un verano en Tenerife que tardó cinco años en escribirlo y publicó en 1958, o esos dos poemas singulares que son «La novia de Lázaro» y «Últimos días de una casa».
Al final de la libreta quinta escribe: «Me asombra pensar que he podido escribir todo esto sin ninguna esperanza. ¿Pero cuándo hice algo con esperanzas?…» De todos sus libros este fue el más amado y el más odiado. Con Un verano en Tenerife, estaba tranquila por considerarlo «el de mejor lenguaje, el mejor equilibrado, el más ameno», pero Jardín la mantuvo inquieta, expectante ante una valoración negativa. A veces, no permitía que se le preguntara, ni siquiera se la nombrara. Cada tres o cuatro años lo leía y cuando careció de visión obligaba a que se lo leyeran.
Aunque parezca poco creíble, esta mujer estaba más preocupada de la posteridad que muchos con menos valores y hay algo que debe decirse y es que estaba al tanto de todo lo que acontecía dentro y fuera de su patria. Nada pasaba por alto. Es pura conjetura que viviera encerrada en «torre de marfil», le gustaba una parte de la soledad, pero no toda la soledad. Necesitaba del calor humano como del aire que respiraba, especialmente de la juventud, al final de su vida.
Y leía o le leían desde el periódico Granma pasando por revistas nacionales o internacionales, el diario ABC de España hasta las más recientes novelas de García Márquez, Delives o Isabel Allende a quien consideró «un García Márquez femenino, muy interesante», después de conocer La casa de los espíritus, sin obviar que releyó Paradiso, de Lezama («está en mis antípodas, pero es un genio muy cubano») y todo Carpentier («el mejor novelista que hemos tenido») y la pinareña Nersys Felipe en Cuentos de Guane y Roman Elé.
Con una lucidez infrecuente pudo rememorar el pasado social, político, económico y cultural en Fe de vida, un libro capital en nuestros predios, poco divulgado, poco atendido y del que creo se puede hacer una película excepcional. Como pudo hacerse de Jardín, que es eminentemente cinematográfica. Hay capítulos cuya sucesión vertiginosa de imágenes pide a gritos la visualización y el dinamismo propio del cine.
El rejuego espacio-temporal da pie a originales retrospectivas, como la que se produce en el momento en que Bárbara contempla las fotografías de su infancia. O cuando la joven de 19 años ciñe a su cuerpo el vestido de la muerta en el polvoriento pabellón del Jardín. Aquí hay disolvencias explícitas que indican a través de la descripción, hasta los movimientos de una cámara. ¿No declaró Dulce María su devoción desde niña por el cine, sobre todo por el mudo? ¿Y no es el mejor cine mudo la expresión absoluta de la imagen en movimiento? ¿No es Jardín mudo y movible? Es curioso que Loynaz no admirara a Chaplin y sí a Max Linder: Chaplin era un vagabundo, mal vestido, proclive al melodramatismo de Dickens que no encajaba en el mundo burgués de Linder; que no la atrajera Rodolfo Valentino y mucho Greta Garbo. Que se impresionara con El gabinete del Doctor Caligari y prefiriera a Luis Buñuel entre los directores por su «onirismo» y «poesía de claroscuros». Y no es de extrañar el interés del genio de Calanda por esta novela, llena de potencialidades para una realización fílmica que habría demandado la utilización de no pocos efectos especiales.
En una declaración que me hizo Dulce María aparecida en Confesiones, descubrió que el cine podría prestar «alas maravillosas a mi novela Jardín, y esto fue lo que hice aprovecharme de la cámara cinematográfica para escribirla. Había una escena en la película Adiós a las armas (primera versión) en que los heridos que transportaban las ambulancias iban penetrando en una magnifica catedral italiana convertida en hospital. En el momento de entrar los heridos, en vez de mostrarnos la expresión de estos, la cámara se convertía en herido y, recostada iba mostrando arcos, ojivas, columnas. Todo lo que el herido desde su camilla iba viendo en el momento de entrar. Era emocionante. El cine era un aliado de mi libro…».
El cine es magia y Dulce María en su novela anima lo inanimado, crea un aura fantástica que recuerda las palabras de Melquiades, el gitano de Cien años de soledad, de Gabriel García Marques, cuando dice: «Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánimo». En Jardín se despiertan las cosas y los fantasmas de los seres que las rodearon o poseyeron y la acción se desarrolla dentro de lo concreto de las apariencias y más allá de ellas. El Jardín de Bárbara, perdido como Macondo en un punto del mapa, resulta irreal en toda su aplastante realidad; es potencia telúrica que vence, que reclama esta mujer con el mismo nombre de otra que vivió un siglo atrás y que a pesar de su fuga retorna al punto de partida porque ella, como su bisabuela está condenada a cien años de soledad.
El 17 de enero de 1985, cuando presenté en el Palacio del Segundo Cabo, las Poesías Escogidas de Dulce María, dije que era ella «la pionera del realismo mágico», anticipándose a Juan Rulfo que publicó su obra maestra, Pedro Páramo en 1955, provocando mi aseveración una ola de comentarios, que después Virgilio López Lemus sería el primero en reconocer que había dado en el blanco. En una oportunidad le pregunté a Dulce María si ella conocía que García Márquez hubiera leído Jardín, me respondió con su genio vivo: «Si como usted supone, leyó Jardín (que tuvo gran repercusión en España al tiempo de su publicación), no hay duda de que allí pudo inspirarse. De todos modos, leído o no leído, yo fui la primera en conjugar esos dos elementos que le han valido el Nobel a él…»
Por años, Jardín se mantuvo guardada con llave en una gaveta, hasta que la tenacidad de María Teresa Aranda de Echeverría (fundadora de la sociedad Artes y Letras Cubanas), una mujer olvidada: con tanto talento que desplegó, con tanta riqueza pianística y vocal que brindó, se las arrebató a su prima-hermana y, mecanografiándola, se la entregó a la declamadora Aida Cuéllar de Valdés de la Paz, la primera en escribir un ensayo sobre el libro, titulado «Ala o raíz en el jardín de Dulce María Loynaz», leído en la sociedad Artes y Letras Cubanas, el 3 de febrero de 1950. Un año después, se publica en España con los más encendidos elogios de las más connotadas plumas. Fue declarado unánimemente «el acontecimiento literario más grande de los últimos cincuenta años». La novela y la autora llegaron a la cumbre de la fama.
Después de 1959, quedó como una novela lírica, desconocida, ajena a nuestro quehacer cultural. Para algún que otro especialista ni siquiera era cubana, ¡qué injusticia, que desconocimiento!: ¿Quién ha captado la luz de la isla como ella?. En ningún momento trató de hacer de su país un nido de santeros y marihuaneros, ni escenarios de bambalinas pintadas de palmeras. Tampoco una monstruosa selva tropical como Eustasio Rivera, ni una pampa de granito. Ella creó su sobrecogedor Jardín y en él se encerró, como se pudo encerrar en una Quinta del Vedado.
Y llega otra pregunta indispensable: ¿Es Jardín una novela autobiográfica?. Sobre el tema se ha escrito antes y ahora bastante. Para mí lo es, en contra de la negativa de la autora. El jardín es el mismo de la «casa encantada», como la llamó García Lorca , situada en la calle Línea esquina 16, en El Vedado. Un jardín selvático, que tiene largas y tentaculares raíces retorcidas, que van abarcándolo todo, donde no se permitía cortar una sola flor, con varios pabellones, con capillas a media luz, mármoles antiguos, balcones de piedra por donde trepaba la hiedra, de donde se veía el mar y la línea del horizonte, donde Dulce María a media noche, entre gasas y tules miraba las estrellas y hablaba con la luna. Todo rodeado de altas rejas. Un jardín que aprecia detenido en el tiempo, hasta que el empuje de la civilización (¿civilización?) lo destruyó. Dulce María creó a la mujer que presume abarcarlas a todas, que está condenada a vivir por los siglos de los siglos. ¿que Bárbara es parte de Dulce María? Lo es. Con su innegable narcisismo, se regodea ante la propia imagen como una mujer coqueta ante el espejo.
La glosa que hace del cuento de La bella durmiente, su narración infantil preferida, es puro narcisismo. Aquí coloco una anécdota: en 1986 Loynaz tuvo que operarse las encías, perdiendo algunas piezas, y me escribió diciendo que había decidido que yo no la viera más personalmente, que nuestra comunicación fuera por cartas o teléfono. Rápidamente actué diciéndole que la Venus de Milo había perdido los brazos y continuaba siendo bella y atrayendo admiradores. Reaccionó y me dio la razón. Era puro narcisismo. Ahora, que pudo haber una especie de premonición, de corazonada mientras escribía, lo acepto. Ese es el misterio de la auténtica creación poética. Muchas de las cosas que trasladó a su novela, las intuyó, las adelantó. Sucedió con el poema «Canto a la mujer estéril», que hizo cuando no sabía que estaba condenada a no procrear.
Creo que se puede amar a dos personas de diferente manera : a una con el sentimiento, como dice corrientemente, con la razón; a la otra con los instintos sexuales. Pablo fue, desde un principio el amor imposible, más tarde un Pigmalion conformando su Galatea, abriéndole puertas y ventanas al reconocimiento, a la luz, para al cabo de un tiempo, como un intermitente, desaparecer y aparecer, dejando una huella parte fantasmagórica, parte de idealización, y mucho de agradecida nostalgia. Enrique de Quesada fue un ser primitivo, bello hasta el fulgor, y como escribe un poema antológico Carlos Manuel «Era hombre de caverna», era un Otelo moderno y todo un macho sensual. Dulce María por no decirlo, era toda una mujer y osciló entre dos caracteres, entre dos mundos psicológicos y biológicos diametralmente opuestos. Ella definió a Enrique con expresión erótica total en el poema «San Miguel Arcángel»: «Arcángel San Miguel, / con tu lanza relampagueante / clava a tus pies de bronce / el demonio escondido / que chupa la sangre». O en el poema LXI: «Eres de la raza del sol: moreno ardiente / y oloroso a resinas silvestres./ Eres de la raza del sol, y al sol me huele tu carne quemada, tu cabello tibio, tu boca / oscura y caliente aun como brasa recién apagada / por el viento».
Y los que me escuchan se preguntarán a qué viene la inclusión de estos hombres en los apuntes sobre Jardín. Todo tiene su porqué. Estos dos hombres, cada uno a su modo son inspiradores directos de la obra magna.
Si Pablo se vuelca en las cartas líricas, de amor enfermizo, Enrique aprisiona, atrae, absorbe, como una planta. Se le odia pero no se le puede dejar.
Una tarde de diciembre de 1995, solo con Dulce María en su alcoba, rodeados de un silencio cómplice, tragué en seco y le pregunté: «Amiga mía, puede o no contestar esta pregunta que me da vueltas en el cerebro desde hace años. ¿El jardín es humano, el jardín es ¡Enrique de Quesada y Loynaz!…»
Hubo un silencio de siglo. La anciana levantó la cabeza cana, me miró como nunca me había mirado, como si los ojos hubieran recobrado la visión, y respondió: «Usted ha descubierto el secreto. Mi gran secreto. Tiene toda la razón: Enrique de Quesada, es el jardín. Por eso quemé mi alma…» Lo que me confesó queda como secreto.
Al final de la libreta quinta, Loynaz escribió: «Hay una cosa terrible y es que voy a morirme sin saber si esto vale o no vale».
El tiempo fue su mejor aliado, Jardín, como le escribiría Lezama Lima (que en 1951 consideró la novela «demodé») , en marzo de 1976:
(…) su obra ha adquirido como nuevas finezas (…) Las obras que están hechas para resistir el tiempo, son diversas y van sumando como misteriosas arenas. Al llevar la vida a su jardín, Ud., lo ha convertido en un arquetipo, una de esas esencias platónicas que no solo vencen al tiempo, sino que este se vuelve su olvido y le va regalando nuevos misterios y funciones (…) Usted ha creado el tiempo del jardín, allí donde toda la vida acude como un cristal que envuelve a las cosas y las presiona y las sacraliza…».
Dulce María, usted no quemó su alma en vano, Jardín es una novela única, irrepetible. Usted vivió lo suficiente para recibir el elogio y la consagración de inmortalidad: el Premio Miguel de Cervantes.
Permanezca en el misterio de su jardín, en hora de gracia, por nosotros y para siempre.
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