¿Qué es el hombre sino un ser complejo, sensible, armónico, inteligente? Es inaceptable que el poeta no viva y cante más que desde lo alto de su Sinaí lírico, con voz atronadora. Hay Hugo, es cierto, pero Bécquer existe también; Bécquer, que según es fama, fue leído y gustado por Maceo. De la Celestina, en la manièrebleue a Guernica, ¡cuánto camino recorrido!1
Y, desde luego, son palabras decisivas para la cultura nacional. Se ha andado un largo trecho en la poesía cubana, pero no siempre bien. Ha habido altos picachos, pero también imitaciones superficiales, algunas frecuentes en toda la América Hispánica. Por ejemplo, nuestro Romanticismo asumió más aspectos exteriores de la honda tendencia europea, que factores esenciales. Octavio Paz, en un juicio muy apretado, pero en extremo lúcido, escribió:
El romanticismo español e hispanoamericano, con dos o tres excepciones menores, dio pocas obras notables. Ninguno de nuestros poetas románticos tuvo conciencia clara de la verdadera significación de ese gran cambio. El romanticismo de lengua castellana fue una escuela de rebeldía y declamación, no una visión —en el sentido que daba Arnim a esta palabra: «Llamamos videntes a los poetas sagrados, llamamos visión de especie superior a la creación poética.» Con estas palabras el romanticismo proclama la primacía de la visión poética sobre la revelación religiosa. Entre nosotros falta también la ironía, algo muy distinto al sarcasmo o a la invectiva: la disgregación del objeto por la inserción del yo; desengaño de la conciencia, incapaz de anular la distancia que la separa del mundo exterior; diálogo insensato entre el yo infinito y el espacio finito o entre el hombre mortal y el universo inmortal. Tampoco aparece alianza entre sueño y vigilia; ni el presentimiento de que la realidad es una constelación de símbolos; ni la creencia en la imaginación creadora como la facultad más alta del entendimiento. En suma, falta la conciencia del ser dividido y la aspiración hacia la unidad.2
Y, en efecto, esa profundidad visionaria aparece con total energía en la poesía cubana del s. XIX en la obra de José Martí. Y solo volveremos a encontrar esa visión defendida por Arnim tanto como por Paz, en Lezama Lima, Guillén, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, poetas no románticos, desde luego, pero sí capaces de tallar poemas en los que, en efecto, el sueño y la vigilia se entrelacen en un cuerpo enteramente nuevo y desafiante. Porque, sin ánimo de discrepar de Paz, y aceptando que también el Romanticismo insular adoleció de esas ausencias que el gran mexicano señalara, creo que tales defectos son inherentes a la poesía de mediano alcance, negada —por incapacidad autoral— a la construcción desafiante de una poesía visionaria. Recuérdese que uno de los más penetrantes teóricos de la poesía en lengua castellana, Carlos Bousoño, defendió ese tipo de poesía como característica de la expresión lírica del s. XX, y eso sin caer en el lugar ya común —pero en alguna medida cierto, con perdón de Mirtha Aguirre— de Darío: “¿Quién que es no es romántico?”, algo que es inevitablemente verdad aunque solo sea por el hecho de que la historia de la literatura, como tantas otras historias de ramas de la creatividad humana, no puede evitar la presencia de bases y tendencias que podemos considerar como universales, tal y como, sin discusión alguna, se reconocen desde hace muchísimas décadas la existencia de universales lingüísticos.
Como un cristal temblando [Ed. Cubaliteraria, La Habana, 2015], de Lillian Álvarez Navarrete, tiene, entre sus valores medulares, el de evidenciar sentidos y trascendencias de una poesía cubana vista en su cabal sentido orgánico. Y excluyo de esta consideración la banalidad —muchas veces obsesiva y formalista— con que se con-sidera, en particular en algún que otro cenáculo más o menos femi-nista,cuando hablan de todo libro escrito por una mujer como cons-truido desde una perspectiva de “género” —término que, como algunos desconocen y otros, interesadamente, deciden ignorar por aquello de un confuso “estar al día”— que suele limitar el alcance de la comprensión. La alta poesía no está determinada por el sexo, sino por un talento particular, una herencia asumida —se ha dicho, con razón, que cada generación lírica escoge por sí misma sus fuentes, sus genitores tutelares— y un modo personal de emplear, replantear y transfigurarlos problemas estéticos y las técnicas aprendidas del pasado.
Como un cristal temblando reúne una serie de poemas mayori-tariamente, pero no siempre, escritos en prosa. Como pocos poemarios —demasiado escasos para la buena salud de nuestra expresión poética—, esteaborda con desnuda intrepidez muchos grandes temas —conflictos— de la especie humana, entre ellos el inasible sentido de la existencia, la índole de la realidad, el valor del sufrimiento, nuestra capacidad de percibir y de saber, la desintegración del mundo considerado “real” cuando insertamos en él nuestra subjetividad y nuestra experiencia. ¿Libro filosófico? Tal vez, eso es algo que no puede en este caso descartarse, por tratarse de creación poética de ancha latitud y muy osada estatura. Hay, claro que sí, una autoindagación paralela a una angustiada búsqueda de una inserción en el mundo; se trata en lo más general de una poesía de incisiva reflexión sobre la peligrosa aventura de vivir.
Los poemas allí contenidos nos revelan, como en pocas ocasiones, un hondo, y, por cierto, totalmente espontáneo sentido del ritmo —esa condición fundamental del verso capitalmente bueno— y de la melodía, de forma tal que el lector, en momentos de magia peculiar, puede percibir una polifonía rítmica de endecasílabos, de ritmos secretos que restallan, como en el inicio majestuoso de la última estrofa de uno de los poemas: “Bella locura esta de llovernos por dentro”, que recuerda, aunque invertido, transfigurado en una experiencia estrictamente interior, el terrible y genial desenlace de Solaris, el filme de AndreiTarkovski.
Lillian Álvarez evidencia un modo estrictamente suyo de convertir la percepción acústica en tema de la poesía misma, lo cual implica una audaz desagregación del sonido, un ensimismamiento en él. Nótese lo intrépido de semejante tratamiento en un libro estructurado básicamente en prosa, cuya imagen sonora es siempre más peligrosa y difícil de conquistar que en el verso. Sin embargo, la autora no se ha detenido ante esta fascinante paradoja de encubrir el ritmo versal, precisamente para hablarnos del sonido y de su complemento angustioso, el silencio. Véase este momento: “Una multitud nos ha rodeado, no oímos lo que dicen, no se escucha nada, y buscamos sus rostros, y ya no tienen rostro”. O este pasaje de uno de los poemas más estremecedores: “He recogido mi pelo, también mi voz y mi mirada”, donde la ausencia de sonido equivale a una aproximarse peligrosamente a la autoanulación del sujeto lírico, pero también del universo. El tema de la percepción acústica no siempre tiene que ver con su secreta anulación por el silencio, sino con prodigiosas transformaciones de la percepción del mundo: “La cadencia marcial comienza a confundirse con un paso fútil, gozoso, que cada quien incorpora como puede” (poema XV). Otras veces el sonido resulta ser un instrumento alegórico.
Una y otra vez diversos poemas del libro anonadas el espacio posible entre la dura objetividad del mundo y la conciencia del sujeto lírico: “algo está cambiando, comienzan a dibujarse las cosas en los lugares donde siempre estuvieron se siente el respirar de la casa el aire entrando y saliendo por las ventanas el ruido afuera empieza a verse el mundo no estoy sola ya no estaré sola ha sido un instante solo agónico ya regresas a ti”. Nótese la intensa visión de un mundo que resurge para la voz lírica, que siente con razón que de ese aminoramiento de la distancia entre la objetividad y su propio ser significa no otra cosa que conjurar la soledad, esa otra y más dura experiencia de la muerte. Un poema en verso, por otra parte, evidencia uno de los varios instantes en que Lillian Álvarez hace que un yo infinito dialogue con la finitud del mundo objetivo:
De nada sirven las vibraciones del tiempo
ni las brújulas,
ni las consignas,
Nada resiste esta obstinada pendiente.
O cuando escribe uno de los momentos más refinados de la poesía insular: “Todo sucede adentro y yo estoy fuera, sintiendo solo la luz, el peso de la luz, la sensata presencia de la luz que me custodia”, en que el sujeto lírico vuelve del revés el universo: es ella quien está afuera, enorme, abrazando la infinitud de un mundo reducido a luz total. Ese mismo poema vuelve al tópico acústico, como si la vida fuera enteramente eso, una vibración de sonidos muchas veces hirientes:
La vida pequeña o feliz o terca jugando con sus naipes, provocando a la noche, caminando a ciegas. Todo adentro y las manecillas del reloj acorralándonos a una esquina del tiempo y el silencio, y los oídos buscando una señal, una mínima señal, cazando palabras, sonidos lejanos que nos den una respuesta para luego tirarlos a un lado como perros que se engañan, que equivocan la presa. Y cada engaño es un regreso al silencio, un brutal regreso al silencio.
Porque el silencio convocado en estos poemas coincide exactamente con la concisión demoledora con que la poeta alude a “Un silencio de náufragos”. Los textos de este libro son una cámara de ecos, una caverna donde una sola voz se multiplica, de modo que en un momento exclama “la sangre salta como rebote de la lluvia y la tierra salta en busca de la sangre y nacen cuerpos nuevos cuerpos de lluvia sangre y tierra que son mi cuerpo”, y varios poemas más tarde nos revela que su deseo es que nunca la separen de la lluvia. Porque Lillian Álvarez está hablando de la angustia vibrante de nuestro tiempo, del retorcido dramatismo con el planeta parece evolucionar entre la voluntad de existir y la amenaza, nunca antes mayor, de desintegrarse en una explosión sin nombre. De aquí la belleza total, decisiva del poema mayor de todo el libro:
No abras las ventanas. Todo afuera está al acecho del resquicio. Unas manos se alargarán para dibujar círculos ciegos en el aire hasta tocarnos y, si no nos encuentran, robarán nuestro polvo, el aire sucio que flota y que también nos pertenece. Un ojo puede ser una ventana, un pequeño ruido, una ventana, un rayo de luz, la pendiente por donde rodarán todos los gritos, los golpes, los llamados, hasta formar una pirámide inmensa a nuestros pies. No abras. No abras nunca. Abrázame.
No, no se trata de un libro “romántico”, ni siquiera a la manera de Novalis o de las aspiraciones de Paz. Es algo mucho más esencial: es un poemario que construye, con una intensidad y una franqueza sorprendente, visiones sucesivas del ser, del sujeto lírico y, también, del latido secreto de esta isla. Pues lo subjetivo, cuando despliega su estremecimiento más fuerte, se expande y domina el ámbito principal de lo nacional, ese tremor que Cintio Vitier supo captar en Lo cubano en la poesía. Se trata de un poemario cuya fuerza expresiva trasvasa el mero yo, para convertirse en una reflexión sobre la insularidad subjetiva, tan relevante como la geográfica. Lillian Álvarez ha sabido captar la disgregación de lo efímero del mundo, pero también la pertenencia del yo lírico a ese proceso evolutivo: por esta vía, que solo en apariencia es estrictamente subjetiva, nos habla de la Cuba secreta que subyace, semejante, en La siesta, de Collazo, tanto como en Aguas territoriales, de Martínez Pedro. Hay en este libro una conciencia de que necesitamos —y no solo los poetas— establecer un diálogo cabal con la universalidad del drama de nuestro tiempo, drama no existencial, sino gallardamente colectivo. Lillian sabe que nos acosan los símbolos… y que no todos son confiables. Por eso los imagina, porque la imago siempre va más allá del intelecto, sabe más, se compromete más en su lucha por una unidad profundamente humana.
Y sabiendo esto, ahora podemos entender el título. Porque un cristal no tiembla por temor, sino porque es líquido y solo así, como en las laptop de nuestros días terribles, puede trasmitir sus datos, sus operaciones, su milagro tecnológico… y su angustia. Lillian Álvarez defiende nuestra poesía, posiblemente sin saber, en un momento que el verso insular necesita, como nunca, ser legítimo y fiel a la sangre y la omnisciencia que dio forma, a lo largo de la historia y sus terrores, a la identidad de la nación.
Notas:
1 Nicolás Guillén: Prosa de prisa (1929-1985). Ed. Unión, La Habana, t. 4, p. 127.
2 Octavio Paz: Cuadrivio. Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia. 3ra. edición corregida. Ed. Seix Barral, Barcelona, 1981, pp. 12-13.
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