«Quisiera hacer un documental sobre la tercera edad para aclarar que la vejez no es un paraíso, es un desastre», me dijo Abelardo Estorino cuando acababa de celebrar sus 80 años de edad. ¿Qué diría ahora en que, de vivir, estaría a pique de cumplir un siglo? Aquella mañana en la que hablamos largo sobre su vida y su obra, me reveló algunos de sus secretos: vivía sin prisa, era metódico y se preocupaba por la dieta, no tomaba café ni fumaba.
Pero todo eso es fachada —precisó— me duelen los huesos y si me miro desnudo en el espejo, parece que salí de un campo de concentración. Les pregunto la edad a otros viejos para compararme y darme aliento. Camino de prisa porque siempre he sido dinámico, y eso si, como decían mis mayores, soy un hombre de buena piel.
La cocina fue uno de sus placeres. Tenía fama de buena persona y de vivir ajeno a los chismes que genera el mundo de la farándula. Hacía gala de un humor imbatible y su buen estado de ánimo era proverbial. Sobrevivió a golpes de todas clases, a incomprensiones, a la ausencia definitiva de amigos entrañables como Virgilio Piñera, y a la muerte de Raúl Martínez, su compañero de toda la vida. «Veía pintar a Raúl y me gustaba decirle algo sobre lo que estaba haciendo. A veces se disgustaba conmigo porque yo le criticaba un color. Por supuesto, él era también un crítico de mi obra… Ahora ya no lo tengo».
Grandes óleos de Raúl Martínez cuelgan en la sala donde tiene lugar este encuentro en el que intervino la actriz Idania Machado que velaba entonces sus armas como periodista. Como parte de la escenografía de esa sala, donde grandes del teatro cubano leyeron y discutieron sus obras, está la máquina de escribir que el autor de Parece blanca y Las penas sabe nadar usó durante años antes de pasar a la computadora.
Se desconoce si este hombre nacido en Unión de Reyes, Matanzas, el 29 de enero de 1925, hubiera sido un buen cirujano dental. Como estomatólogo —dentista se decía entonces— llegó a tener gabinete propio en el impresionante edificio del Retiro Odontológico, en L entre 21 y 23. Pero en 1956, tras una breve experiencia como publicista, se acercó a lo que verdaderamente le atraía. Es el año de su primera obra estrenada, El peine y el espejo. Su primera obra sin embargo es Hay un muerto en la calle, de la que renegaba formalmente, pero cuya inclusión, arreglos mediante, autorizó en su Teatro escogido.
Ya para 1960 se vincula a Teatro Estudio. Un año después obtiene mención en el certamen de Casa de las Américas con El robo del cochino. Siguen adaptaciones de obras infantiles e incursiona en el musical con Las vacas gordas, con la colaboración del dueto de compositores de Piloto y Vera hasta que en 1964 gana en Casa otra mención con La casa vieja.
Responde Estorino a una pregunta de Idania Machado.
―Soy un producto de Teatro Estudio. Mis primeras obras se deben al impulso que recibí allí. Los actores de ese colectivo estaban muy influidos por el trabajo de Raquel y Vicente Revuelta, alejados del teatro comercial y en la búsqueda de nuevas tendencias. Nunca he sido una persona que se limita a un grupo. Me interesa todo el teatro. Eso me hace conservarme. Interesarme en nuevas formas y no permanecer estático.
El intérprete y el personaje
¿Escribe para un actor o actriz en específico?
―No pienso en actores cuando escribo. El intérprete es menos importante que el personaje. Cada uno de ellos tiene una parte mía y como estamos hechos de tantos pedacitos… Antes trataba de mostrar todo lo que sabía, pero ahora trato de dejar un misterio. Ni uno mismo se conoce, ni los más íntimos. Lo feo se esconde incluso en los encuentros amorosos.
Entonces, ¿cómo escribe Abelardo Estorino?
―Una idea puede rondarme de manera constante. Para escribir parto de un concepto, no de una historia. Cualquier cosa que lea, me aporta. Hago entonces un resumen y trabajo la estructura. Concibo varias versiones y acumulo datos que después utilizo o no. Eso de que los personajes te arrastran, se te imponen, me parece absurdo. Creo que Sófocles sabía desde que empezó a escribir que Edipo se sacaría los ojos al final. Muchos de mis amigos escriben las frases perfectas. Yo, por el contrario, me propongo una escena y la escribo con toda la emoción. Descubro que salen cosas que tienen que ver con la trama y en la que no había pensado. Los directores que montan mis obras descubren cosas que yo no vi y hacen una lectura diferente del texto.
Yo, por mi parte, empobrezco mis obras cuando las dirijo. Es difícil tratar la realidad porque todo envejece muy rápidamente. Ojalá supiera escribir teatro. No me estoy haciendo el humilde. No estoy satisfecho. No es pose; es la verdad.
Este clásico de la dramaturgia cubana mereció el Premio Nacional de Literatura y el Premio Nacional de Teatro. Dijo en una ocasión que dichos galardones, más que por la obra en sí, se otorgaban en virtud de la historia clínica del candidato y luego de sopesar cuál es el de más edad entre los aspirantes. De cualquier manera, Estorino fue y sigue siendo uno de los profesionales más respetados y queridos de la escena cubana a la que dedicó toda su vida, no solo como autor, sino también como actor y director. Obras suyas son asimismo Los mangos de Caín, El baile y Morir del cuento. Fue encomiable el trabajo de la actriz Adria Santana con algunas de esas obras.
Abelardo Estorino falleció en La Habana el 22 de noviembre de 2013, Dijo: «Creo en lo que está vivo y cambia».
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